Carlos Uribe Celis
afirma que durante los años veinte en Colombia el panorama político se
manifestó por los siguientes problemas: la tierra; los indígenas; los obreros;
la conexión de las regiones; la adecuación político-administrativa; la
adecuación social del país al nuevo statu quo; finalmente, el imperialismo. En este último caso, se refleja
un hecho en particular, el Tratado de Amistad del 6 de abril de 1914 “en el que
se aceptaban los hechos y consecuencias del despojo de Panamá aun con la
supresión de la cláusula del sincere
regret, que debió haber figurado y
se suprimió en la declaración del gobierno de los Estados Unidos”; también a la
entrada de capital americano que estimulo la dependencia; la explotación y
legislación de hidrocarburos; e
indirectamente las intervenciones de los norteamericanos en Centroamérica, y en
los denominados enclaves del banano, platino y oro en nuestro país (pp. 35-37).
Miguel Abadía Méndez fue
el último presidente de la llamada hegemonía conservadora en nuestro país.
Germán Colmenares hace una pequeña radiografía del personaje y nos dice: “Nada
lo señalaba como un hombre de progreso, antes por el contrario, era evidente su
apego a esquemas mentales que chocaban permanentemente con las nuevas
realidades del país. Todo el mundo reconocía, eso sí, sus sobresalientes
cualidades como político, en el sentido más bien peyorativo del término” (pp-437-438). Entre los años
1926-1930, su gobierno estuvo marcado por las constantes polémicas derivadas de
su accionar político y hegemónico, además por múltiples endeudamientos del
erario público con empresas extranjeras en medio de la crisis económica de 1929
–gran recesión mundial-, y el conflicto interno laboral de los empleados
bananeros de la United Fruit Company que derivó en los problemas suscitados en
1928. La situación social y política de nuestro país en ese cuatrienio,
posibilitó el encumbramiento de otro partido político, los liberales, los
cuales llegaron al poder en 1930 e instauraron la denominada República Liberal hasta 1946.
En medio de la “fauna”
política nacional, y los envites de algunos periódicos no oficialistas que
marcaban pautas sobre la real situación del país, aparece la figura de Ricardo
Rendón (1894-1931), caricaturista de la época, de clara tendencia liberal, y
auspiciante a través de sus trazados, de una memoria crítica y certera de la
realidad política. En resumen, como afirmaba Fernando González, “el
caricaturista es el vidente de los pecados hechos hombres y sucesos”; y Rendón
si que lo supo hacer, fustigó constantemente por medio de sus reflexiones a los
conservadores en el gobierno, estimulando una conciencia crítica, y haciendo
ver ciertos errores y problemas desde las instancias satíricas, donde cabía el
presidente del momento, y obviamente la Masacre de las Bananeras en 1928.
Para complementar el
segundo texto de Alfredo Iriarte, exhibimos en medio de su narración algunas de
las caricaturas del citado dibujante, todas con el pretexto de alimentar la
imaginación del lector, y ubicarlo en la trama de una situación deshonrosa para
el país, sus gobernantes y militares.
¡Que viene Cortés
Vargas!
Ya vimos en el capitulo
anterior, a través del testimonio de Pepe Gnecco, cómo en los días críticos de
la huelga bananera, estuvieron fondeados cerca de la bahía de Santa Marta dos
barcos de guerra del Tío Sam listos a desembarcar sus aguerridos contingentes
de marines, en caso de que las
autoridades colombianas no asumieran una actitud enérgica frente a la “asonada
comunista” que amenazaba seriamente las vidas y bienes de los norteamericanos
que, con el desinterés y la abnegación de siempre, trabajaban en estas
latitudes selváticas y agrestes por el incremento de la riqueza nacional.
Los legendarios
infantes, como bien es sabido no tuvieron que desembarcar para ejercer su
oficio de gendarmes internacionales. El gobierno de Colombia les envío esa
molestia con el envío del general Carlos Cortés Vargas como jefe civil y
militar de la zona. Sobre este destacado exponente de nuestras instituciones
castrenses siempre hubo una duda: nunca se supo si lo que le gustaba ver correr
con mayor abundancia era el whisky o la sangre.
