22.12.12

Nochebuena


Siempre la expresión “ya le llegó la nochebuena”, la vinculaba con el plato trifásico de natilla, buñuelos y manjarblanco, productos elaborados caseramente que solían repartirse en la tarde del 25 de diciembre después de entregar los regalos del amigo secreto. Palabra que significa el momento que antecede en el mundo católico la navidad, nacimiento de Jesús, niño dios mediático que debe otorgar el regalo respectivo a los niños como por arte de magia. Y cada región celebrará el momento con una comida especial, venida de la tradición culinaria que no cambia o se transforma levemente. Sobretodo ahora, que el mercado te invita a adquirir sus productos tomados de otras tradiciones, esta vez externas. Tamales, lechonas, ajiaco, pescados, etc., suman al mantel tradicional. Jamones, pavos o pollos rellenos, arroces mixtos, etc., se agregan al plato externo. Cada arte comestible es especial, sobretodo por la compañía familiar, así sus comensales comiencen a dejar de lado algún ingrediente –cebolla, pasa, pimentón-, o expresen un no ante la posibilidad de un pedazo de carne de origen porcino, como suele ocurrir constantemente.


Celebrando la navidad, desde el lado tradicional del almuerzo o cena de media noche, y desde el Cali Viejo, Alfonso Bonilla Aragón –Bonar- en su habitual columna Birlibirloque para un veinticuatro de diciembre de 1967, explicaba:

[…] Ayer sábado despertó la hermosa señora, -Aurita, Martha, Norita, Florencia, Aura Lucia, Maritza – y después de decapitar un bostezo civilizadísimo, recordó que hoy era Nochebuena, y entonces, asumiendo la totalidad de sus funciones, descolgó el blanco teléfono y después de marcar el número de su club o restaurante favorito, ordenó los platos con los que habían de regodearse –almuerzo o cena-, los hombres de la casa y la gente menuda. Y así llegaran hoy a las mansiones, adornadas no con él castizo pesebre –que eso es vulgaridad aldeana-, sino con tristes  y soñolientos pinos, los pavos en serie y las tortas al por mayor. Y todos saborearan los acartonados muslos con guarnición de papas al vapor y los biscochos con maizena. Tal vez el abuelo, tal vez el señor de la tribu sí, como yo, es largamente cincuentón, extrañaran otras sazones y otros sabores. No los jóvenes, que esos no saben lo que fue la comida del Valle del Cauca cuando era cocinada con leña y en olla de barro y en sartenes de cobre, y no como ahora con electricidad o gas, y en esos artefactos pitadores que más parecen caricaturas de locomotoras que trebejos de buen yantar. 

Ahora se cena para nochebuena. Y es lógico. Ya no se apuestan aguinaldos, ni de los decentes, ni de aquellos otros “A perder pluma”, en los que fue campeón Gustavo Lotero, quien sostiene que fue capaz de cobrar seis en una sola noche, con lo cual se puso al par de Hércules, que convirtió en mujeres a no sé cuantas miles de vírgenes, con lo cual no se realizó una hazaña, sino que metió, como mi maestro “Plumitas”, una de las  más grandes mentiras de la historia….

Y tampoco se va a misa de Gallo gran pretexto para enamorados furtivos y óptima oportunidad para señores canasteros. (Advierto que así no se llamaban, como ahora, los que jugaban  “canastas”, sino los que, como cierto gran poeta, gustaban de los favores de las muchachas de la Cofradía de Santa Zita –no sé cómo llamarán en Popayán-, a las que en Cali disciplino y condujo al cielo ese extraordinario guión de progreso y varón cabal que fue llamado, con gran acierto, fray Alfonso de la Concepción Peña.  

En mis tiempos, y por lo menos en el Estado Llano al que siempre he pertenecido y dentro del cual moriré lo importante de la Nochebuena era el almuerzo, dado que era día de ayuno con abstinencia pues no se comía carne, (pero de res), y sólo se hacía una refección fuerte, al mediodía, para que los señores pudieran apecharse después sus resacados desde las “Esdrújulas” y demás galante ralea, y los muchachos prepararse para la Misa que amenizaban los “Porrongos” y otros genios del canto, amén de las bandas de “Garrón de Puerco” con que “Vilachí” y mi “Pila de Crespo” contribuían a la cultura melódica del villorrio. 

El almuerzo de Nochebuena, que era una antología para el paladar, constaba de:
Sopa de pandebono con queso y Guevo (Guevo con “G” y no con “h”) porque era producto de la flor del solar y no de los concentrados de ahora.  

Frijoles con garra, en la mesada de los pobres. Pero el tratamiento requería varios días de trasnocho para las leguminosas y un cerdo alimentado en el traspatio familiar, con las sobras anuales del propio condumio.

Pavo para la ración de los poderosos. Pero unos y otros honrados con encurtidos de grosella y chulquín.      

Y de postre, en el Cali Viejo, antes de que llegaran los “paisas” –que a mi también me trajeron-, manjarblanco o “majarblanco”, por favor, -Kety-, dulce desamargado que es a mi ver, con la sopa de tortillas y las tostadas de plátano la mayor contribución de mi Valle a la cultura occidental, y hojaldres, aderezo español pero que aquí tomó pronta carta de ciudadanía gracias a cierta aspereza del trigo vernal.

Con los “de abajo” arribaron la natilla y los buñuelos…

Bonar con cierta nostalgia, siente en los sesentas que la tradición cambia en la sultana vallecaucana, pero nada se ha transformado en la actualidad, en algunos espacios familiares del valle del río cauca se sigue con las prácticas universales,  locales y las heredadas de la colonización antioqueña; la navidad y el fin de año colombiano, seguirá siendo el mismo sin variaciones trascendentales: desde octubre los almacenes comenzaran ofrecer sus productos navideños, encenderán las luces –algunas ciudades mejor que otras-, ofrecerán el árbol, aparecerán los papá Noel, los programas radiales con las mismas canciones, y así sucesivamente el mecanismo se pone en marcha en la dinámica anual donde lo más importante son las vacaciones, el descanso, y el encuentro con las personas que más queremos.

