24.8.17

Agarrando Pueblo: “Como yo me gusta es confundir, cuando quieren es que los desconfunda”

En la historia del cine tenemos una serie de obras que terminan siendo de consulta obligada por la marca que dejaron en el contexto de una cinematografía local con visos de globalidad cuando entran canónicamente como referencia constante. Así, Agarrando Pueblo -1977- de Luis Ospina y Carlos Mayolo, cumple 40 años de su rodaje, obra maestra que disfrutamos al repetirla en el transcurso de nuestras vidas, y en diversos formatos -los que hemos tenido esa oportunidad- fílmicos. Analizarla y exhibirla es indispensable para explicar un periodo especial del cine latinoamericano y colombiano, con un concepto vinculante en nuestros cines nacionales denominado pornomiseria, usado de forma efectiva para distinguir otros filmes del periodo, y “vulgarmente” ponerles esa marca representativa de una forma de narrar el cine.

A continuación, presento parte del artículo titulado Un juego fílmico: desmontando una imagen del cortometraje agarrando pueblo –1978– a partir del documental chircales -1971-, publicado en la revista historia y espacio N.º 41 en el año 2013.
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El documental reprocha aquellos trabajos realizados en Latinoamérica que sobre-filmaban la miseria de las ciudades y sus ciudadanos, pasando a circuitos internacionales –sobretodo Europa–, donde tenían cierto éxito logrando premios y aplausos para regresar laureados a su entorno primario. Particularmente, el éxito internacional de Agarrando Pueblo contrastaba con su mensaje, pareciera que esa “piedra en el zapato” que instauro en la cinematografía suramericana con su mordaz y certera reflexión, hubiera entrado en su “propio zapato” de intención.

La historia de esta obra tiene como espacios la ciudad de Cali y Bogotá, sobretodo la Sultana del Valle. La idea es filmar, como aparece en los diálogos del acucioso director y su camarógrafo: locos, gamines, mendigos, dementes, putas, etc. La cinta inicia con la claqueta, símbolo de la primera escena, lo que nos lleva a otra película que observamos bajo el lente de alguien que está detrás de dos personas que dirigen a un anciano sentado y pidiendo una limosna en la entrada de una iglesia –le indican que mueva su recipiente, agarran su mano y se la mueven–, fin de la primera escena.

Luego, en un taxi, el conductor les pregunta a los cineastas:
P/ ¿Para qué están tomando esas películas?
R/ Para enviar a Europa –Alemania–
P/ Para saber cómo vive la gente en Cali
R/ Es para filmar escenas de la miseria

El objetivo del director ficticio –el que está en la película–, “es filmar con cuidado, con respeto, para que la gente no se vaya asustar”, en síntesis, agarrar el pueblo sin que se dé cuenta, pero en todos los casos la idea es contraria, sus filmados son abordados directamente, sin tapujos, ni vergüenza. El recorrido del taxi sigue su camino para buscar personas socialmente desamparadas y que ya hemos definido en líneas anteriores según los rasgos que busca el afanado director: niños, ancianos etc., que sintiéndose intimidados, responden ante los descarados documentalistas; sin embargo, una de sus filmadas, una mujer afrocolombiana, con claros síntomas de demencia, accede, se detiene, los observa, y ellos congraciándose con su “actriz” le hacen un registro de pies a cabeza. Siguiendo el recorrido como en una road movie, el taxi regresa a su búsqueda incesante de actores naturales para la película, el director por lo tanto decide que su última imagen en movimiento tendrá que ser un “loco”, el cual ubican en una de las esquinas en plena acción circense en tres actos: el hombre traga fuegos –la lengua que habla demasiado merece su castigo, yo pasaré a castigar la mía–, el hombre que lava su rostro con los vidrios picados y pone su espalda sobre ellos, finalmente el hombre que salta sobre el arco de cuchillos, fin de la escena, pasamos a Bogotá.

En la capital colombiana, el director como si estuviera pidiendo varios deseos en el pozo de la fortuna –arquetipo–, tira monedas en la pileta de La Rebeca para que los niños gamines entren desnudos a recogerlas mientras son filmados, en su inocencia, los impúberes piden moneditas al director, concediéndoles el deseo. Sin embargo, entra en contraposición de la acción alguien del público que reprocha la acción –voz en off–, para luego mostrarnos al personaje en mención: “aquí vienen los gringos a sacar fotos, sacar libros y nunca los ayudan, ¿por qué siempre miseria, por qué siempre pobreza?”. Entrando en escena el director e increpando: “¿Qué es lo que pasa?, hay que filmarlos para que se dé cuenta la gente…, usted no sabe que documental estamos haciendo”, inmediatamente alguien salta detrás del “camarógrafo real” y lanza la frase lapidaria ¡claro, un documental para llevar para afuera!