Cortés Vargas viajó a toda
prisa y en Barranquilla puso bajo su mando un regimiento acantonado en esa
ciudad. En segunda tomó el camino de Ciénaga y Santa Marta, Pero al llegar se
le presentó el general un contratiempo con el cual no contaba y que estuvo a
punto de dar por tierra con sus planes: no tuvo en cuenta que los soldados que
llevaba para sofocar la huelga también
eran costeños. En consecuencia, su llegada fue recibida con fragosas
manifestaciones de júbilo. Mucho de los soldados eran parientes, amigos y
compadres de los obreros, con quienes terminaron confundidos en grandes abrazos
mientras los fusiles caían atierra y todos fraternizaban al calor del ron, los bollos de yuca, las
arepas de huevo, el pescado frito con patacones y la amistad entrañable de
quienes sólo se diferenciaban en la indumentaria. Los huelguistas habían
acampado en los playones de Ciénaga y allí habían levantado sus carpas y
encendido sus hornillas. Las contribuciones forzosas impuestas a mercachifles y
usureros locales proveían generosos bastimentos para el proletariado que
luchaba, de modo que cuando llegaron los hermanos de Barranquilla, hubo
viandas, bebidas y afecto para todos.
Tiempo después, el
general Cortés Vargas confesó que ese episodio si lo había desconcertado hasta
atemorizarlo. Pepe Gnecco fue testigo de esa confesión. Pero el estupor le duró
poco al chafarote. Mientras soldados y trabajadores festejaban su encuentro y
los obreros mamaban gallo en la cumbiamba con los fusiles de sus camaradas, el
general urdió sabiamente la nueva estrategia. Con rapidez y astucia de felino,
el jefe civil y militar fue haciendo retornar la tropa costeña en grupos
reducidos a sus cuarteles en Barranquilla. Simultáneamente –valiéndose del
entonces único y ultra-rápido inalámbrico de la frutera- despachó telegramas
urgentes pidiendo a marchas forzadas el envío de tropa “cachaca”:
santandereanos, boyacenses, “rolos”, antioqueños, caucanos, pastusos; hombres,
en fin, que no tuvieran afinidad alguna cultural o familiar con quienes estaban
destinados a ser sus víctimas.
El traslado se cumplió
con una celeridad asombrosa para los medios de entonces. En una semana no
quedaba en la zona de huelga un solo soldado costeño y ya estaban presentes
todos los “cachacos” que necesitaba Cortés Vargas para actuar. En eso
el célebre general fue el precursor de una de las más siniestras tácticas
empleadas por las dictaduras fascistas que ensangrentaron a Colombia a partir
de 1949. Igual que su antecesor de Las Bananeras, veinte años más tarde
comprendieron sagazmente los promotores de la violencia que los sicarios
reclutados para el asesinato y la depredación vacilarían al volver las armas
homicidas contra sus hermanos de comunidad. Entonces los transplantaron. Y los
enviaron a ejecutar su proditorio cometido a zonas extrañas; a regiones donde
su furor vesánico no se detuviera ante
el rostro del hermano, del amigo, del pariente, del compadre; a comarcas en que
ninguna voz familiar pudiera entre los verdugos y sus víctimas; a poblaciones
distantes, propicias por lo tanto a la frialdad de la matanza; a lugares tan
lejanos que allá el exterminio no engendrara remordimientos. Hay una página
maestra de Cien años de soledad en
que García Márquez narra con patetismo sobrecogedor la llegada de los soldados
“cachacos” a Macondo para la represión de la huelga:
Eran tres
regimientos cuya marcha, pautada por tambor de galeotes, hacia trepidar la
tierra. Su resuello de dragón multicéfalo impregnó de un vapor pestilente la
claridad del mediodía. Eran pequeños, macizos, brutos. Sudaban con sudor de
caballo y tenían un olor de carnaza macerada por el sol, y la impavidez taciturna e impenetrable de los hombres del páramo. Aunque
tardaron más de una hora en pasar, hubiera podido pensarse que eran unas pocas
escuadras girando en redondo, porque todos eran idénticos, hijos de la misma
madre, y todos soportaban con igual estolidez el peso de los morrales y las
cantimploras, la vergüenza de los fusiles con las bayonetas caladas y el
incordio de la obediencia ciega y el sentido del honor.
Ya Cortés Vargas podía
estar tranquilo. Los candorosos huelguistas seguían convencidos de que los
soldados que estaban en los cuarteles
vecinos eran los mismos paisanos a quienes habían recibido en triunfo. ¡Estaban
emboscados los muy tontos! Pero como el general aún no estaba investido de los
poderes que le dio después del decreto de estado de sitio sobre las vidas
humanas, quiso obtener la anuencia del gobernador Núñez Roca para proceder sin
más formulas ni necios escrúpulos al exterminio de los obreros. El doctor Núñez
Roca se negó, con la repugnancia más atroz a aprobar el genocidio. Pero la
novel actitud del gobernador sólo consiguió retardarlo unos días. Vino el
decreto que puso a merced del sádico las vidas de los obreros colombianos
explotados por los gringos. Automáticamente el digno y probo gobernador quedó
reducido a condición de monigote frente
al todopoderoso procónsul que el ministro Ignacio Rengifo (otro diplomático
sanguinario) enviaba para custodiar a
todo trance la propiedad y los fueros de los expoliadores foráneos.