Así es la nochebuena, un producto cultural de arraigada costumbre que disfrutamos en el calor familiar; y como sucedió hace diez años, o el año pasado, las actividades no se modificaran, a lo mejor con la salvedad del familiar ausente –como dice la canción-, que estará disfrutando en otro espacio, y otras costumbres, una fiesta de sentido religiosa, guapachosa, y gastronómica, disculpa certera bien acomodada al calendario occidental.

¡Feliz Nochebuena!  

Fuente    
Libro, Historia de la Capilla de San Antonio y el Corrillo del Gato Negro, varios autores, publicado en los años setentas en Cali. 

15.12.12

La vida, la muerte y el cementerio


No eras tú, muerte grave, ave de plumas férreas,
la que el pobre heredero de las habitaciones
llevaba entre alimentos apresurados, bajo la piel vacía;
era algo, un pobre pétalo de cuerda exterminada:
un átomo del pecho que vino al combate
o el áspero rocío que no cayó en la frente. 
Era lo que no pudo renacer, un pedazo
de la pequeña muerte sin paz ni territorio:
un hueso, una campana que morían en él.
Yo levanté las vendas del yodo, hundí las manos
en los pobres dolores que mataban la muerte,
y no encontré en la herida sino una racha fría
que entraba por los vagos intersticios del alma.

Pablo Neruda.

Sombra y Luz de un Callejón Mortuorio
                
Philippe Ariès en su libro El Hombre Ante la Muerte, y en el capítulo “la visita al cementerio”, parte de la importancia de estos espacios para tener una visión de los mundos antiguos por medio de las tumbas y los objetos que allí se han encontrado. Con respecto a la topografía, afirma que esa importancia se redujo y desapareció en la Edad Media “cuando las tumbas se acurrucaron  contra las iglesias o las invadieron”:

[…] En las topografías urbanas, el cementerio ya no está visible o ya no tiene identidad; se confunde con las dependencias  de la iglesia, con los espacios públicos. Esas largas alineaciones  de monumentos que se alejaban de las villas romanas como los rayos de una estrella han desparecido. Se podrá esculpir  o pintar transidos en el suelo o los muros de las iglesias  o en las galerías de los claustros: los signos de la muerte  no son ya aparentes, pese a la frecuencia de la mortalidad  y la presencia de los muertos. Éstos no hacen más que aflorar en el polvo o en el barro. Están ocultos. Reaparecen sólo, y además bastante tarde, en raras tumbas visibles. La parte que constituyen los documentos funerarios en nuestros conocimientos y nuestras interpretaciones de historiador se ha vuelto muy débil. Las civilizaciones de la Edad media  y de la época moderna, hasta el siglo XVIII por lo menos, no concedieron a los muertos ni espacio ni mobiliario. Ya no son civilizaciones de cementerio (Ariès, p. 395).               


          
Civilizaciones de cementerio que tenían en la muerte un camino al más allá que cortejaban constantemente en el orden de sus actividades comunes expresadas en el simple acto de vivir con pestes, enfermedades y guerras; sociedades que inclusive se preparaban para ese momento especial donde el cuerpo terrenal se transfiguraba a un mundo desconocido. Contrario al presente, percibiendo la muerte como un punto de llegada doloroso, sin preparación alguna en la angustia constante del momento inesperado en que la luz de la vida se apague en sus diversas formas.

Bajo el foco de La Piedad
La reflexión de Ariès sobre el cementerio para el caso europeo, prosigue, explicando su regreso a principios del Siglo XIX, transformación que siguió su curso hasta el presente:

[…] Sin duda el cementerio de la actualidad no es ya la reproducción subterránea del mundo de los vivos que era en la Antigüedad, pero observamos perfectamente que tiene un sentido. El paisaje medieval y moderno ha sido organizado alrededor de los campanarios. El paisaje más urbanizado del siglo XIX y de principios del siglo XX ha tratado de dar al cementerio o a los monumentos funerarios el papel cumplido antes por el campanario. El cementerio ha sido (¿lo es todavía?) el signo de una cultura (p. 396).

Una de las respuestas a la pregunta, es que el cementerio si es un signo de la actual cultura, la que vivimos y afrontamos en el desarrollo de nuestra sociedad con particularidades expresadas en acciones manifiestas a la forma de despedir al ser querido, en el diseño de su lapida, y el epitafio recordatorio de esa memoria ausente que al leerla retorna en el dolor o la alegría de esa persona que asiste y personifica la puesta en escena de entrar, buscar el lote o corredor continuo de descanso de ese ser conocido, y el particular encuentro que se hace frente al lecho de muerte, y la sacralidad que conlleva con la parafernalia católica. 

El ángel del Dr. Pedro V. Martínez Cabal
Signo de una cultura que usa elementos populares en el trayecto de la línea divisoria entre la vida y la muerte: la música, la fotografía, un poema de inspiración propia o quitada, entre otros, suman al contacto que se busca con ese humano ausente. Un recorrido desprevenido en algunos de nuestros cementerios locales, posibilita observar y sentir esa estrategia de la memoria, que también hace parte del engranaje comercial de la oferta mortuoria de las empresas dedicadas al negocio, desde la iglesia católica como principal administradora de los “campos santos” -aunque sean pocos los santos que allí se entierran-, los artesanos de la lapida, las vendedoras de flores, las serenatas de duelo, y el etc., que se imaginen.   

