Apreciada Rosario.
Escribir sobre la adaptación
de la obra de Andrés ha sido un ejercicio difícil de realizar. Me demoré para
ir a verla más de lo esperado, teniendo en cuenta que su estreno fue a finales de octubre. Siempre miraba la página de cine y aplazaba mi visita para el día
siguiente, hasta que sólo quedó en una sala acá en Bogotá, Cine Colombia
Avenida Chile. Decidí salir de esa necesidad intelectual apenas el pasado
viernes 4 de diciembre, sorprendido por sentirme en un recinto a medio llenar, y repleto de jovencitos, no
sé si empantanados. Me pregunté entonces por qué el aguante de esta cinta
nacional en la empresa de exhibición cinematográfica más grande del país, lo
que tuvo una respuesta rápida al ver los créditos y denotar que es
patrocinadora de la producción, así la sostuvieron unas semanas hasta el día de
hoy -10 de diciembre-, que ya el programa publicado en la prensa, no la pone en
sus horarios.
En el pasado Festival de
Cine de Cali escuche como le preguntaban a dos caicedianos versados de la obra
y cercanos al escritor, si habían visto la película de Carlos Moreno, ellos,
como evitando la conversa, salieron del tema y se escabulleron entre los afanes
de tanto programa por ver y disfrutar. En Bogotá, en la mesa de una cafetería
en plena séptima, la pregunta volvió a surgir, “ya vieron ¡Que Viva la
Música!”, y parte de los comensales atinaron con un sí, otros como yo hicieron
silencio y escucharon la desaprobación a la obra, y la recia queja que
insinuaba la invisibilidad de Andrés Caicedo en sus ideas centrales, en el
espíritu de su obra póstuma, y en la desacertada escogencia de su alma: María
del Carmen Huerta, nuestra rubia, rubísima.
Al salir de cine pensé
que tal vez el director pudo haber desarrollado un ensayo documental libre,
entrelazando entrevistas de la época en el que se escribió el libro, e
intercalando algunas de las escenas bien logradas con esa música afroantillana
que nos envuelve hasta desatar en nuestros músculos esas ganas de bailar, la
que nos ofrece el libro, la de las rumbas setenteras. Tal vez así, se hubieran
solucionado tantos inconvenientes de retratar una época en su contexto
cultural, económico, social, y político; jugando con el archivo fílmico,
fotográfico, y documental; llevándonos al pasado, y ubicándonos en el presente.
La dicción fuera de
pantalla o fuera de campo, que reconocemos en la jerga fílmica como voz en off, es usada constantemente en
las películas como alternativa de la narración; ligada a un debate interesante
que estipula si esa voz debe ser emitida por un personaje invisible pero
presente en la escena, o a los sonidos emitidos por un personaje no presente en
la escena[1]. En ¡Que Viva la Música!
este recurso es sobreexplotado desde el inicio hasta el final, no hay
alternativa, ya sabes la cita que sigue apenas escuchas las primeras líneas de
la protagonista, y reconoces algo de la puesta en escena en relación a la obra,
pareciera que es necesario que silencié, no module, que no sea ella misma en su
interpretación de María del Carmen, que oculte su falta de capacidad para
sintonizarse con el personaje, y de rienda suelta a la aventura que significa
tomarse a Cali y el mundo en medio de tanta salsa y violencia.
Con respecto a la relación
cine y literatura, a la adaptación de una obra relevante llevada al lienzo, esta
siempre ha sido problemática, llena de dudas y sospechas, “para la muestra un botón”,
dijo la modista y el crítico de cine desde principios del siglo XX. Para los conocedores
del libro, algunos más románticos que otros, hubiera sido esencial retratar la
ciudad que nos narra Andrés, la de finales de los años sesentas e inicios de
los setentas, labor posible en la acertada dirección de arte tan necesaria para
crear ambientes del pasado, pero que no es tenida en cuenta en la
interpretación que Moreno hace del texto, él asume otro momento, otra Cali,
otro movimiento de la ciudad, la descontextualiza queriendo acercarse al espacio
que nos presenta Caicedo, pone elementos de ese periodo en nuestro presente, y
allí, como dice Luis Alfonso Londoño, el personaje del cortometraje Agarrando Pueblo: “Como yo me gusta es confundir, cuando quieren es que los desconfunda”.
Los tres personajes
masculinos que cruzan la vida de “la rubia”: Ricardito “el miserable”, Rubén
Paces “el programador de discoteca de fiestas”, y Bárbaro “el larguirucho de
pelo muy indio y mentón prominente”; parecen tener mejor aceptación en sus
roles decadentes, muy ligados a los personajes que ya el director nos ha
mostrado en Perro come perro -2007-, Todos tus muertos -2011-, y El cartel de los sapos -2011-. Así, que
su trabajo en la dirección actoral, tal vez estuvo más acertada al tipo de
personaje que se le presentaba en el libro, pero este trabajo, en función a la
actriz que debería llevar el ritmo en la cinta, es menguado por la falta de acción
en representar su papel.
Ante la pregunta que me
hizo una acompañante de butaca: ¿Dónde está Andrés Caicedo en la película ¡Que
Viva la Música!? Atine a contestar: en una escena donde aparecen una serie de
imágenes, carteles de cantantes y actores, allá, en la punta de la pared,
estaba Andrés, sentado sobre un colchón, con un libro atrás, melenudo, con
gafas grandes, relajado, agarrando con su mano izquierda la derecha, en Ciudad
Solar, un día cualquiera de 1972 cuando fue atrapado para la eternidad por
Eduardo Carvajal.
Finalmente, esta cinta
funciona para los que no han leído la obra y observan una historia cargada de
caleñidad expresada en el acento, las calles exhibidas, y los espacios públicos
ya representativos de una cinematografía constante desde mediados de siglo
pasado, con música que reconocemos inmediatamente ante los ecos salseros que
aprobamos, y la violencia que se hace familiar por sentirla, leerla, y
observarla. Sin embargo, para los que reconocen la obra de Andrés Caicedo, hay
desencuentros constantes entre lo expresado por el escritor, y la interpretación del cineasta: Allí, la ciudad es
invisible, el personaje central no sintoniza, y nos quedamos sin que viva la
música.
Atte.
Yamid.
Desde
el Rincón de Teusaquillo.
Nota: No soy crítico
cinematográfico, pero asumo el hecho fílmico de una obra como mecanismo de interpretación
que puede pasar por el sesgo personal de
un conocimiento basado en la poca experiencia de ser investigador de la
historia del cine. También aclaro que me alejé de lecturas críticas sobre la
película, hasta que escribiera este texto a pedido –indirectamente- de la
hermana de Andrés Caicedo.
[1]Jacques Aumont y Michel Marie, Diccionario teórico y crítico del cine,
la marca editora, Buenos Aires, 2001.
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