En 1972 el Teatro Experimental de Cali –TEC-
dirigido por Enrique Buenaventura, llevó a las tablas la creación colectiva La Denuncia, obra que ponía de
manifiesto uno de los hechos más oprobiosos de la historia de Colombia en el
siglo XX ocurrida el 6 de diciembre de 1928 en la zona bananera del Magdalena.
El cartel publicitario jugó con los titulares del periódico Relator publicado en Cali: “Dos mil
huelguistas atacaron con machete a soldados, en las bananeras”-la esposa de un
empleado americano de la United, fue muerta por un huelguista, en Sevilla.
Nueve batallones concentrados en la zona para contrarrestar las embestidas de
los huelguistas. Orden de captura contra Torres Giraldo y Castrillón-.
“Interesante reportaje al general Cortés
Vargas sobre los sucesos” –El inspector Martínez fue apresado por hallarse en
convivencia con los huelguistas. El jefe civil y militar temió por la lealtad
del ejército. Los huelguistas para conquistarlos, gritaban vivas a los
batallones-. Noticias que se mezclaban con publicidad de Coca-Cola, la
invitación al “Gran Concurso Olímpico de Relator”, y los espectáculos para hoy
de Cine Colombia y el Salón Versalles: La película “Bello Amor”; y el baile más
distinguido de la sociedad caleña con un invitado de lujo recién llegado de
otras capitales americanas, el Barón Von Rainhall.
Cumpliendo los 87 años de este suceso, publicamos
tres crónicas de Alfredo Iriarte (1932-2002), escritor bogotano dedicado a la investigación
histórica, obras satíricas, y situaciones fantásticas; compilación publicada en
la colección del instituto Colombiano de Cultura en 1979 que nos pone en
contexto sobre la acción de las fuerzas militares en la huelga bananera, y
algunos hechos relevantes para el complejo momento vivido en 1928 donde el
Estado colombiano, una empresa extranjera, y varios connacionales, son actores
centrales:
Más sobre las bananeras
Suele creerse que el
episodio de Las bananeras ha llegado a ser tan ampliamente conocido en todos sus
pormenores ominosos, que poco o nada hay que agregar para que las gentes
colombianas lo abarquen en su real dimensión de espanto y de vergüenza. Yo, sin embargo, creo poder incluir en esta
serie unos cuantos hechos que, por haber sido muy precariamente divulgados,
caben perfectamente dentro del propósito cardinal de la serie el cual, como se
indico al comienzo de la misma, es sacar a la luz del Sol algo del detritus que
los gatos académicos han sepultado bajo asépticos y decorativos cúmulos de
tierra, cumpliendo con ello fielmente la misión que les compete como custodios
que son de un sistema que, en la medida en que toma conciencia de su progresiva
decrepitud, más se esfuerza en aparentar no sólo una vitalidad a toda prueba
sino también un abolengo y unas ejecutorias intachables.
El acto de recrear la
historia de torna particularmente grato cuando, en vez de apelar a relaciones,
crónicas y documentos, la distancia que nos separa de los hechos nos permite
acudir al testimonio directo que quienes la protagonizaron y vivieron. Tal es
mi caso en estos capítulos sobre Las Bananeras. El país conoce bien a José
Gnecco Mozo. Sabe de su brillante inteligencia, de su largo y fecundo
magisterio en la ciencia del derecho constitucional, de sus atributos como
historiador, estadista y escritor.
Actualmente, José
Gnecco, a la altura de sus 72 años, disfruta de las más envidiables condiciones
de mocedad intelectual y física y, en consecuencia de una memoria sorprendente.
En largas y fecundas sesiones, he tenido la oportunidad de oírle la revelar
unas veces y otras corroborar, hechos, desconcertantes relacionados con ese
sombrío episodio de la historia colombiana.
Por otra parte, antes de
que se diga que lo que sigue es la versión mendaz de una apátrida comunista,
debo aclarar que Pepe ha sido siempre, es y morirá godo, pero que a pesar de
llevar por la vida ese rótulo, ya más anacrónico que oprobioso, ha sido, es y
morirá honesto.
En 1928, pepe Gnecco era
secretario de gobierno del doctor José María Núñez Roca, entonces mandatario
seccional de Magdalena. El doctor Núñez tampoco era comunista. Era un patricio
conservador de entrañables convicciones republicanas, atemperado y civilista.
Era, además, un patriota. Se entiende, por lo tanto, que fuera tan adverso a
los desmanes del ejército como a las maquinaciones inicuas de la United Fruit
Company. El hecho es que su suerte aciaga y el doctor Abadía Méndez lo llevaron
a la gobernación del Magdalena en los días de la gran huelga.
