17.7.18

Ingmar Bergman: arte y vida en un autor de 100 años (3era parte)


Artistas y bromistas
Un último e importante grupo de motivos en Bergman es el que versa sobre el arte y el artista. Eso lo denota, sino otra cosa, el hecho de que muchos de sus filmes se desarrollen en ambientes artísticos: el estudio de cine, en Prisión; el Ballet de la Real Opera, en Juegos de verano; el circo, en Noche de circo; las juglerías medievales, en El séptimo sello; el “teatro mágico de salud”, en El rostro; y, como es natural, el verdadero “teatro” en filmes tan distintos entre sí como Persona, El rito y Fanny y Alexander.

Noche de circo, considerado por muchos como el verdadero primer filme clásico de Bergman, tuvo, ¡oh ironía!, un enorme fracaso de público. Sin embargo, al mismo tiempo, fue algo extrañamente coherente, ya que en él presenta Bergman por primera vez un colectivo de artistas, una compañía circense itinerante, cual chusma humillada, ahuyentada de un lugar para otro tanto por sus mandantes como por la policía. Esa película indica también en su retrato de caracteres y en sus elementos de trama–dentro-de-la-trama cuan fuertemente está dirigido por el universo ficticio de Bergman precisamente por la metáfora teatral de que: la vida es un teatro; Dios, un cruel director de teatro; y los seres humanos, marionetas; es decir, la existencia como una gran mascarada cósmica.



Un lenguaje simbólico similar es el que predomina en El rostro, que, en su época, fue motivo de vivos debates en las columnas de los diarios suecos debido a su figura de artista martirizado semejante a Cristo (en interpretación congenial de Max Von Sydow). En este filme, quizá más que en ninguna otra parte de la obra de Bergman, el artista destaca unas veces como servidor del templo y mago consagrado y respetado, y otras, como marginado y como ilusionista y prestidigitador despreciado.

La problemática del artista llegaría a su culmen en Persona y en las tres películas siguientes: La hora del lobo (1968), La vergüenza (1968), y Pasión (1969). Estas han sido llamadas a veces la “segunda trilogía” de Bergman, ya que todas ellas describen de una u otra forma, el papel cada vez más insignificante del artista en la sociedad moderna. Ellos se reflejan, por lo menos, en el hecho de que la figura del artista quede progresivamente marginada en el filme respectivo. La primera película, parecida a una pesadilla, trata de un artista que es dominado y devorado, por así decir, por sus propios demonios internos; en la segunda, es un músico cuyo instrumento queda literalmente aplastado, mientras que el artista se ve reducido a una ruina humana –una víctima de la guerra que, lenta pero inexorablemente, se transforma en verdugo. En el último filme, la figura del artista como tal, en realidad, ha desaparecido por completo, a no ser que se vea un pálido y pervertido reflejo de él en el cínico y desilusionado arquitecto Vergerus (interpretado por Erland Josephson), que declara que, en la sociedad moderna, el arte es mantenido en vida únicamente por razones sentimentales.

Esa opinión queda reflejada, por lo demás, en cierta medida en las palabras del propio Bergman en “Ormskinnet” (La piel de serpiente), sus famosas palabras de agradecimiento con motivo del premio Erasmus:

“Así pues, si he de ser completamente sincero, veo el arte (y no sólo el arte cinematográfico) como carente de importancia. La literatura, la pintura, la música, el cine y el teatro se engendran y dan a luz a sí mismos. Nuevas mutaciones, nuevas combinaciones surgen y son aniquiladas; visto desde fuera, el movimiento parece nerviosamente vital…casi febril; se asemeja, a mi parecer, a una piel de serpiente llena de hormigas. La propia serpiente está muerta desde hace mucho, comida por dentro, privada de su veneno, pero la piel se mueve, llena de agitada vida… La religión y el arte son mantenidos en vida por razones sentimentales, como una cortesía convencional con el pasado.”

