26.4.24

¿El cine está en todas partes?

Reseña: Jacques Aumont, Lo que queda del cine, la marca editora, Buenos Aires, 2020.

El autor francés, Jacques Aumont, ha sido crítico de cine de la revista Cahiers Du Cinema, además de teorizar sobre la imagen, el montaje, la estética y el análisis cinematográfico, siendo autor de diversos ensayos sobre estas materias, así como de un recomendable Diccionario teórico y crítico de cine –junto a Michel Marie (2006)- publicado por la marca editora, empresa editorial Argentina que ha posicionado diversos temas del ámbito académico del arte y el cine para aquellos investigadores y profesores que buscamos en el panorama de la disertación intelectual espacios y referencias de la imagen y sus posibilidades de representación.

El libro que reseñamos cumple como estudio teórico desde la experiencia de identificar el cine como acción cultural y global, revisado con la lupa de las formas y medios de su visualización con la tradicional forma “clásica” de encuentro con la sala, sus cambios aplicados en la tecnología, el espacio privado, las otras pantallas y como discurso curatorial.      

En su nota introductoria, el autor afirma a propósito de los espacios de reivindicación de los territorios del cine, lo siguiente: “Mi punto de vista en este ensayo es imple: pienso que el cine dista de haber desaparecido en su forma más habitual, y que, entre las nuevas maneras de aparecer de la imagen en movimiento, sigue distinguiéndose como portador de una combinación de ciertos valores, de los que tiene la exclusividad” (p. 11). La respuesta a este planteamiento tiene un desarrollo que vincula el vocabulario de este siglo, las fronteras, el pasado y las permanecías del cine bajo criterios que entrelazan referentes teóricos, obras, y la experticia de la mirada de Aumont ante la facultad de ir dilucidando y entrelazando las trasformaciones de un dispositivo social, siempre con las disposiciones de un discurso teórico en el entramado de la creación, y sus disputas.

Un punto de partida de las dificultades del vocabulario en el siglo XXI, es la película El arca rusa -2002- de Alexander Sokúrov y, el uso de la técnica digital con algunas manifestaciones críticas sobre el paso de un escenario analógico a una certeza tecnológica desde la realización, un punto hegemónico que explica el autor con proporciones enfocadas a un concepto que ha hecho “carrera” notoria en los ámbitos educativos y del discurso, paralelo con otras manifestaciones, instalaciones y “formas de ver”, en concreto la definición de “imagen en movimiento”, que por sí sola viene con el fulgor histórico del desarrollo de la fotografía y sus encuentros con el cine: “Definir en extensión no es definir. Lo que me preocupa en la empresa Sí-es-cine (y teniendo en cuenta su tono perentorio, me pone los pelos de punta) es que no le encuentro respuesta a esta cuestión sin embargo esencial: ¿qué significa, en comprensión, la idea de que el cine es toda imagen en movimiento, cualquiera que fuese su origen, cualquiera que fuese su objetivo, cualquiera que fuesen sus espectadores? (p. 22).

El segundo capítulo, ¿Hasta dónde va el cine? Fronteras, tiene una pregunta resonante y otra que la complementa en su dispersión: ¿Qué es el cine? ¿Dónde está el cine? Un significativo gesto que va a la deriva de la crítica, y porque no de la cinefilia en debatir y considerar lo “que es y no era cine” en el camino textual, oral y de observación festivalera en ciertos estereotipos repetidos; sumando las relaciones con otras artes: : “Del mismo modo, el arte visual no está reservado al cine; tiene su lugar, ya designado, en el Museo, donde terminó por encontrarlo, y para empezar en la forma del “arte video” (p.35);  finalizando su connotada reflexión en torno al libro de Gene Youngblood en su aparte titulado “expanded y otras ensoñaciones”.

Las mutaciones que ha tenido el pasado en el cine, es decir, su realidad histórica en ciertos referentes que se encargan de definirnos en el presente que su argumento y representación fueron parte de un momento de cambios en las narrativas y acercamientos a otras imágenes y formas, sumando las comparaciones que “saltaron a la vista” ante los espectadores con la experiencia que cuenta el autor sobre el Congreso de la Federación de Archivos Fílmicos celebrada en Sao Paulo en el año 2006 donde se comparó la técnica analógica y la técnica digital. Además, posiciona una idea crítica ante lo que vemos y asumimos como cine: “Preguntarse qué es “lo que queda” del cine es también preguntarse qué ha desaparecido. Y esto no dejé de machacarlo: el cine en cuanto tal no ha desaparecido; es una práctica social extendida, una manera corriente de ocupar el tiempo y la cabeza” (p. 45); una idea para bifurcarse en dos situaciones: aquella que nos indica que el cine ya no tiene la exclusividad de las imágenes en movimiento, y la que nos lleva a que el cine ha vuelto al modo Méliès, dice Aumont.