Mausoleo Rengifo Ospina y descendientes 
Al cementerio se le ha denominado última morada, “ahí todos somos iguales”, dice el proverbio popular, sin embargo en algunos cementerios no se da al pie de la frase, espacios de la muerte que se convirtieron en mausoleos familiares adecuados a la importancia generacional –próceres, presidentes, literatos, patricios, señoras-, muy adecuados a nuestra sociedad republicana en el Siglo XIX, y a las nuevas clases sociales en ascenso durante el Siglo XX. Sitios que en algunas capitales pasaron a ser museo por la majestuosidad de sus panteones, o por la sencilla razón de albergar algún famoso de la literatura universal –tal vez un poeta-, un político que marcó la historia del país, una actriz del sistema estrella hollywoodense, un empresario que al pedirle un deseo lo concede, etc. Ejemplos como el Cementerio de la Recoleta en Buenos Aíres, el Cementerio del Père-Lachaise en París, el  Cementerio de La Almudena en Madrid, el Panteón de San Fernando en Ciudad de México, o el Cementerio Central de Bogotá, muestran particularmente otra cara distinta al del recogimiento de la visita privada por “la memoria de nuestros muertos”, convirtiéndose en sitios de peregrinación para observar las versiones de vivir después de la muerte en pomposas o sencillas tumbas, con la marca registrada de un nombre importante para la vida nacional o mundial.     

Volante Alado
Sin pretender ser un especialista en el tema de la muerte y sus espacios de destino, algo que otros historiadores, antropólogos o sociólogos han trabajado, la reflexión se me antoja interesante por ser natural, obligatoria y con un destino fijo, por eso me arriesgué a visitar el Cementerio Diocesano de Buga, caminarlo, y registrar algunas imágenes mientras se me cruzaban recuerdos diversos. Entré una mañana calurosa de domingo, con la discreción del caso di vueltas por los corredores que alguna vez visite, columbarios o pequeñas bodegas donde estaban los restos de los abuelos que no conocí, visita obligada en ciertas fechas del año de la mano de mamá para ese acto especial de comprar flores, buscar una escalera, limpiar la lapida que contenía el nombre de Mercedes y Rafael, y el de Ruperta en otro lado, para luego de una pequeña oración, abandonar ese sitio frío  silencioso, triste y desolador en el encuentro constante con otros mortales que en igual de condiciones, visitaban sus seres queridos, o los lloraban en pleno duelo para la última despedida.

Columbarios Abandonados
En su monografía sobre algunas poblaciones del país realizada en 1921 por Rufino Gutiérrez, y en su capitulo dedicado a Buga, brevemente comenta que es un cementerio del Siglo XIX, abandonado y a la mano de piadosos benefactores que reconstruyen bóvedas, con monumentos de poco merito, y un dato interesante al afirmar la existencia de un “cementerio civil” de propiedad del municipio al lado extremo de la ciudad e igualmente abandonado, tema de investigadores más avezados.
El Ángel Cabizbajo 
Así en una brevísima presentación, debemos indicar que el Cementerio Diocesano de Buga se encuentra ubicado en una manzana completa entre las calles novenas y décima  con carreras dieciocho y diecinueve cerca a la carretera Panamericana en un sector céntrico de la ciudad. Las imágenes registradas contienen algunos espacios especiales desde mi punto de vista, escogidos por su “belleza mortuoria” y “sátira a la vida”, sus títulos hacen parte del título original otorgado, y de mi inspiración, en tal caso “no arrebatada”.  

Recuerde, Aquí los Esperamos
Bibliografía
-Cees Nooteboom, Tumbas de Poetas y Pensadores, Ediciones Siruela, Barcelona, 2009. 
 -Philippe Ariès, El Hombre Ante la Muerte, Taurus, Santafé de Bogotá, Colombia, 1999.
 -Rufino Gutiérrez, Monografías,  Tomo II,  Imprenta Nacional, Bogotá 1921.
 -Las imágenes del Cementerio de Buga fueron realizadas por el autor del blog.  

4.12.12

Evento


Conferencia
Veinticinco segundos de película:
María-1922- primer largometraje del cine colombiano
                                                                       

Lugar
Cinemateca Distrital
Bogotá, Carrera 7 Nº 22-79
Jueves 13 de Diciembre.
7:00 pm.

Hace noventa años, el 20 de octubre de 1922, se estrenó la película María en el Teatro Municipal de Buga y en las instalaciones del Salón Moderno de Cali, fin de semana donde la incertidumbre y el suspenso albergaba a aquellos lectores que se habían encontrado con la obra literaria de Isaacs, y sentían que tal vez en el cinematógrafo sufriría “trasgresiones” insospechadas, aquellas que los comentarios periodísticos, notas de correo, y crónicas propagandísticas, venían haciendo eco de esa noticia artística importante para nuestra cinematografía.

De la obra dirigida y producida por Alfredo Del Diestro y Máximo Calvo, sólo conservamos veinticinco segundos de las posibles tres horas de duración, lo que nos lleva a la nostalgia de una inexistente o extraviada copia que en medio de esa “fascinación mariana”, Hernando Salcedo Silva en el documental En Busca de María, expresara con languidez suplicando para su aparición. Pero tenemos documentos, y uno de los textos de la época publicado por Relator entrega la que se puede considerar la primera crítica de María exhibida en el lienzo, después de que mucha cinta ha corrido por los proyectores de los teatros locales. Ante la pregunta del anónimo autor: ¿Qué significa esta película tan esperada y comentada con tanta anticipación y tanto interés y cuya proyección ha despertado en el país tan viva curiosidad?, encontramos la siguiente respuesta:

[…] Significa mucho: desde un punto de vista nacional es la realización efectiva de un esfuerzo que marca el primer paso del arte cinematográfico nacional que de contera abre las puertas de una nueva propaganda y brinda un amplio campo a la intelectualidad, al arte y a la industria del país. Esto es una real ventaja; desde el punto de vista artístico, representa también un esfuerzo coronado con un éxito mayor del que se esperaba y, una demostración de que hay entre nosotros  aptitudes superiores para esta novísima actividad, las que, refinadas en la escuela y depuradas en la crítica, pueden llegar a notables culminaciones. Deslindando este concepto general y concretándola a las diversas partes que intervienen en la confección de “La María”, preciso es tomar en consideración la fotografía, el libreto, la dirección escénica, y la interpretación.