No obstante, la película asociada con esas palabras en la literatura sobre Bergman es, sobre todo, la de Persona, que resalta como una línea divisoria en la producción cinematográfica de Bergman, ya que no sólo constituye una especie de ajuste artístico de cuentas consigo mismo, sino también, estilísticamente, como el experimento más radical, con mucho, de Bergman. Ello queda de manifiesto, por ejemplo, en el famoso primer plano en que las mitades respectivas de los rostros de las dos protagonistas –Bibi Andersson y Liv Ullman- parecen fundidas sin sutura. Esta sola imagen se convierte en una imagen condensada y simbólica del filme en su conjunto, que, en su forma y en su temática, pone en entredicho tanto la identidad artística como la psicológica.


En calidad de tal, el filme es también, en último término, una prolongación de la estética onírica y de teatro de cámara seguidor de Strindberg, con que Bergman experimentó ya en Fresas salvajes. Allí, esa estética fue dirigida por una estructura narrativa fragmentada de corte modernista, filtrada por la memoria y los sueños del viejo protagonista de la película (interpretado por el director de cine mudo sueco Victor Sjöström en su último papel). Ello sería revelado, a su vez, por la trilogía sobre Dios, en la que Bergman aspiraba a dejar que el mundo despierto adoptara expresiones del sueño: dejar que su narración fílmica llegara a lo desembarazada y fantasmagóricamente desintegrado, que él considera que es lo más cercano a la esencia del cine. Según la estimación del propio Bergman, eso sólo lo ha logrado un par de veces en su carrera, por ejemplo, precisamente en Persona, “esa composición de distintas voces en el concertó grosso de una misma alma”.

El motivo del artista y la estética cinematográfica consciente de sí misma, relacionada con ese motivo, pasaría, sin embargo, a un segundo plano en los filmes de Bergman de los años setenta a favor de, como ya hemos visto más arriba, otras perentoriedades. Ello no impidió que la figura del artista tuviera un retorno grandioso, aunque irónico, en el último filme de Bergman, Fanny y Alexander. Eso ocurre, por una parte, en el retrato de la familia Ekdahl, que no en vano fue modelada conforme a la del mismo nombre, usada por Ibsen, familia amante de las mentiras vitales, con su afán de desempeñar papeles y con sus ingenuas decoraciones navideñas con carácter de mundonuevo. Es una temática que, como es natural, está representada principalmente por el joven protagonista del filme, Alexander (interpretado por Bertil Guve), que se ve obligado a sufrir por las dotes de su fantasía y su imaginación.

Con ello, volvemos a la linterna mágica del cuarto de los niños, al origen de todo: la imaginación poética. A la luz de ello, no resulta sorprendente que Bergman, por medio de la abuela paterna de Alexander, prefiera concluir toda su carrera cinematográfica con el famoso prólogo de la obra de Strindberg “El sueño”:

Todo puede ocurrir, todo es posible y probable. El tiempo y el espacio no existen; la imaginación urde y teje nuevas pautas sobre una base real insignificante.

Imágenes
-Folleto Ingmar Bergman, Maaret Koskinen.
-Liv Ullmann en la película Persona, 1966.   



14.7.18

Ingmar Bergman: arte y vida en un autor de 100 años (2da parte)

Fe y duda
Las películas iniciales de Bergman fueron marcadamente eclécticas, tanto en el estilo como en la elección de temas. Eso fue natural: por una parte, los cinco primeros filmes se basaron en obras literarias existentes; por otra parte, Bergman fue un verdadero autodidacta que, según él mismo, tomaba muchas cosas de otros y “buscaba a tientas estilos en vano”. Quizás donde más se note eso sea, sobre todo, en Llueve sobre nuestro amor (1946) y Skepp till Indialand (Barco a Italia, 1947), ambas inspiradas por el cine francés de entreguerras y por el llamado “realismo poético”, así como por el drama obrero Una mujer libre (1948), hecha conscientemente según el neorrealismo italiano. En realidad, Bergman se cuenta entre la generación de directores de cine suecos relativamente privilegiados que, al contrario que los creadores de cine in spe actuales, fuertemente presionados, pudieron aprender su profesión de directores a horas pagadas, por así decir, y, con ello, les estuvo permitido hacer varios experimentos hasta encontrar su propio estilo.

