14.7.18

Ingmar Bergman: arte y vida en un autor de 100 años (2da parte)

Fe y duda
Las películas iniciales de Bergman fueron marcadamente eclécticas, tanto en el estilo como en la elección de temas. Eso fue natural: por una parte, los cinco primeros filmes se basaron en obras literarias existentes; por otra parte, Bergman fue un verdadero autodidacta que, según él mismo, tomaba muchas cosas de otros y “buscaba a tientas estilos en vano”. Quizás donde más se note eso sea, sobre todo, en Llueve sobre nuestro amor (1946) y Skepp till Indialand (Barco a Italia, 1947), ambas inspiradas por el cine francés de entreguerras y por el llamado “realismo poético”, así como por el drama obrero Una mujer libre (1948), hecha conscientemente según el neorrealismo italiano. En realidad, Bergman se cuenta entre la generación de directores de cine suecos relativamente privilegiados que, al contrario que los creadores de cine in spe actuales, fuertemente presionados, pudieron aprender su profesión de directores a horas pagadas, por así decir, y, con ello, les estuvo permitido hacer varios experimentos hasta encontrar su propio estilo.

A pesar de la falta de independencia de las primeras películas, en ellas se puede presentir ya los contornos de lo que, con el tiempo, habría de ser una especie de rasgos particulares arquetípicos de Bergman. Uno es el de la problemática religiosa y, en último término, existencial, que, quizá más que ningún otro, ha contribuido a la fama de Bergman. Esta se apoya innegablemente, en especial desde una perspectiva internacional, en el hecho de que haya aportado al cine cuestiones que, tradicionalmente, pertenecen a los dominios de la filosofía y de la religión, y que, no hace tanto, eran pocos los que creían que pudiera ser tratadas por esta forma de expresión artística. ¡Por algo será si El séptimo sello es proyectado un par de veces al día, en promedio, durante todo el año en alguna parte de América del Norte!

Una película clave en este contexto es la de Prisión (1949), y es bastante significativo que fuera el primer filme dirigido por Bergman sobre guion propio, en el que formuló explícitamente el problema de la teodicea sobre el que había de volver en sus películas posteriores: “¿Es la Tierra el infierno y, en tal caso, hay también un Dios, y dónde está?” En esta narración, en apariencia completamente realista –por no decir naturalista-, sobre una joven de la calle y su martirio, es palpable la inclinación de Bergman a lo abstractamente representativo y, a veces, a lo puramente alegórico. Eso es seguramente influencia, en parte, del ambiente literario sueco de los años cuarenta, época en que, en palabras de Jörn Donner, “Camus, Kafka y Sartre eran los nombres del día”, y en que “los seres humanos se transformaban en un Sísifo, un K, un género humano sufriente”. No obstante, el hecho es que esa inclinación a lo abstractamente representativo iba a caracterizar el cine de Bergman hasta bien avanzada ya su carrera y, con ello, cabe decir que constituye un rasgo de su temperamento narrativo. Por citar el libro de Marianne Höök sobre Bergman, sus filmes “carecen de raigambre en un Aquí y Ahora…el ámbito de los planteamientos es el de temas humanos universales como el nacimiento, la muerte, el amor, el odio, Dios y el diablo”.

Un lugar especial entre las películas de tono religioso es, naturalmente, el de El séptimo sello, que, con su forma alegóricamente sencilla y su foto clásicamente rica en contrastes, hace que el caballero medieval Antonius Block (representado por Max Von Sydow) desafíe a la Muerte y, así, experimente la lucha existencial y la duda religiosa del hombre moderno. Sin embargo, la que constituye el culmen de la problemática religiosa es, naturalmente, la llamada trilogía sobre el silencio de Dios: Como en un espejo (1961), Los comulgantes (1963) y El silencio (1963). Fue aquí donde Bergman, según sus propias palabras, hizo “borrón y cuenta nueva” con su fe en Dios, “ese fárrago sagrado que tapa la vista”. Esas tres películas, bastante distintas entre sí, describen una problemática de la fe en tres estadios, o una “reducción”, como se expresa en el prólogo de Bergman al manuscrito publicado: un paso de la “certeza conquistada” a la “certeza desenmascarada” y, finalmente, “la impresión negativa”. El título de la última parte de la trilogía, El silencio, resulta, pues, significativo: lo que se describe aquí son personas abandonadas unas a otras en el vacío y el silencia que se ha apoderado de un mundo ateo.



Quizás sea sobre todo con esa trilogía, considerada por muchos como el culmen de la obra artística de Bergman, con la que éste muestre el alto grado en que sus filmes encajan en, y reflejan, el proyecto modernista que caracteriza el arte del siglo XX en general, proyecto que describe y al mismo tiempo constituye un signo de la crisis moderna: la rebelión contra las autoridades, la desintegración de los valores absolutos, la duda y la negación.

Sin embargo, la trilogía no es solamente una “reducción” en un sentido religioso, sino también en el estético, ya que es desde entonces cuando se considera que Bergman ha encontrado su propio estilo específicamente cinematográfico. Así se pudo señalar con cierto regocijo que el indomado eléctrico se había convertido en un esteta refinado, con un estilo difuminado y depurado. Eso se lo puede agradecer Bergman en gran medida al fotógrafo Sven Nykvist, con cuya ayuda elaboró lo que había de ser el famoso “tono ascético de grafito” en sus películas, abandonando la fotografía claroscuro y rica en contrastes, aunque a veces recargada, de sus filmes anteriores. Fue también entonces cuando Bergman comenzó a depurar los primeros planos que sustituyeron, en parte, a los prolijos diálogos de su cine anterior y que, con el tiempo, se destacaron como cada vez más centrales en su estética cinematográfica. No por nada, el primer plano ha sido considerado como una “rúbrica” de Bergman y como un verdadero “icono”.