Escena de María

“¿Dónde estarás? ¿Qué harás en este momento? De nada me sirve haberte exigido tantas veces me mostraras en el mapa cómo ibas a hacer  el viaje, porque no puedo figurarme nada. Me da miedo pensar en ese mar que todos admiran, y para mi tormento te veo siempre en medio de él”.  

Para conocer pormenores de la película María, su relevancia en la historia del cine colombiano, y descubra  imágenes, documentos, y observé la exhibición del documental En Busca de María -1985-, lo esperamos puntualmente a la cita en la sala de la Cinemateca Distrital de Bogotá, programándose, si lo desea, el resto de día con las siguiente obras de nuestra cinematografía:       

Jueves 13 de diciembre
12:30 pm. FLORES DEL VALLE. Dir. Máximo Calvo Olmedo. Colombia. 1941. 61 min. Exhibición digital.
3:00 pm. ALLÁ EN EL TRAPICHE. Dir. Roberto Saa Silva. Colombia. 1943. 28 min. (Fragmento). Exhibición digital.
SENDERO DE LUZ. Dir. Emilio Álvarez Correa. Colombia. 1945. 70 min. Exhibición digital.
5:00 pm. CASTIGO DEL FANFARRÓN. Dir. Máximo Calvo Olmedo y Roberto González. Colombia. 1945. 59 min. (Fragmento). Exhibición digital.
7:00 pm. CONFERENCIA: " Veinticinco segundos de película: María -1922-, primer largometraje del cine colombiano", a cargo de Yamid Galindo.
Proyección: EN BUSCA DE MARÍA. Dirs. Luis Ospina y Jorge Nieto. Documental. 1985. 15 min. Exhibición digital
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2.12.12

El cine por primera vez –corte final-


Qué es pues el cine entonces?
Pues bien, el cine es simplemente “normal”, como la vida.
Roland Barthes.

Asdrúbal González quedo frustrado ante el espectáculo ofrecido por la comunidad al sentirse en plena oscuridad por arte de magia a causa del cinematógrafo, la penumbra, aliada fiel de las imágenes en el rito de encuentro entre el público y las escenas del rollo que nunca supimos de que se trataban, suscito  escándalo, y dio al traste ante la experiencia de “el cine por primera vez” en un pueblo que ansioso asistió el encuentro, pero no asimiló el acto primario de la atmosfera indicada para integrarse al pasatiempo fílmico.

Tal vez el primer camino productivo del cine como espectáculo, fue el ofrecido por González, ganancias que fueron sumando a un ahorro propicio para instalarse en alguna ciudad, y con otros socios, construir un teatro para seguir proyectando películas, además de otras actividades artísticas. Cines que fueron apareciendo ubicados estratégicamente en el espacio urbano, salones generadores de cultura que fueron adquiriendo las principales obras del circuito cinematográfico mundial, teatros que arquitectónicamente marcaban pautas estilísticas ante el escenario de la pantalla gigante, y sus asistentes estratificados que también empezaban a exigir calidad por el precio de una entrada.


Nuestras principales ciudades guardan en su memoria arquitectónica esos palacios de divertimento social que exhibieron lo mejor del séptimo arte, algunos ya destruidos, otros restaurados, y algunos convertidos para otros oficios: iglesias cristianas, parqueaderos o ventas de chucherías. En Bogotá tendríamos el ejemplo del restaurado Teatro Faenza -1924-; en Medellín el Teatro Junín -1924-, destruido en 1967 para construir el edificio Coltejer; Cali y el Teatro San Fernando, sitio de las exhibiciones del Cine club de Cali en los setentas, convertido en iglesia cristiana; en Barranquilla el Teatro Apolo -1930- luego reconstruido con el nombre de Teatro Metro.

Un caso especial, para el objetivo del texto en su última parte, es el Teatro Egipto -1950-, ubicado en la capital colombiana en la calle décima, a mitad de una efímera y empinada cuadra que comunica el centro histórico del barrio La Candelaria con la circunvalar y la tradicional Iglesia de Nuestra Señora de Egipto. Espacio público de exhibición cinematográfica convertido en “taller de reciclaje” como informa su aviso, allí cada semana, un camión descarga variados objetos que a otros no le sirven, también opera como pulguero de ropa usada, en su interior puede usted encontrar un gran lote dividido en piezas que resguardan diversos artículos: muebles viejos, cartón, pupitres escolares en desuso, estantes, neveras, televisores, lámparas, vidrios partidos, ataúdes –si se les ofrece-, entre otros elementos.