A pesar de la falta de independencia de las primeras películas, en ellas se puede presentir ya los contornos de lo que, con el tiempo, habría de ser una especie de rasgos particulares arquetípicos de Bergman. Uno es el de la problemática religiosa y, en último término, existencial, que, quizá más que ningún otro, ha contribuido a la fama de Bergman. Esta se apoya innegablemente, en especial desde una perspectiva internacional, en el hecho de que haya aportado al cine cuestiones que, tradicionalmente, pertenecen a los dominios de la filosofía y de la religión, y que, no hace tanto, eran pocos los que creían que pudiera ser tratadas por esta forma de expresión artística. ¡Por algo será si El séptimo sello es proyectado un par de veces al día, en promedio, durante todo el año en alguna parte de América del Norte!

Una película clave en este contexto es la de Prisión (1949), y es bastante significativo que fuera el primer filme dirigido por Bergman sobre guion propio, en el que formuló explícitamente el problema de la teodicea sobre el que había de volver en sus películas posteriores: “¿Es la Tierra el infierno y, en tal caso, hay también un Dios, y dónde está?” En esta narración, en apariencia completamente realista –por no decir naturalista-, sobre una joven de la calle y su martirio, es palpable la inclinación de Bergman a lo abstractamente representativo y, a veces, a lo puramente alegórico. Eso es seguramente influencia, en parte, del ambiente literario sueco de los años cuarenta, época en que, en palabras de Jörn Donner, “Camus, Kafka y Sartre eran los nombres del día”, y en que “los seres humanos se transformaban en un Sísifo, un K, un género humano sufriente”. No obstante, el hecho es que esa inclinación a lo abstractamente representativo iba a caracterizar el cine de Bergman hasta bien avanzada ya su carrera y, con ello, cabe decir que constituye un rasgo de su temperamento narrativo. Por citar el libro de Marianne Höök sobre Bergman, sus filmes “carecen de raigambre en un Aquí y Ahora…el ámbito de los planteamientos es el de temas humanos universales como el nacimiento, la muerte, el amor, el odio, Dios y el diablo”.

Un lugar especial entre las películas de tono religioso es, naturalmente, el de El séptimo sello, que, con su forma alegóricamente sencilla y su foto clásicamente rica en contrastes, hace que el caballero medieval Antonius Block (representado por Max Von Sydow) desafíe a la Muerte y, así, experimente la lucha existencial y la duda religiosa del hombre moderno. Sin embargo, la que constituye el culmen de la problemática religiosa es, naturalmente, la llamada trilogía sobre el silencio de Dios: Como en un espejo (1961), Los comulgantes (1963) y El silencio (1963). Fue aquí donde Bergman, según sus propias palabras, hizo “borrón y cuenta nueva” con su fe en Dios, “ese fárrago sagrado que tapa la vista”. Esas tres películas, bastante distintas entre sí, describen una problemática de la fe en tres estadios, o una “reducción”, como se expresa en el prólogo de Bergman al manuscrito publicado: un paso de la “certeza conquistada” a la “certeza desenmascarada” y, finalmente, “la impresión negativa”. El título de la última parte de la trilogía, El silencio, resulta, pues, significativo: lo que se describe aquí son personas abandonadas unas a otras en el vacío y el silencia que se ha apoderado de un mundo ateo.



Quizás sea sobre todo con esa trilogía, considerada por muchos como el culmen de la obra artística de Bergman, con la que éste muestre el alto grado en que sus filmes encajan en, y reflejan, el proyecto modernista que caracteriza el arte del siglo XX en general, proyecto que describe y al mismo tiempo constituye un signo de la crisis moderna: la rebelión contra las autoridades, la desintegración de los valores absolutos, la duda y la negación.

