17.7.18

Ingmar Bergman: arte y vida en un autor de 100 años (3era parte)


Artistas y bromistas
Un último e importante grupo de motivos en Bergman es el que versa sobre el arte y el artista. Eso lo denota, sino otra cosa, el hecho de que muchos de sus filmes se desarrollen en ambientes artísticos: el estudio de cine, en Prisión; el Ballet de la Real Opera, en Juegos de verano; el circo, en Noche de circo; las juglerías medievales, en El séptimo sello; el “teatro mágico de salud”, en El rostro; y, como es natural, el verdadero “teatro” en filmes tan distintos entre sí como Persona, El rito y Fanny y Alexander.

Noche de circo, considerado por muchos como el verdadero primer filme clásico de Bergman, tuvo, ¡oh ironía!, un enorme fracaso de público. Sin embargo, al mismo tiempo, fue algo extrañamente coherente, ya que en él presenta Bergman por primera vez un colectivo de artistas, una compañía circense itinerante, cual chusma humillada, ahuyentada de un lugar para otro tanto por sus mandantes como por la policía. Esa película indica también en su retrato de caracteres y en sus elementos de trama–dentro-de-la-trama cuan fuertemente está dirigido por el universo ficticio de Bergman precisamente por la metáfora teatral de que: la vida es un teatro; Dios, un cruel director de teatro; y los seres humanos, marionetas; es decir, la existencia como una gran mascarada cósmica.



Un lenguaje simbólico similar es el que predomina en El rostro, que, en su época, fue motivo de vivos debates en las columnas de los diarios suecos debido a su figura de artista martirizado semejante a Cristo (en interpretación congenial de Max Von Sydow). En este filme, quizá más que en ninguna otra parte de la obra de Bergman, el artista destaca unas veces como servidor del templo y mago consagrado y respetado, y otras, como marginado y como ilusionista y prestidigitador despreciado.

La problemática del artista llegaría a su culmen en Persona y en las tres películas siguientes: La hora del lobo (1968), La vergüenza (1968), y Pasión (1969). Estas han sido llamadas a veces la “segunda trilogía” de Bergman, ya que todas ellas describen de una u otra forma, el papel cada vez más insignificante del artista en la sociedad moderna. Ellos se reflejan, por lo menos, en el hecho de que la figura del artista quede progresivamente marginada en el filme respectivo. La primera película, parecida a una pesadilla, trata de un artista que es dominado y devorado, por así decir, por sus propios demonios internos; en la segunda, es un músico cuyo instrumento queda literalmente aplastado, mientras que el artista se ve reducido a una ruina humana –una víctima de la guerra que, lenta pero inexorablemente, se transforma en verdugo. En el último filme, la figura del artista como tal, en realidad, ha desaparecido por completo, a no ser que se vea un pálido y pervertido reflejo de él en el cínico y desilusionado arquitecto Vergerus (interpretado por Erland Josephson), que declara que, en la sociedad moderna, el arte es mantenido en vida únicamente por razones sentimentales.

Esa opinión queda reflejada, por lo demás, en cierta medida en las palabras del propio Bergman en “Ormskinnet” (La piel de serpiente), sus famosas palabras de agradecimiento con motivo del premio Erasmus:

“Así pues, si he de ser completamente sincero, veo el arte (y no sólo el arte cinematográfico) como carente de importancia. La literatura, la pintura, la música, el cine y el teatro se engendran y dan a luz a sí mismos. Nuevas mutaciones, nuevas combinaciones surgen y son aniquiladas; visto desde fuera, el movimiento parece nerviosamente vital…casi febril; se asemeja, a mi parecer, a una piel de serpiente llena de hormigas. La propia serpiente está muerta desde hace mucho, comida por dentro, privada de su veneno, pero la piel se mueve, llena de agitada vida… La religión y el arte son mantenidos en vida por razones sentimentales, como una cortesía convencional con el pasado.”

No obstante, la película asociada con esas palabras en la literatura sobre Bergman es, sobre todo, la de Persona, que resalta como una línea divisoria en la producción cinematográfica de Bergman, ya que no sólo constituye una especie de ajuste artístico de cuentas consigo mismo, sino también, estilísticamente, como el experimento más radical, con mucho, de Bergman. Ello queda de manifiesto, por ejemplo, en el famoso primer plano en que las mitades respectivas de los rostros de las dos protagonistas –Bibi Andersson y Liv Ullman- parecen fundidas sin sutura. Esta sola imagen se convierte en una imagen condensada y simbólica del filme en su conjunto, que, en su forma y en su temática, pone en entredicho tanto la identidad artística como la psicológica.


En calidad de tal, el filme es también, en último término, una prolongación de la estética onírica y de teatro de cámara seguidor de Strindberg, con que Bergman experimentó ya en Fresas salvajes. Allí, esa estética fue dirigida por una estructura narrativa fragmentada de corte modernista, filtrada por la memoria y los sueños del viejo protagonista de la película (interpretado por el director de cine mudo sueco Victor Sjöström en su último papel). Ello sería revelado, a su vez, por la trilogía sobre Dios, en la que Bergman aspiraba a dejar que el mundo despierto adoptara expresiones del sueño: dejar que su narración fílmica llegara a lo desembarazada y fantasmagóricamente desintegrado, que él considera que es lo más cercano a la esencia del cine. Según la estimación del propio Bergman, eso sólo lo ha logrado un par de veces en su carrera, por ejemplo, precisamente en Persona, “esa composición de distintas voces en el concertó grosso de una misma alma”.

El motivo del artista y la estética cinematográfica consciente de sí misma, relacionada con ese motivo, pasaría, sin embargo, a un segundo plano en los filmes de Bergman de los años setenta a favor de, como ya hemos visto más arriba, otras perentoriedades. Ello no impidió que la figura del artista tuviera un retorno grandioso, aunque irónico, en el último filme de Bergman, Fanny y Alexander. Eso ocurre, por una parte, en el retrato de la familia Ekdahl, que no en vano fue modelada conforme a la del mismo nombre, usada por Ibsen, familia amante de las mentiras vitales, con su afán de desempeñar papeles y con sus ingenuas decoraciones navideñas con carácter de mundonuevo. Es una temática que, como es natural, está representada principalmente por el joven protagonista del filme, Alexander (interpretado por Bertil Guve), que se ve obligado a sufrir por las dotes de su fantasía y su imaginación.

Con ello, volvemos a la linterna mágica del cuarto de los niños, al origen de todo: la imaginación poética. A la luz de ello, no resulta sorprendente que Bergman, por medio de la abuela paterna de Alexander, prefiera concluir toda su carrera cinematográfica con el famoso prólogo de la obra de Strindberg “El sueño”:

Todo puede ocurrir, todo es posible y probable. El tiempo y el espacio no existen; la imaginación urde y teje nuevas pautas sobre una base real insignificante.

Imágenes
-Folleto Ingmar Bergman, Maaret Koskinen.
-Liv Ullmann en la película Persona, 1966.   



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