Artistas y bromistas
Un último e importante grupo
de motivos en Bergman es el que versa sobre el arte y el artista. Eso lo
denota, sino otra cosa, el hecho de que muchos de sus filmes se desarrollen en
ambientes artísticos: el estudio de cine, en Prisión; el Ballet de la Real Opera, en Juegos de verano; el circo, en Noche
de circo; las juglerías medievales, en El
séptimo sello; el “teatro mágico de salud”, en El rostro; y, como es natural, el verdadero “teatro” en filmes tan
distintos entre sí como Persona, El rito y
Fanny y Alexander.
Noche de circo, considerado por muchos como
el verdadero primer filme clásico de Bergman, tuvo, ¡oh ironía!, un enorme
fracaso de público. Sin embargo, al mismo tiempo, fue algo extrañamente
coherente, ya que en él presenta Bergman por primera vez un colectivo de
artistas, una compañía circense itinerante, cual chusma humillada, ahuyentada
de un lugar para otro tanto por sus mandantes como por la policía. Esa película
indica también en su retrato de caracteres y en sus elementos de trama–dentro-de-la-trama
cuan fuertemente está dirigido por el universo ficticio de Bergman precisamente
por la metáfora teatral de que: la vida es un teatro; Dios, un cruel director
de teatro; y los seres humanos, marionetas; es decir, la existencia como una
gran mascarada cósmica.
Un lenguaje simbólico similar
es el que predomina en El rostro,
que, en su época, fue motivo de vivos debates en las columnas de los diarios
suecos debido a su figura de artista martirizado semejante a Cristo (en
interpretación congenial de Max Von Sydow). En este filme, quizá más que en
ninguna otra parte de la obra de Bergman, el artista destaca unas veces como
servidor del templo y mago consagrado y respetado, y otras, como marginado y
como ilusionista y prestidigitador despreciado.
La problemática del artista
llegaría a su culmen en Persona y en
las tres películas siguientes: La hora
del lobo (1968), La vergüenza (1968), y Pasión
(1969). Estas han sido llamadas a veces la “segunda trilogía” de Bergman,
ya que todas ellas describen de una u otra forma, el papel cada vez más
insignificante del artista en la sociedad moderna. Ellos se reflejan, por lo
menos, en el hecho de que la figura del artista quede progresivamente marginada
en el filme respectivo. La primera película, parecida a una pesadilla, trata de
un artista que es dominado y devorado, por así decir, por sus propios demonios
internos; en la segunda, es un músico cuyo instrumento queda literalmente
aplastado, mientras que el artista se ve reducido a una ruina humana –una víctima
de la guerra que, lenta pero inexorablemente, se transforma en verdugo. En el último
filme, la figura del artista como tal, en realidad, ha desaparecido por
completo, a no ser que se vea un pálido y pervertido reflejo de él en el cínico
y desilusionado arquitecto Vergerus (interpretado por Erland Josephson), que
declara que, en la sociedad moderna, el arte es mantenido en vida únicamente
por razones sentimentales.
Esa opinión queda reflejada,
por lo demás, en cierta medida en las palabras del propio Bergman en “Ormskinnet”
(La piel de serpiente), sus famosas palabras de agradecimiento con motivo del
premio Erasmus:
“Así pues, si he de ser completamente sincero, veo el arte (y no sólo el
arte cinematográfico) como carente de importancia. La literatura, la pintura,
la música, el cine y el teatro se engendran y dan a luz a sí mismos. Nuevas
mutaciones, nuevas combinaciones surgen y son aniquiladas; visto desde fuera,
el movimiento parece nerviosamente vital…casi febril; se asemeja, a mi parecer,
a una piel de serpiente llena de hormigas. La propia serpiente está muerta
desde hace mucho, comida por dentro, privada de su veneno, pero la piel se
mueve, llena de agitada vida… La religión y el arte son mantenidos en vida por
razones sentimentales, como una cortesía convencional con el pasado.”
No obstante, la película
asociada con esas palabras en la literatura sobre Bergman es, sobre todo, la de
Persona, que resalta como una línea
divisoria en la producción cinematográfica de Bergman, ya que no sólo
constituye una especie de ajuste artístico de cuentas consigo mismo, sino
también, estilísticamente, como el experimento más radical, con mucho, de
Bergman. Ello queda de manifiesto, por ejemplo, en el famoso primer plano en
que las mitades respectivas de los rostros de las dos protagonistas –Bibi
Andersson y Liv Ullman- parecen fundidas sin sutura. Esta sola imagen se
convierte en una imagen condensada y simbólica del filme en su conjunto, que,
en su forma y en su temática, pone en entredicho tanto la identidad artística
como la psicológica.
En calidad de tal, el filme es
también, en último término, una prolongación de la estética onírica y de teatro
de cámara seguidor de Strindberg, con que Bergman experimentó ya en Fresas salvajes. Allí, esa estética fue
dirigida por una estructura narrativa fragmentada de corte modernista, filtrada
por la memoria y los sueños del viejo protagonista de la película (interpretado
por el director de cine mudo sueco Victor Sjöström en su último papel). Ello
sería revelado, a su vez, por la trilogía sobre Dios, en la que Bergman
aspiraba a dejar que el mundo despierto adoptara expresiones del sueño: dejar
que su narración fílmica llegara a lo desembarazada y fantasmagóricamente
desintegrado, que él considera que es lo más cercano a la esencia del cine.
Según la estimación del propio Bergman, eso sólo lo ha logrado un par de veces
en su carrera, por ejemplo, precisamente en Persona,
“esa composición de distintas voces en el concertó grosso de una misma alma”.
El motivo del artista y la
estética cinematográfica consciente de sí misma, relacionada con ese motivo,
pasaría, sin embargo, a un segundo plano en los filmes de Bergman de los años
setenta a favor de, como ya hemos visto más arriba, otras perentoriedades. Ello
no impidió que la figura del artista tuviera un retorno grandioso, aunque
irónico, en el último filme de Bergman, Fanny
y Alexander. Eso ocurre, por una parte, en el retrato de la familia Ekdahl,
que no en vano fue modelada conforme a la del mismo nombre, usada por Ibsen,
familia amante de las mentiras vitales, con su afán de desempeñar papeles y con
sus ingenuas decoraciones navideñas con carácter de mundonuevo. Es una temática
que, como es natural, está representada principalmente por el joven
protagonista del filme, Alexander (interpretado por Bertil Guve), que se ve
obligado a sufrir por las dotes de su fantasía y su imaginación.
Con ello, volvemos a la
linterna mágica del cuarto de los niños, al origen de todo: la imaginación
poética. A la luz de ello, no resulta sorprendente que Bergman, por medio de la
abuela paterna de Alexander, prefiera concluir toda su carrera cinematográfica
con el famoso prólogo de la obra de Strindberg “El sueño”:
Todo puede ocurrir, todo es
posible y probable. El tiempo y el espacio no existen; la imaginación urde y
teje nuevas pautas sobre una base real insignificante.
Imágenes
-Folleto Ingmar Bergman, Maaret
Koskinen.
-Liv Ullmann en la película Persona, 1966.
No hay comentarios:
Publicar un comentario