Sin embargo, la trilogía no es solamente una “reducción” en un sentido religioso, sino también en el estético, ya que es desde entonces cuando se considera que Bergman ha encontrado su propio estilo específicamente cinematográfico. Así se pudo señalar con cierto regocijo que el indomado eléctrico se había convertido en un esteta refinado, con un estilo difuminado y depurado. Eso se lo puede agradecer Bergman en gran medida al fotógrafo Sven Nykvist, con cuya ayuda elaboró lo que había de ser el famoso “tono ascético de grafito” en sus películas, abandonando la fotografía claroscuro y rica en contrastes, aunque a veces recargada, de sus filmes anteriores. Fue también entonces cuando Bergman comenzó a depurar los primeros planos que sustituyeron, en parte, a los prolijos diálogos de su cine anterior y que, con el tiempo, se destacaron como cada vez más centrales en su estética cinematográfica. No por nada, el primer plano ha sido considerado como una “rúbrica” de Bergman y como un verdadero “icono”.

Después de aquella trilogía, Bergman sólo rozaría una problemática religiosa o cristiana indirectamente o de forma irónica. Ella no impide, sin embargo, que, en ocasiones, haya recaído en un lenguaje formal con tonos más o menos religiosos.

Así, por ejemplo, la decidida, y al mismo tiempo inexplicable, luz que, súbita y extrañamente, estalla la forma misericordiosa, inundando a alguien que sufre o está oprimido, como el pescador maltratado en Pasión (1969) o la mujer agonizante en Gritos y susurros (1972). Con la desaparición del concepto de Dios del cine de Bergman, no quedó más que la impresión, por así decir, un resto o despojo de un mundo perdido.

 Hombres y mujeres.
Otro grupo de motivos cinematográficos que se considera que Bergman ha renovado, es la descripción del matrimonio y de la vida en común. Su enfoque, especialmente quizás desde una perspectiva internacional, fue percibido en su época como de una franqueza poco corriente y de un realismo nada romántico.

Esa fue la característica de una película tan temprana como Sed (1949) que, a pesar de estar basada en la colección de novelas cortas –con el mismo título- de la artista y escritora sueca Birgit Tengroth, describe el tedio matrimonial, y, a pesar de todo, la incapacidad de separarse de una forma considerada como típica de Bergman: el mensaje es que el infierno juntos resulta, al menos, mejor que el infierno solo.

Una posición especial en este campo la ocupa, no obstante, la serie de películas de orientación femenina, no raras veces en forma de comedia, aparecidas en la primera mitad de los años cincuenta: Tres mujeres (1952), Una lección de amor (1954), Sonrisas de una noche de verano (1955) y, en cierta medida, también Sueños (1955). Según el propio Bergman, esas películas fueron rodadas por razones crudamente económicas, lo que no impide, por cierto, que en ellas demostrará ser un hábil constructor de intrigas y diálogos cómicos, no raras veces con la punta dirigida contra las pretensiones y subterfugios de los miembros de su propio sexo. Así, hace constatar en uno de esos filmes a su primera actriz Eva Dahlbeck, nombrada por él mismo su “acorazado La Feminidad” que “los hombres no son más que niños con genitales adultos”. Fue también aquí donde Bergman había de mostrar su talento en la dirección magistral y milagrosamente potenciadora de sus artistas, habilidad por la que luego ha conseguido tanta fama. Ello queda de manifiesto en especial en la desembarazada elegancia del intercambio de virulencias y bostezos matrimoniales entre Eva Dalbeck y Gunnar Björnstrand en la conocida escena del ascensor, en Tres mujeres.