Después de aquella trilogía, Bergman sólo rozaría una problemática religiosa o cristiana indirectamente o de forma irónica. Ella no impide, sin embargo, que, en ocasiones, haya recaído en un lenguaje formal con tonos más o menos religiosos.

Así, por ejemplo, la decidida, y al mismo tiempo inexplicable, luz que, súbita y extrañamente, estalla la forma misericordiosa, inundando a alguien que sufre o está oprimido, como el pescador maltratado en Pasión (1969) o la mujer agonizante en Gritos y susurros (1972). Con la desaparición del concepto de Dios del cine de Bergman, no quedó más que la impresión, por así decir, un resto o despojo de un mundo perdido.

 Hombres y mujeres.
Otro grupo de motivos cinematográficos que se considera que Bergman ha renovado, es la descripción del matrimonio y de la vida en común. Su enfoque, especialmente quizás desde una perspectiva internacional, fue percibido en su época como de una franqueza poco corriente y de un realismo nada romántico.

Esa fue la característica de una película tan temprana como Sed (1949) que, a pesar de estar basada en la colección de novelas cortas –con el mismo título- de la artista y escritora sueca Birgit Tengroth, describe el tedio matrimonial, y, a pesar de todo, la incapacidad de separarse de una forma considerada como típica de Bergman: el mensaje es que el infierno juntos resulta, al menos, mejor que el infierno solo.

Una posición especial en este campo la ocupa, no obstante, la serie de películas de orientación femenina, no raras veces en forma de comedia, aparecidas en la primera mitad de los años cincuenta: Tres mujeres (1952), Una lección de amor (1954), Sonrisas de una noche de verano (1955) y, en cierta medida, también Sueños (1955). Según el propio Bergman, esas películas fueron rodadas por razones crudamente económicas, lo que no impide, por cierto, que en ellas demostrará ser un hábil constructor de intrigas y diálogos cómicos, no raras veces con la punta dirigida contra las pretensiones y subterfugios de los miembros de su propio sexo. Así, hace constatar en uno de esos filmes a su primera actriz Eva Dahlbeck, nombrada por él mismo su “acorazado La Feminidad” que “los hombres no son más que niños con genitales adultos”. Fue también aquí donde Bergman había de mostrar su talento en la dirección magistral y milagrosamente potenciadora de sus artistas, habilidad por la que luego ha conseguido tanta fama. Ello queda de manifiesto en especial en la desembarazada elegancia del intercambio de virulencias y bostezos matrimoniales entre Eva Dalbeck y Gunnar Björnstrand en la conocida escena del ascensor, en Tres mujeres.

El apogeo de esa serie es, sin embargo, Sonrisas de una noche de verano, inspirada en su propia escenificación de “La viuda alegre”, que puede ser considerada como pieza maestra del “drama cinematográfico bien hecho”. (Fue precisamente con ese filme con el que Bergman gano su primer gran premio internacional en el festival de Cannes). También en este filme son las mujeres las que dirigen la lucha de los sexos mientras que los hombres no raras veces llevan la de perder. Así, por ejemplo, el memo macho militar, papel desempeñado por el artista Jarl Kulle, que con enfatuado acento de clase alta del sur de Suecia hace saber al comienzo del filme que muy bien puede “tolerar que se maquine algo con mi mujer, pero si alguien toca a mi querida, ¡entonces me vuelvo un tigre!”, todo para, al final, con la precisión matemática intelectual y estratégica de la farsa, verse obligado a decir lo mismo, pero al revés.



Entre las películas de Bergman orientadas a las relaciones y a las mujeres hay que contar también Un verano con Monika (1953), en especial por la sensación que causó con sus imágenes desnudas de la protagonista (papel desempeñado por Harrier Andersson), escenas sumamente inocentes en términos actuales. Cabe recordar en este contexto que la película llegó a la saga del filme de Arne Mattsson Hon dansade en sommar (Ella bailó un verano, 1951), que fue el que hizo mundialmente famoso el concepto del "pecado sueco”. Hay que añadir además que, en el extranjero, y sobre todo en Francia, la película fue percibida como muy sueca y, por ende, exótica. Entre ello se contaba la sensibilidad de Bergman respecto a la naturaleza y a los cambios de las estaciones del año, a la luz nórdica y al verano como símbolo paradisíaco, cosa que se desprende incluso de los mismos títulos: aparte de los dos últimos citados, Bergman ha hecho también Juegos de verano (1951) y Fresas salvajes (1957).

No obstante, Bergman ya no había de volver sobre los retratos matrimoniales y de la vida en común en su forma más depurada hasta los años setenta, un decenio en que, tanto por lo que se refiere a la elección de tema como a la forma de distribución, intentó conscientemente llegar a un público más amplio. El primero de esos filmes fue La carcoma (1971), primera producción no totalmente sueca de Bergman y, además, con una “estrella” conocida internacionalmente como protagonista masculino, Elliot Gould. Un par de años después salió la serie televisada Secretos de un matrimonio (distribuida en el extranjero en versión para el cine), que, a juzgar por todo, tuvo la rara capacidad de dar al espectador directamente en plexo solar, al menos según los asombrados estadísticos que comunicaron que, a raíz de la serie, se pudo constatar una cota máxima de divorcios, estadísticamente significativa, tanto en Dinamarca como en Suecia.

Imágenes

-Los comulgantes (1963)
-El séptimo sello (1957)



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