Según la investigación de Ávila y López sobre las Salas de Cine, el Teatro Egipto hace parte de la Fase IV: (1940-1969) La edad de oro,  etapa donde aparecen y proliferan en la ciudad los cines de barrio en medio de los diversos procesos de crecimiento que sufría Bogotá, dándose una descentralización del cine como entretenimiento en espacios residenciales populares consolidados o en pleno crecimiento, bajos rasgos no ajenos a la situación sociopolítica del país como  la migración del campo a la ciudad o por el contrario a los planes urbanísticos implementados: “Las salas de cine de escala barrial acompañaron los procesos de estructuración y fortalecimiento de comunidades obreras principalmente, por cuanto enriquecieron  el espacio cotidiano al conformar plazas y parques centrales, como el Teatro Junín en el barrio Santa Sofía, el Santa Cecilia en el Olaya Herrera, el Unión en la Perseverancia, y los teatros Las Cruces y Quiroga en los barrios  del mismo nombre” (pg. 30). También se sumaron grandes empresas de producción internacional que adaptaron sus propios teatros con exclusividad en sus cintas, tal es el caso del M.G.M, sumándole el doblaje en las películas norteamericanas que entraban en franca lid con el cine mexicano, lo que además de sumar variedad en la oferta, trajo consigo una clasificación en los rangos de precios por entrada en tres categorías definidas como teatros de primera, teatros de segunda, y teatros de barrio, estos últimos con un precio menor en su boleta.

En conclusión, “el cine por primera vez” en sus tres partes, trató de ubicar reflexiones diversas sobre el encuentro con el cinematógrafo: primero, invitando a un ejercicio de memoria que nos llevara a esa primera vez con las imágenes hechas movimiento, cruzando experiencias personales con acciones concretas de la historia del cine; segundo, transcribiendo un caso literario del espectáculo de feria ofrecido en una población que se asombró y censuro “la insoportable oscuridad del espacio fílmico”; tercero, al presentar nuestros palacios de exhibición con un ejemplo concreto.          

Fuentes
Jairo Andrés Ávila G., Fabio López S., Las Salas de Cine, Alcaldía Mayor de Bogotá, Archivo de Bogotá, 2006.   
http://yamidencine-y-filo.blogspot.com/2011/08/salas-de-cine.html                          


21.11.12

El Cine por primera vez –segundo corte-


Cada ciudad o población tuvo su primera vez con el cinematógrafo, y en ellas sus ciudadanos que sorprendidos o ansiosos del encuentro, se acercaron a ese invento insólito, sorprendente, peligroso, oscuro, mágico y soñador. Sin importar clase o condición social, convergían al espectáculo de feria que exhibía esas sobras luminosas del retrato de un mundo desconocido, y que se ponía al alcance del ojo y el oído. Así, a lomo de mula, en Colombia llegó el cine por primera vez a muchas plazas, entrando en una dinámica de recorrido y riesgo de algunos pequeños empresarios que veían en el negocio del cine una fuente económica de grandes réditos, tal cual como acontece con el texto que publicamos a continuación  sobre “el cinematógrafo” -por primera vez- en un sitio cualquiera de nuestra geografía nacional en 1939, acción que involucra las autoridades civiles del sitio, sus pobladores, y al arriesgado Asdrúbal, operador y exhibidor fílmico que recorre con ilusiones sitios inesperados para virar los rollos de historias desconocidas, a públicos ansiosos en el teatro de la vida cotidiana.                

El cinematógrafo
En el corrillo del martes por la tarde, en la plaza, frente a la casa parroquial, el barbero dio la noticia. El cura, el jefe civil, el médico, el juez de municipio, el procurador, el bachiller secretario de la jefatura civil, el boticario, el hacendado, y Anselmo Pérez, que no era nada pero cuyas opiniones se respetaban como las del que más, hallábanse sentados en sendas sillas de cuero cuyos espaldares apoyaban en los árboles.

-         ¿No lo saben ustedes, señores?  Un mozo de la capital, un tal Asdrúbal González, va a traer la semana que viene un cinematógrafo, y va a dar unas funciones.
-         ¡Al fin! –exclamó el bachiller, secretario de la jefatura civil-. Ya no era posible tolerar más este aislamiento en que vivimos: es necesario que la civilización llegue a nuestro pueblo, que nos abramos a las grandes corrientes culturales que circulan por el mundo. Nos estamos idiotizando.
-    Más nos valiera que llegaran perlas de quinina y vacuna contra la viruela, y no cinematógrafo –replicó el médico.
-         ¿Cinematógrafo? ¿Y qué llaman eso? –inquirió el hacendado.
-        Pero, ¿cómo? ¿Es posible que no lo haya oído mentar? –le preguntó Anselmo Pérez-. El cinematógrafo es un aparato modernísimo, la última palabra de la ciencia, por medio del cual se ven muñecos, con sus brazos y sus piernas y todo, tal cual una fotografía,  que se mueven sobre una sábana tendida que se llama pantalla.
-        Dicen que sale una vieja embozaleada que hace morisquetas para quitarse el bozal, lo mismo que si estuviera viva, y es divertidísimo –informó el boticario.
-         También aseguran que hay una pata que pasa caminando, con sus siete paticos detrás, y se echa a nadar en una laguna –dijo el procurador.
-         ¿Muñecos moviéndose solos sobre una sabana?
-         ¡Qué va! A otro perro con otro hueso –murmuró el juez de municipio-. De seguro que detrás de la susodicha sábana se pone alguno que mueve los muñecos con cordoncitos.  
-       ¿Y ese tal cinematógrafo no será medio subversivo? ¡Cuidado pues! –recelo el jefe civil.
-       Por lo menos es inmoral –anatematizó el cura-
Nada edificante debe ser eso de que aparezcan viejas embozaleadas haciendo morisquetas delante de un público formado por personas decentes y piadosas.

 Su opinión fue compartida por todo el sector conservador de la población
-         Ese fulano cinematógrafo tiene que ser invención del demonio –repetían las devotas.

En cambio, entre las muchachas casaderas, el entusiasmo era grande.
-         Ay, papá: no nos podemos perder del cinematógrafo nos tienes que llevar.