El apogeo de esa serie es, sin embargo, Sonrisas de una noche de verano, inspirada en su propia escenificación de “La viuda alegre”, que puede ser considerada como pieza maestra del “drama cinematográfico bien hecho”. (Fue precisamente con ese filme con el que Bergman gano su primer gran premio internacional en el festival de Cannes). También en este filme son las mujeres las que dirigen la lucha de los sexos mientras que los hombres no raras veces llevan la de perder. Así, por ejemplo, el memo macho militar, papel desempeñado por el artista Jarl Kulle, que con enfatuado acento de clase alta del sur de Suecia hace saber al comienzo del filme que muy bien puede “tolerar que se maquine algo con mi mujer, pero si alguien toca a mi querida, ¡entonces me vuelvo un tigre!”, todo para, al final, con la precisión matemática intelectual y estratégica de la farsa, verse obligado a decir lo mismo, pero al revés.



Entre las películas de Bergman orientadas a las relaciones y a las mujeres hay que contar también Un verano con Monika (1953), en especial por la sensación que causó con sus imágenes desnudas de la protagonista (papel desempeñado por Harrier Andersson), escenas sumamente inocentes en términos actuales. Cabe recordar en este contexto que la película llegó a la saga del filme de Arne Mattsson Hon dansade en sommar (Ella bailó un verano, 1951), que fue el que hizo mundialmente famoso el concepto del "pecado sueco”. Hay que añadir además que, en el extranjero, y sobre todo en Francia, la película fue percibida como muy sueca y, por ende, exótica. Entre ello se contaba la sensibilidad de Bergman respecto a la naturaleza y a los cambios de las estaciones del año, a la luz nórdica y al verano como símbolo paradisíaco, cosa que se desprende incluso de los mismos títulos: aparte de los dos últimos citados, Bergman ha hecho también Juegos de verano (1951) y Fresas salvajes (1957).

No obstante, Bergman ya no había de volver sobre los retratos matrimoniales y de la vida en común en su forma más depurada hasta los años setenta, un decenio en que, tanto por lo que se refiere a la elección de tema como a la forma de distribución, intentó conscientemente llegar a un público más amplio. El primero de esos filmes fue La carcoma (1971), primera producción no totalmente sueca de Bergman y, además, con una “estrella” conocida internacionalmente como protagonista masculino, Elliot Gould. Un par de años después salió la serie televisada Secretos de un matrimonio (distribuida en el extranjero en versión para el cine), que, a juzgar por todo, tuvo la rara capacidad de dar al espectador directamente en plexo solar, al menos según los asombrados estadísticos que comunicaron que, a raíz de la serie, se pudo constatar una cota máxima de divorcios, estadísticamente significativa, tanto en Dinamarca como en Suecia.

Imágenes

-Los comulgantes (1963)
-El séptimo sello (1957)



12.7.18

Ingmar Bergman: arte y vida en un autor de 100 años (1era parte)


Se cumplen 100 años del natalicio de Ingmar Bergman (1918-2007), uno de los autores cinematográficos más relevantes dentro del escenario creativo del séptimo arte, director cuya carrera inicia en 1944, atravesando la mitad del siglo XX hasta el año 2003. Celebrando su vida y obra, traemos a los lectores -en tres partes- una crónica escrita por Maaret Koskinen, especialista en el director sueco, y quien la presentó en un ciclo exhibido en los años noventa, publicada en un pequeño folleto divulgativo que desarrolla una amplia reflexión que reseña obras fílmicas y memorias. Un motivo conmemorativo para volver al director, ver algunas de sus películas, y redescubrir con esta lectura su arte.  

Ingmar Bergman
Svenska Institutet
Retratos suecos
Estocolmo
1993-1996
Impreso en Suecia por BTJ Tryck AB, Lund, 1996

Ingmar Bergman es, sin duda alguna, uno de los suecos más conocidos internacionalmente. No sólo es el mayor cineasta que haya tenido Suecia en todos los tiempos, sino que además se cuenta entre las principales figuras del arte cinematográfico en general. En realidad, Bergman pertenece a un grupo relativamente pequeño y exclusivo de productores de cine –un Fellini, un Antonioni, un Tarkovski- cuyo apellido raras veces necesita ir acompañado del nombre: “Bergman” es, en sí, todo un concepto, una “marca comercial” por así decir.