La escena que sigue se desarrolla en un hotel de Cali, el director espera a uno de los actores que hará el papel de periodista, quien a su llegada le presenta parte del discurso con el que culminará la entrevista falsa, a una familia falsa, y en una casa miserable. Llega igualmente a este espacio una mujer con dos niños –la encargada del papel de madre–, a quien le indican parte de su actuación, además de invitarla para que cambie sus vestidos por unos más acordes a la ocasión, y aprenda su parlamento dirigido. Regresamos de nuevo al road movie, la cámara muestra una serie de casas que desembocaran en una que particularmente se presta para la parodia, el grupo de producción entra y organiza a los actores mientras que el director y su camarógrafo registran ciertas imágenes para mostrar en un plano general la cuestión de los detalles, lo que ellos llaman “la cultura de la miseria”, volviendo al punto de encuentro para dar inicio a la escena final, donde el periodista con micrófono en mano, les pregunta a los residentes: “Sus niños han padecido alguna enfermedad, están vacunados contra la viruela, usted sabe leer y escribir, piensan tener más hijos”, ante preguntas directas, respuestas escuetas; seguidamente, el periodista lanza lo que podríamos considerar el discurso político con mensaje directo a los receptores del film:

[…] El corolario es casi inevitable, proliferan los casos de abandono de la familia, vagancia infantil, delincuencia precoz, demencia, mendicidad y analfabetismo, y en un plano más amplio, se trata de una gigantesca masa humana que no participa, ni en los beneficios de su nación, ni en las decisiones políticas y sociales. Víctima de un conjunto de circunstancias de un sistema, no puede hacer nada significativo para alterar las condiciones, su desidia a veces, a veces su estado de ignorancia forzoso, a veces la urgencia dramática de ganar el sustento, a veces todos estos factores juntos y otros, impiden al hombre, a la mujer, al joven marginal, hacer unir su voz…, y ¿qué paso?

Entra el dueño de la casa, aquel que no había sido informado del uso de su predio, y ofendido decide culminar con la filmación, observando la cámara, lanza una retahíla monumental que pone en alerta al grupo de producción: “Ah, con que agarrando pueblo no, solo vienen a filmar aquí para hacer reír a los demás por allá lejos”, entra el director con su palabra ¡corten!, y el productor a calmarlo diciéndole que se quite, y éste a responderle: “quién yo, cómo así que me quite, a donde creen que han llegado ustedes”, señor le estamos pidiendo el favor –dice el productor–, “favor de qué”, entra en escena un policía que desea mediar, pero es sacado por el ofuscado residente e inmediatamente con gesticulaciones, y movimientos de manos saca al agente; por lo tanto, el productor invita al ofuscado morador a participar del proyecto informándole que su casa ha sido escogida entre muchas para la filmación, además de sacar dinero y ofrecérselo como forma de pago:

[…] Sabe que puede hacer con su dinero…., esto vea, vea –baja sus pantalones coge el dinero y se limpia el culo–, aguárdense y verán, –corre se dirige hacía su habitación, saca la cabeza por un pequeño espacio, les dice: cojan sus cámaras, váyanse de aquí y no jodan más, esperen y verán –regresa con dos machetes–, a ver sigan filmando…, ah, les da miedo –saca al grupo de producción, quedando solamente el actor ficticio que hizo de papá, diciéndole–, y vos qué, Charles Bronson –yo no tengo nada que ver, dice el actor– como que no tengo nada que ver, abrí los ojos que te están filmando, disfrazado de pobre, vendido –pero ni siquiera me pagaron, dice el actor–, vení cógela –referencia al dinero que está en el suelo– vení…, –luego recoge el rollo de película que dejaron tirada los productores de la cinta, y comienza a desenredarla, diciendo en medio de su risa–, los sabios que todo se lo saben, vea, usted vive aquí, usted tiene niños, están vacunados contra la viruela, saben leer y escribir, no le digo, vea, vea –mientras desenreda la cinta fílmica y la enreda en su cuerpo– vea, vea, vea, –salta, ríe, da vueltas, como delirando– para culminar con un corten, mirar hacia un lado y decir ¡quedo bien!