A la vez que el doctor
Núñez Roca ejercía el poder formal, ejercía a su vez el poder real el célebre
Mr. Bradshaw, gerente general de United de Colombia. Corrían ya los días
críticos de la huelga. Los obreros habían ganado ya la unidad decisiva y
recorrían la Zona impidiendo el corte de la fruta y haciendo imperiosa la
exigencia de sus derechos burlados. Por esos días Mr. Bradshaw empezó a visitar
diariamente el despacho de la gobernación, en la ciudad de Santa Marta. El
procurador llegaba todas las mañanas a la oficina de Núñez Roca ataviado con
finos trajes de lino y escoltado por su séquito de abogados nativos, en cuyas
garras de buitres, las leyes de Colombia pasaban a ser marionetas serviles de
la Compañía explotadora. Llegaba cotidianamente el prepotente virrey rodeado
por su corte de juristas venales y exegetas a sueldo –herramientas
indispensables del imperialismo- que hicieron decir brillantemente a Luis Cano,
en la época dorada y abolida en que los liberales eran nacionalistas: “Son más
temibles para este pobre país los abogados de la Universidad de Colombia que
los de la Universidad de Columbia”. Lo cierto es que todos los días llegaba Mr.
Bradshaw con su cortejo de sanguijuelas a beber café al despacho de Núñez Roca.
La visita siempre era breve. Mientras el gringo saboreaba su tinto se
desarrollaba a diario y en forma reiterada y machacona el siguiente diálogo:
Bradshaw
(incisivo): -Dígame una cosa, doctor Núñez: las autoridades de Colombia sí
están de veras en condiciones de garantizar la integridad de las vida y bienes
de los norteamericanos en la Zona bananera?
Núñez Roca
(impasible): -Puede usted estar tranquilo, Mr. Bradshaw. El ejército de
Colombia está listo a asumir con presteza y eficacia la defensa de las vidas
norteamericanas y los intereses de la Compañía.
Bradshaw
(desconfiado): -Quiero seguir creyendo en usted. Ojalá no me defraude. Porque
usted ya debe saber que ayer los obreros devastaron dos comisariatos y
cometieron tales y cuales atropellos.
Núñez Roca
(persuasivo): -Eso es comprensible dentro de esta situación de emergencia,
querido Mr. Bradshaw. Pero debe usted estar seguro de que nada grave ocurrirá
porque para impedirlo están las autoridades de la República.
Bradshaw
(más sosegado): -Confío en que las cosas no empeoren señor gobernador. Hasta la
vista.
En ese momento
desaparecerían Bradshaw y su escolta de sabandijas hasta el día siguiente. Uno
cualquiera de esos días Pepe Gnecco, intrigado, preguntó a Núñez Roca por qué
expresaba con tanta certeza a Bradshaw la seguridad de las garantías del
ejército colombiano en tanto que la situación se hacía cada vez más
incontrolable. Sin perder la calma, el gobernador abrió una gaveta de su
escritorio, extrajo un catalejo e invitó a su joven secretario a subir a la
terraza de la gobernación. Una vez allí le entregó el catalejo y le dijo con el
mismo talante apacible: “Enfoque la vista hacía el centro de la bahía, mire en
esa dirección hacía alta mar y encontrará la razón de mi actitud hacía el
gringo”. El secretario apuntó el catalejo hacía donde se le indicaba y halló la
razón del viejo gobernador en forma de destructores norteamericanos
hermosamente artillados y cabalmente rellenos de marines ávidos de playas nuevas para su inextinguible furor bélico.
Esto último no lo vio Pepe con el catalejo pero no requirió demasiada sagacidad
ni rara clarividencia para adivinar que, en esas circunstancias, mal podían
estar dos navíos de guerra de bandera norteamericana frente a la bahía de Santa
Marta, cargados de monjas. Núñez Roca no necesitó palabras para expresar lo
obvio: que si él le dejaba entrever a Bradshaw duda alguna sobre la eficacia
del ejército colombiano como guardián de la Compañía, el desembarco de los
infantes sería cosa de horas. Dicho en mejores palabras: los obreros en huelga
por sus legítimos derechos tenían dos opciones: ser diezmados por los cobrizos
soldados colombianos o por los infantes de marina ojizarcos y catires.
Pero la suerte estaba
echada. Ya se percibían en la Zona los pasos marciales de Carlos Cortés Vargas.
Los obreros colombianos no serían ejecutados por verdugos extranjeros. Eso
podía constituir una afrenta a la dignidad nacional. El carnicero, con sus
ametralladoras emplazadas en Ciénaga, se anticiparía a los marines, impidiendo así en forma providente que militares foráneos
profanaran con sus botas la integridad del suelo patrio y la soberanía de la
República. Y conste que no se trata de especulaciones ni conjeturas. Así lo
declaró públicamente y en forma reiterada el general Cortés Vargas.
Bibliografía
-Alfredo
Iriarte, Más sobre las bananeras, en Lo
que lengua mortal decir no pudo, Instituto Colombiano de Cultura, pp. 82-87,
1979.
-Relator,
Diario de la Tarde, Cali, Diciembre 7 de 1928.
-http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/biografias/iriarte.htm
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