La carrera cinematográfica de Bergman es única ya por su mera amplitud. Desde su estreno como director de la película Crisis (1946) hasta Fanny y Alexander (1982), tuvo tiempo de hacer más de cuarenta filmes, varios de los cuales –por ejemplo, Noche de circo (1953), El séptimo sello (1957), Fresas salvajes (1957), El silencio (1963) y Persona (1966)- se cuentan entre los clásicos absolutos de la cinematografía. No obstante, lo verdaderamente único de Bergman y que, con toda seguridad, ha contribuido a hacerle mundialmente famoso, es su capacidad para utilizar el medio de comunicación del cine –por su carácter, tanto industria como arte- como una forma de expresión profundamente personal, igual de idónea para describir un problema existencial o psicológico que un mundo lleno de acción, físicamente tangible.

Paralelamente con su carrera cinematográfica, Bergman ha actuado además como director de teatro, campo en el que ha escenificado un sinfín de obras, tanto en Suecia como en el extranjero. En realidad, fue en el teatro donde el joven estudiante Bergman inició su carrera de director, que, en el momento de escribir estas líneas, está en pleno apogeo. “Del teatro”, ha dicho el propio Bergman, “tendrá que sacarme con los pies por delante.”


Antecedentes biográficos.
Ingmar Bergman nació en Uppsala el 14 de julio de 1919, hijo de Karin, apellidada de nacimiento Akerblom, y de Erik Bergman, pastor protestante y, después, capellán real. Ya a la edad de diez años, Bergman tenía una “linterna mágica” que, según su propia descripción, era una “estrepitosa caja de hojalata con chimenea, lámpara de queroseno y películas sin fin que daban vueltas y más vueltas en una cinta” –una “maquina mágica” cuya luz parpadeante sobre la sábana colgada de su mamá él consideraba extrañamente “misteriosa y excitante”. Ese primitivo proyector de cine fue y ha seguido siendo para Bergman una especie de manantial creativo, lo que se desprende, si no de otra cosa, sí al menos del hecho de que surgiera tanto en las manos de la figura del mesmeriano y artista Vogler, en El rostro (1958), como en el cuarto del joven protagonista del filme con tonos autobiográficos Fanny y Alexander (1982). Tampoco es una casualidad precisamente que Bergman diera a sus memorias el título de Linterna Mágica (1987), por su juguete de la infancia.

De pequeño, Bergman tuvo también un teatro de marionetas, para el que él mismo hizo muñequitos, dibujo bastidores y escribió argumentos, actividad que en sus primeros años adolescentes amplio continuamente con “instalaciones de alumbrado, escenarios giratorios y corredizos: cosas grandes, sólidas, que llenaban todo mi cuarto, de forma que nadie podía entrar”.

Dicho de otra forma, ya en su infancia estuvo Bergman marcado por los dos campos a los que había de dedicar toda su vida profesional, o como él mismo lo expresó de adulto: el teatro, “la mujer fiel”, y el cine, “la querida costosa”.

Sin embargo, los años de la infancia fueron muy importantes para las actividades futuras de Bergman también de otras formas. Por una parte, como fuente de inspiración inagotable del proceso creador en sí: “Todavía puedo”, escribe en Linterna Mágica, “recorrer el paisaje de mi infancia y volver a sentir luces, olores, gentes, espacios, momentos, gestos, acentos y objetos”. Por otra parte, la infancia ha tenido importancia asimismo en un sentido más específico. Ello se refiere, sobre todo, a la relación con los padres, cargada de conflictos, que, como lo ha atestiguado Bergman varias veces en el curso de los años, ha tenido su expresión en una serie de grupos de temas y motivos. Entre ellos se cuentan, por ejemplo, el acusado tema de la verdad y la mentira, así como el motivo de la humillación en los filmes problematizantes de Bergman, donde el artista, no es distinto del niño inmerso en una estructura familiar de férrea disciplina, se encuentra relegado al escalón más bajo de la estructura de poder organizada jerárquicamente en una sociedad.