Alma de pionero o de conquistador, audacia de navegante por mares inexplorados o de sabio aventurándose en incógnitas regiones del misterio de la vida, tenía, ciertamente, Asdrúbal, aquella mañana en que tomó, con sus máquinas, sus aparatos, sus lámparas y sus reflectores, el plácido sendero de la aldea. Los cajones que se balanceaban, conteniéndolos, sobre el lomo de sus mulas, eran en apariencia de sobria y de sencilla madera: pero de ellos dimanaba un prestigio satánico. Las gentes los veían pasar como si fuesen sarcófagos.     

El joven tuvo que explicarle varias veces, y muy prolijamente, al jefe civil, en qué consistía su propósito, antes de obtener el permiso para la función.

El día anunciado, la población estaba sobre ascuas. Desde temprano las muchachas comenzaron a emperifollarse, y las mismas reacias de días antes, dulcificando sus escrúpulos, buscaban un pretexto para satisfacer su curiosidad.

-         San Jerónimo dice que es bueno enterarse del peligro para mejor precaverse de sus asechanzas.  

La turba de los chicos mosconeaba alrededor del solar que Asdrúbal había improvisado en teatro. A la hora fijada, el local estaba repleto, y el señor jefe civil hizo acto de comparecencia: grave el continente, taimada la expresión, examinó con suspicacia la casilla donde estaban las máquinas infernales, no quiso sentarse ni muy cerca ni muy lejos de ellas, e hizo que con cierto disimulo algunos agentes de policía se colocasen en su jurisdicción.


La tensión espiritual iba subiendo. Hacía calor, y la gente se revolvía en sus asientos, mirando con inquietud a Asdrúbal, quien, en mangas de camisa y después de haber contado las entradas, manipulaba sus artefactos.

Una obertura por la orquesta no hizo sino caldear aún más los nervios, poniéndolos al rojo vivo. Cuando la música terminó era el silencio tan profundo como una catalepsia. Ni los perros ni los lejanos gallos se atrevían a aullar en las calles o a cacarear en la burguesa holgura de sus corrales. Asdrúbal ultimó sus preparativos: todo el mundo se dio cuenta de ello, y todo el mundo palideció. Entonces metió algo en una máquina, giró sobre sus talones y apagó la luz.

El público quedo anheloso. Pasó un instante, un segundo instante: apenas un par de milésimas de instante. Entonces comenzó un ligero murmullo, que subió de tono con vertiginosa rapidez. Alguien se paraba de sus asientos. Varias sillas caían.
-        ¡Eso sí que no! ¡Aquí no me viene usted con vagabunderías! ¡Préndame esa luz, porque hay familias!
-         Gritó de repente, con su poderosa, tonante voz, el señor jefe civil. Sacó su revolver:
-         ¡Pam! ¡Pam! ¡Pam!

Lo descargó tres veces al aire. Los policías que estaban en su turno también produjeron los suyos, y comenzaron a disparar.  Había otras varias armas en el local: se supo porque todos se dejaron oír. Los que todavía no se habían puesto de pies, lo hicieron. Las sillas que no habían caído al suelo, cayeron. Una mujer principió a chillar:
-   ¡Socorro! ¡Socorro!
Otra le contestó enseguida:
-   ¡Ave María Purísima!
Los hombres se arremolinaban. Los chicos corrían.  

Las madres agarraban a sus hijos. Las novias se abrazaban de sus novios. Las esposas buscaban a sus maridos:
-   ¡Sinforoso! ¡Sinforosito Mío! ¿qué te has hecho?
Los cuerpos se tropezaban en la sombra. La gente se desbandaba hacia la entrada del solar. Algunos tropezaron con la casilla y al derribaron:
-   ¡Cuidado, que va a estallar! –gritó alguien.

Un señor obeso, que corría a cuatro patas, sintió que un pesado zapato de gruesos clavos se le asentaba con toda fuerza sobre la mano: dando un berrido de dolor se enderezó de golpe, y lanzó un puñetazo al frente. Sin decir palabra el vecino se revolvió contra él, le contestó con el mismo entusiasmo, y ambos se liaron a trompicones. Algunos que estaban cerca, alcanzados por los puñetazos, terciaron en la refriega. Varias señoras de edad fueron pisoteadas. Muchas muchachas sufrían magullones y sentían contactos nada delicados en diferentes localidades de sus cuerpos. Varios niños plañían a punto de perecer sofocados. De este modo ardían en el solar, hasta hace un minuto pacifico, numerosas guazábaras singulares, a la sombra del negro firmamento donde sonreían benévolamente las estrellas.

Fuente: Revista de las Indias, El Cinematógrafo, Época 2ª, N° 9, Septiembre de 1939.   
Imagen: Película Cinema Splendor, de Ettore Scola, 1988.   

8.11.12

El cine por primera vez –Corte 1-


Un ejercicio de memoria sería recordar cómo fue nuestra primera vez ante la pantalla gigante, que película vimos, y cuáles fueron las sensaciones que sentimos de ahí en adelante ante la emoción de asistir a la función del teatro de barrio local, con quién fuimos, si fue entre semana o el denominado matiné para niños y jóvenes. Para algunos su visita a la sala oscura pudo haber sido en la escuela, en la campaña educativa que una reconocida empresa de aseo bucal entregaba cada año escolar con el famoso doctor muelitas y su frase “los dientes de arriba se cepillan hacía abajo, los dientes de abajo se cepillan hacia arriba”, filme institucional en 16 mm., y dibujos animados, acompañado del kit respectivo que cada escolar llevaba a su casa en el proceso comercial preciso que la empresa deseaba para ofertar su producto.