Ese ¡quedo bien! nos regresa a la realidad, porque inmediatamente los directores de Agarrando Pueblo entrevistan a su estrella Luis Alfonso Londoño –sobre lo que más le gusto de la cinta–, anunciándoles que lo obsceno, el restregarse –ya sabemos esa parte– con dinero limpio, recién salido del banco, además de otras apreciaciones que dejo al observador oculto que no ha visto la película.


Finalmente, el uso de blanco/negro para las escenas donde el director y camarógrafo arman su cinta, pone al observador como testigo de lo que se trama, del engaño y abuso al que serán sometidos aquellos seres humanos, por eso la frase de “quedamos como unos hijueputas vampiros”, dicha por el director, luego de “chuparles un poco de sangre” a sus actores anónimos, resulta más que verdadera en el objetivo que busca este falso documental. Con las escenas a color, que en su totalidad podrían ser 18, entramos en el producto que desean los realizadores para exponer a la comunidad internacional, en este caso Europa, allí entramos en la realidad de unos seres humanos explotados, oprimidos y decadentes, con dos ciudades a fondo, en suma, otro filme.  En relación con esas imágenes de personas explotadas por medio del foco fílmico, encontramos en su desarrollo el concepto de pornomiseria, surgido a partir de un artículo sobre cine colombiano que Carlos Mayolo y Ramiro Arbeláez habían escrito para la revista Ojo al Cine en su primer número a propósito del ciclo sobre cine colombiano programado en la Cinemateca Distrital de Bogotá en 1973. Para esa época los autores detectaron que el documental colombiano se estaba fundamentando en la miseria como argumento de sus creaciones y lucubraciones, anunciando:

[…] La miseria era una lacra, como una enfermedad de la sociedad latinoamericana; y no se hacía cine explicando sus orígenes y viendo sus resultados, sino que solamente se explayaban en su aspecto abyecto, enfermizo, débil, por circunstancias que más bien había que descubrir. En películas como Chircales, donde la miseria se evidenciaba, se entendían sus orígenes. El documental se centraba en un pequeño chircal de ladrillo, donde las relaciones de producción estaban basadas en el abuso de los supuestos trabajadores. La película se concentraba en su tragedia y no se veían los explotadores. Los objetos eran irrisorios y los niños trabajaban al unísono, transportando con sus piernitas delgadas el peso de los ladrillos. Se veía la explotación. La miseria se mostraba como el desarrollo de una explotación y no solamente como un efecto de una sociedad desigual que deformaba y exageraba la explotación, hasta volverla pornomiseria. Otra cosa descubierta en la teoría de la pornomiseria fue la relación entre filmador y filmado donde, en un cine consecuente como en Chircales, la relación era íntima y lo que se hacía del lado de los filmados repercutía en el filmador. Mientras que en otras películas esa relación era distante. Se filmaba la miseria como apropiándose de ella, por el simple hecho de ser filmador (Mayolo, 2008, p. 89).

En su explicación Mayolo parte de que la miseria era una realidad de nuestro continente, y que su cine no era el que correspondía ante tal situación, anunciando que Chircales era una obra donde se entendían los orígenes de la miseria, con una marcada reflexión sobre la explotación infantil. Este punto de partida nos muestra las dificultades de un cine latinoamericano que se debatía en la polémica de retratar nuestra realidad o recrear historias de ficción, dos formas diferentes de afrontar el hecho cinematográfico y una sola condición de llegar a los circuitos de exhibición internacional, teniendo en cuenta que filmar en formato de 16 mm., o super 8, se convirtió en una opción subalterna y en cierta medida eficaz de llegar a cierto público políticamente vinculante.

Compartiendo la reflexión de Mayolo con respecto al concepto, Juana Suárez afirma que “esta parodia y sátira a los diversos procedimientos de producciones sobre la marginalidad, establece líneas claras sobre la frágil frontera que separa la denuncia social y el canibalismo cultural. En este sentido, el término es novedoso, pero no la discusión” (Suárez, 2009, p. 94). La discusión tal vez estaría en el fenómeno y extensión del concepto pornomiseria, identificables en las realizaciones posteriores a la aparición de Agarrando Pueblo; inclusive, aportaría a la discusión el uso del término en su etimología y aplicación a cintas que, por su puesta en escena de ciertos problemas sociales, rayan la delgada línea del sensacionalismo local en función de la universalidad en escenarios de distribución y exhibición fílmica, debate abierto.

Fuentes  
MAYOLO, Carlos. (2008). La Vida de mi cine y mi televisión, Colombia, Villegas Editores.   
SUÁREZ, Juana. (2009). Cinembargo Colombia, Cali, Programa Editorial Universidad del Valle


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