También por lo demás, la obra cinematográfica de Bergman parece proceder de una fuente de lo privado y la experiencia personal. “La producción de Bergman”, escribió ya su biógrafa temprana Marianne Höök, “es íntimamente autobiográfica, todo un gran drama en primera persona, un monólogo para muchas voces”. Según ciertos expertos en Bergman, se puede incluso vislumbrar una especie de “curva vital” autobiográfica en la misma cronología de las películas: los jóvenes vulnerables ante un mundo adulto falto de comprensión, en los filmes tempranos; los problemas de la sexualidad y el matrimonio, en las películas más maduras de la primera mitas de los años cincuenta; la problemática religiosa y artística, que caracterizó la producción de finales de los años cincuenta y gran parte de los sesenta; así como también los filmes de orientación psicoanalítica de las décadas séptima y octava, que incluso llegan a adoptar la forma de verdaderos autoanálisis en los que los personajes parecen ser más bien facetas de una misma psique o de un mismo narrador. En esa evolución se puede adivinar una especie de alegoría “sobre el progreso del alma y, por inferencia, el alma del hombre moderno”, según palabras de la sueco-estadounidense Birgitta Steene, estudiosa de Bergman.


Esas conexiones autobiográficas han sido confirmadas en parte por el propio Bergman en Imágenes, el libro de recuerdos de sus películas en el que, como él mismo lo expresa, “da cuenta de las fuentes”, “de qué entrañas y partes del cuerpo, experiencias y recuerdos” han surgido sus filmes. Además, en los últimos los años, Bergman ha abordado un proyecto literario –el manuscrito combinado de la novela-película Las mejores intenciones (1991) y el manuscrito del filme Niños de domingo (1992), este último dirigido por su hijo Daniel Bergman- en el que intenta hacer un retrato más matizado de sus padres y de su infancia. Es un retrato que, al mismo tiempo, puede ser interpretado como una aportación más al autoanálisis alegórico que se puede decir que describe el cine de Bergman: “Fue”, como dijo él mismo a propósito de Las mejores intenciones, “una imagen muy particular la que saqué (…) Puede ser mi Madre. Puede ser mi padre. Pero también puedo ser yo.”

Motivos, estilo, evolución artística
Resulta, pues, evidente que Ingmar Bergman es una persona para la que el arte y vida es todo uno. No obstante, hay razones para advertir contra la interpretación de su obra a partir de unos datos demasiado estrechamente biográficos. En tal caso, no sólo se corre el riesgo de acabar en un enojoso culto a la personalidad, sino que, lo que es peor, la obra de Bergman, las mismas películas, corre paradójicamente el riego de pasar a segundo plano, mientras que “el diagnóstico” de la (pretendida) salud anímica del autor se convierte, por así decir, en la cuestión principal. Como ya señalaba el escritor y crítico cultural Jörn Donner en su libro sobre Bergman, a propósito del intenso interés por la persona de éste que caracterizó desde el principio de su carrera especialmente a los escritores suecos: “Se busca el rostro de Bergman, su alma, pero se olvida buscar el rostro que muestran sus filmes”.

Como contrapeso, cabe señalar la sorprendente variedad con que Bergman ha sabido configurar el campo que se labró desde una fase temprana, en el que los componentes temáticos y estilísticos, de un filme de Bergman a otro, de un decenio a otro, experimentaron continuos deslizamientos, nuevas cargas de contenido y cambios de significado. En realidad, eso se ha producido en un grado tal, que la obra de Bergman difícilmente puede ser clasificada en una curva evolutiva lineal en sentido tradicional. Su evolución artística adopta más bien la forma de una especie de espiral, que repite movimientos similares en una forma de fases cíclicas, aunque a distinto nivel cada vez.

Imágenes
-Portada de las memorias "La linterna mágica" de Ingmar Bergman. 

-Afiche de la película "Hets" -tortura- 1944, de   con guión de Bergman. https://www.filmaffinity.com/co/film262503.html