Relatar la matanza del 6
de diciembre de 1928 y la despiadada cacería humana que siguió, es un
episodio que se omite por demasiado
conocido, en esta serie cuyo propósito cardinal es el de revelar ciertos
capítulos ominosos que la historia oficial ha logrado escamotear al
conocimiento de los colombianos. Por eso se ha revelado la presencia de los destroyers gringos en esta serie; por
eso se ha destacado el episodio siniestro del cambio de la tropa; y por eso es
bueno que se sepa que después del
genocidio de la Ciénaga, del aniquilamiento de los fugitivos en la Zona y de
los inicuos consejos de guerra a los dirigentes obreros, el carnicero vistió su
mejor atuendo marcial y celebró el triunfo de la “gente decente” y de la
“inversión extranjera” sobre la "guacherna”, con un baile suntuoso en el
regimiento Córdoba, al cual asistió la alta directiva de la United, los
abogados mercenarios y toda la aristocracia bananera criolla, intermediaria,
parásita, holgazana y servil, cuyos intereses había salvaguardado, junto con
los yanquis, el ejército de Colombia.
La mala suerte le amargó
el final de la grandiosa fiesta al invicto pacificador de la guacherna
levantisca. Cierta próspera industria cervecera acababa de inaugurar en la
ciudad una moderna planta para producir allí mismo sus exquisitas bebidas. Al
tener conocimiento de la proximidad del baile en honor del héroe, los
obsequiosos cerveceros enviaron varias cajas de cortesía al festejo. Cortés
Vargas lo supo, y después de haber ingerido dosis fenomenales de whisky,
decidió aplacar su sed de guerrero bogotano en Ciénaga con otra dosis no menos
caudalosa de cerveza, con la consecuencia de que sufrió una intoxicación
apocalíptica. Al día siguiente, en medio de las cefalalgias, los trastornos y
las náuseas de ese guayabo demoniaco, declaró a gritos que todo había sido un
complot comunista para envenenarlo y ordenó que la tropa ocupara la planta de
respetable consorcio cervecero y suspendiera culatazos la producción del
brebaje magnicida. La orden je jefe civil u militar de la Zona se cumplió en el
acto, ante el estupor de ingenieros y gerentes, cuyas protestas les acarrearon
los vejámenes de la soldadesca. Expulsados de su lugar de trabajo, los
ejecutivos de la empresa se dirigieron por inalámbrico a las altas directivas,
las cuales, a su vez, apelaron al presidente Abadía. El primer mandatario,
estupefacto, llamó a su inolvidable ministro de guerra Ignacio Rengifo, quien,
como avezado dipsómano, entendió el caso y envió órdenes inmediatas para que
las fuerzas del orden evacuaran la planta y permitieran que alas actividades
productivas continuaran. Los daños fueron reparados por cuenta del Estado, y el
ministro de guerra dio al general Cortés Vargas todas las garantías de que su
intoxicación había obedecido más a su imprudencia que a las insidias de los
envenenadores profesionales venidos de Moscú directamente a Santa Marta.
El gobierno procedió
inmediatamente a recompensar los méritos del Pacificador de Las Bananeras,
nombrándolo director de la Policía Nacional. Su prestigio estaba intacto ante
la clase dirigente, al cual sólo vino a excomulgarlo sin remisión posible
cuando en las jornadas cívicas de junio de 1929 contra la corruptela
administrativa, los caballos de la policía cargaron contra la gente bien de
Bogotá, dejando como saldo de su intervención unos cuantos contusos. La burguesía,
que lo había absuelto por los tres mil muertos de Las Bananeras, lo condenó
para siempre al ostracismo y al escarnio público por los aporreados en las
calles de Bogotá. Era natural. En la sociedad de clases, todo tiene sello de
clase. Inclusive la muerte.
Bibliografía
-Alfredo
Iriarte, ¡Que viene Cortés Vargas! ,
en Lo que lengua mortal decir no pudo, Instituto Colombiano de Cultura, pp.
88-95, 1979.
-Carlos
Uribe Celis, Los Años Veinte en Colombia,
Ideología y Cultura, Ediciones Alborada, Bogotá, 1991.
-Fernando González, Ricardo Rendón, en Rendón, Editorial Colina, Medellín, 1976.
-Germán Colmenares, Ricardo Rendón. Una fuente para la historia de la opinión publica, TM
Editores, Universidad del Valle, Banco de la República, Colciencias, 1998.
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