También en el colegio el cine se atravesaba de vez en cuando, nuevamente en 16 mm., con los famosos documentales educativos de la BBC de Londres en temas científicos o de ciencias naturales o una ficción religiosa para complementar la clase, Moisés o Los Diez Mandamientos. Pero la opción más concurrida que mezclaba diversas edades, y otros colegios, eran aquellos contratos que hacían los directivos escolares con empresarios externos que ofrecían alguna función en el principal teatro de la ciudad, con una cinta de moda o “adecuada” para la edad, hora y media de silbidos, disputas colegiales con grotescas palabras, besos fortuitos de parejas clandestinas, saboteo constante al vecino de al frente –chicles, escupitajos, jalones de pelo, etc.-, finalmente, el descanso para algunos –sobretodo los profesores- al denotar en la pantalla los créditos de tan in-sufrible experiencia.

Si devolvemos el rollo del tiempo a la exhibición primitiva del cine, encontramos que es un dispositivo envuelto en el espectáculo de feria, novedad científica que refleja el mundo real en la irreal sombra de un espacio adecuado para su efecto, la caverna de Platón con la cámara oscura descrita como una habitación con un minúsculo agujero en una de las paredes (Aumont, Marie, 2006:41). Con emisarios puestos en puntos estratégicos y universos diversos, precursores del cine que ofrecieron su invento proyectando cintas cortas de hechos cotidianos o por el contrario filmando el día a día para imprimir y proyectar en la noche, donde algunos espectadores sorprendidos veían reflejada su estampa y terruño en el cotidiano acontecer de su vida pública, sorprendidos asentían el impacto de verse, aplaudiendo, riendo o abrazándose con el público acompañante; por el contrario, violentados en su imagen, censuraban la desfachatez que sin autorización, había cometido el comerciante al ponerlos en evidencia ante los demás por el efecto de la imagen hecha movimiento.

Contrario a lo que se cree, el cine casero también fue tradicional en los primeros momentos del cine, refiriéndome a espacios pequeños con pocos asistentes al disfrute de la exhibición, inclusive con el cinematógrafo de Auguste y Louis Lumière entre las  sombras y las luces aquel 28 de diciembre de 1895 en el Salón Indio del Grand Café en el número 14 del Bulevar de los Capuchinos, cuando puso su artefacto a disposición de un público asombrado ante la salida de los obreros de la fabrica o el regador regado. Más adelante, con los usos emergidos en los avances técnicos, los pequeños proyectores aparecieron en la industrialización del arte para medios educativos y divertimento familiar, un ejemplo concreto fueron los denominados Pathé Baby que se comercializaron al espacio de la enseñanza escolar con películas de ese orden, y al ámbito privado de la sala con obras de Chaplin, Félix el Gato, o documentales del mundo –vistas en movimiento-.


El proyector fílmico, económico, sencillo y acomodado a las necesidades del público, se fue instaurando en las acciones de divertimento creadas por un sector de la población, sobretodo la de las altas esferas que podía acceder por su situación económica, al entramado completo: equipo, películas y pantalla. Forma de mostrar a los invitados cierto status cultural de acceso a un divertimento de moda en los ambientes sociales de las principales ciudades en las primeras décadas del Siglo XX, donde el cine en toda su extensión, podía ser observado sin mediar la censura.

Dos dimensiones de ver el cine fueron puestas al mercado por Eastman Kodak, la primera en  1923 con la película de 16 mm., oposición al ya tradicional cine en 35 mm.,  posibilidad para algunos países que veían en el formato un elemento económico y  sencillo de realización cinematográfica extensiva a diversos empleos, desde la educación hasta la diversión en privado. En 1932 apareció el Súper 8 –Cine Kodak Eight, u 8 Estándar- sistema casero que con el tiempo cobró relevancia entre cineastas, y que al día de hoy se recupera –igual que el 16 mm.- de archivos caseros para realizar obras fílmicas que ponen sobre el presente memorias opuestas o escondidas de un hecho familiar común.

Por su parte las cámaras de video en su evolución científica y técnica, aportaron al entorno cultural, económico y social  de los países en desarrollo, en el entramado de la creación artística, la aparición del medio televisivo, y su apuesta al uso casero para registrar los hechos más relevantes del hábitat familiar: cumpleaños, paseos, navidad, fin de año, etc., hacen parte del espectáculo privado puesto público al ser exhibido en momentos trascendentales cuando el hecho social lo ameritaba. Teniendo luego otros artefactos de la “reproductividad técnica” como dirá Walter Benjamín para las obras de arte, pero desde video y el cine, con el betamax creado por Sony en 1975, el VHS –Video Home System-  aparecido en el mercado en 1973 por JVC, los dos, casetes de cinta magnética en algunos casos regrabables, y que sirvieron para comercializar el cine y ponerlo al alcance del hogar, surgiendo un nuevo mercado de producción y exhibición con las video tiendas.

Con la aparición del DVD -Digital Versatile Disc- en 1995, nuevamente se transforma el mercado audiovisual, y con este la metamorfosis más efectiva de la conservación cinematográfica, algo insospechado en otros momentos en el ámbito del patrimonio, lo que puso en el mercado, elegante y ordinariamente, las películas más connotadas de la historia del cine, socializando el séptimo arte, convirtiéndolo más asequible en sus obras maestras, y creando cierta especialidad ficticia donde todos opinan y asumen el hecho fílmico en sus cineclubes domésticos, con tres características: como capital cultural -acorde a los diversos gustos-, vulgarización eficaz y generalización traumática.

El recorrido que he realizado pone de manifiesto algunas formas y medios de ver cine por primera vez, agregando que algunos como los de la telefonía móvil, y la internet con su plataforma, suman al hecho del encuentro con “el mundo puesto al alcance de la mano” como decía el mago George Méliès. Seguimos inmersos al mundo, más cercanos y con mayor intensidad, compartiendo, pegando, copiando, borrando, en medio de la infinita obra del ser humano que con los pasos del día a día sobrepone un nuevo invento.                         
              

5.11.12

Cali, la ciudad del domingo


Escrito por el poeta Eduardo Carranza (1913-1985), el texto titulado “Cali, la ciudad del domingo” es una apuesta clásica del sentir y descubrir una ciudad en el entorno de la provincia colombiana en 1939. Reflexión poética que nos transporta en el tiempo a ese “Cali que se fue” o al denominado “Cali viejo”, tan constantemente traído al presente cuando en conversaciones con los adultos sabios de la vida, nos ponen en el telón de los recuerdos y las palabras, los espacios, las gentes, y los modos de vivir de la capital vallecaucana.  
   
1
Ya para llegar a Cali se nos enreda en el alma una vaga ansiedad de víspera. Esa amabilísima zozobra que nos invade las venas cuando se acercan aquellos días que, presentimos, serán domingos eternos del corazón. Parece que la ciudad avanzara un brazo de aroma, de tibia felicidad, de lánguida música, un envolvente abrazo de inexplicable hechizo, para atraernos, desde lejos. Parece que la ciudad nos mostrara, allá, unos maduros labios de fruta, que nos llamara, suave y urgida con una caliente vocecita.

La luz se filtra por el aire con un dorado rumor de flotantes trigales: cae “como un agua seca” este férvido sol del Valle, dulcísimo arquitecto de las frutas: dos mariposas, satélites del arco-iris, ensayan su dichosa telegrafía de reflejos. Parecen los guaduales sedosamente desmayados bajo una invisible caricia. Yo no sé por qué me ha parecido siempre que los guaduales son las esponjadas palomas en el reino de los árboles.

El paisaje del Valle se alarga tan perezoso y voluptuoso, tan de hamaca y olvido, que nos olvidaríamos del cielo si no estuvieran allí las palmeras para recordádnoslo. Vibra, de repente, un pitazo trémulo y altísimo que parece enarbolar toda la claridad del mediodía. Y estamos en Cali, ya en plena fiesta, en cabal domingo, sin azules brumas de víspera, con segura luz de presente. Estamos en Cali, la sirena disfrazada de ciudad.

2
Hay algo embriagador en el aíre de esta ciudad habitadas por figuras de moreno cuerpo flexible. Llevan floreados trajes de olán que, entre la brisa, son como jardines volando. Nos miran con nocturnos ojos venidnos de no sé qué ensueño árabe. Las voces ondulan, alegres y salinas como delgadas olas. Avanzan con una delicada violencia, con una firme dulzura, desenvolviendo en la luz un móvil friso palpitante. Sus brazos abren melodiosos surcos, lentos, en el día de claro semblante. Se diría que pequeñas olas levantadas, andarinas y cantarinas, han invadido las calles, viendo cruzar a nuestro lado a estas niñas que tienen las voces y los ojos más jóvenes que el cuerpo. Por la tarde es dulce vagar mientras la diurna claridad se avapora sobre los jardines.

En el fondo de un vago salón unas manos que no sabemos ascienden y descienden por esa escala del piano en donde reside toda la música. En la cima de aquella escala, ingenuamente bella, nuestro sueño sitúa a una colegiala de pestañas onduladas por la costumbre de poner a vagar las miradas y los pensamientos por otro cielo de amorosas nubes. La tarde se va, insensiblemente, como una música que se aleja. Y parece que momentáneamente quisiera eternizarse en el perfil de los modernos edificios cortado a pico por el diamante del último sol.


3
Hay un sitio cercano a Cali que parece haber nacido en el habla de aquellos poetas de oriente que loaban las rosas y el vino en baladas de lánguida estructura. Ascienden las palmeras que tienen en al cima de verde lucero desflecado. Las horas se deslizan blandamente entre guaduales que, antes, en el tiempo del vuelo, debieron tener plumas y volar. Zumba la luz como una abeja ebria. Allí mis ojos vieron a esa muchacha que, nadando, era igual a una espada de música en el corazón de la piscina. Era como un vivo jazmín de largo talle, blanco no, moreno, dorado, inexpresable. Su perfil se diría cincelado en una estrella: tan delicadamente puro. Tiene un rítmico nombre octosílabo en donde podrían apoyarse todos los romances de la galantería. Por sus labios hablaba y sonreía esa sirena disfrazada de ciudad que es Cali, mientras una garza volaba sola, semejante a una blanca tilde extraviada.

4
Cali. Tatuaje azul en la memoria. Aire sembrado de canciones. Tras el bordado hierro gongorino de las rejas se desdibujan morunos rostros de almendros ojos que fulguran sombríamente. Sobre algunos patios flotan los fantasmas de voces ya idas entre el encantado balbuceo de un agua que nos refresca el alma. Un río de curvo rumor le ciñe orlas de espuma y la abraza con un nocturno abrazo de serenata. En la mañana vemos unas lejanas, azúleas, casi diáfanas montañas. 

Pensamos que de un momento a otro van a disolverse en una columna de celeste humo. Más allá está el mar tejiendo su eterno madrigal de espuma o su ronca oda de tifones. Y nos parece que las montañas son una remota armada de cristal con desplegadas velas de tremulante y azul gasa, lista para zarpar hacia una playa del sur en donde pasean, morenas, las muchachas, entre un viento de oro, entre doradas palmeras y bajo el vuelo maravilloso de los pájaros multicolores.    

Fuente e imágenes
-Eduardo Carranza, Cali, la ciudad del domingo, Revista Estampa, Bogotá, abril de 1939.