Sobre el concepto de historicidad, parte de una referencia –David Rodowick-, y una frase lapidaria –“El cine no es más un medio moderno; es completamente parte de la historia” (p. 54)-, enfocando su reflexión en poner brevemente de manifiesto que la historia del cine es movible en su trasegar coyuntural como idea y espejo de otras historias en discusión, como la historia del arte, afirmando: “Ciertamente no son historias autónomas (ni el arte ni el cine se desarrollan independientemente de las sociedades que los producen), pero durante largo tiempo se  las narró como si, por el contrario, hubiesen tenido lugar en un cielo de valores sin otras coerciones que las de la técnica, en un modo que repetía ad infinitum el mito de la inspiración del artista atado por la crueldad del productor (o la inversa)” (p.56).      

Podemos agregar que esto define –ya viene sucediendo desde décadas atrás- otras escrituras de la historia del cine: ampliando fronteras, revisitando fuentes, y accediendo a la información “oculta” que era imposible explorar por acceso y visualización, una reconstrucción de nuestro pasado en el que inclusive obras recientes –imágenes en movimiento-, posicionan el archivo fílmico con lecturas desde el dispositivo digital, y la pericia del montaje, es decir, nuevas narrativas que desde el presente configuran el pasado.

El cuarto y último capítulo, titulado Permanencias, se sustenta en las premisas: Primero: ¿Qué queda de la experiencia de la visión? Sala oscura, proyección, y soporte material de la imagen, forman parte de una evolución de la mirada, y el quehacer del espectador, desde lo público a lo privado y partiendo de connotados referentes del cine, hasta las nuevas formas vinculantes al espacio museístico, un valor agregado que puede servirnos de ejemplo sobre esa frontera problemática en las que se ha posicionado el cine con “otros” espacios de intervención y exhibición.   Segundo: ¿Qué queda de la relación de inmediatez? El tiempo, el espacio, y los nuevos medios en función de la tradición de unas formas de acercarse al cine desde el connotado referente ficcional y el “documental web”, como analiza Aumont con la ambigüedad de estos tiempos entre internet, cine, y formas de acercarse a ciertas narrativas desde un abanico de pantallas. Por eso el tiempo fílmico, desde la teoría del cine, se torna clave para entender las disertaciones del autor: Pasolini, Tarkovski, Godard, Bresson, entre otros, son referente y punto de inflexión, los cuales entran en diálogo con el acento que propone en tres momentos: el tiempo de la sesión –cinematográfico; el tiempo representado –diegético-; el tiempo esculpido –flujo, fluido, o entrecortado- (p. 79).

El “encuentro”, un concepto aplicado en la parte final de este libro, inicia con Sartre y su reflexión sobre el relato, su conexión con el cine y sus “maneras de entender” la película Ciudadano Kane. Lo que queda del programa estético es una cuestión de análisis derivados de autores y sus connotadas apuestas por obras y formas de representación fílmica, donde intervienen las primeras imágenes de los pioneros, las vanguardias, los planos largos, el montaje, entre otros: “Este tema del “encuentro” está en el corazón de una estética del cine, una estética particular pero que tuvo una enorme repercusión. La idea de que el cine está consagrado a encontrar la realidad (en ocasiones lo real) nació, grosso modo, después de la Segunda Guerra Mundial, en la crítica europea y sobre todo francesa” (p.84).

Ante las formas tradicionales de encontrarnos con el cine –salas alternas, cinematecas, multiplex-, y las que han aparecido en otro espacios y tecnologías, incluyendo el aparato televisivo y sus pulgadas junto a las plataformas vía internet; el cine sigue su recorrido, lo que queda en su encuentro se define desde nuestras afujías y recuerdos con las identificaciones que hacemos con la memoria: el cine por primera vez, las clases de apreciación cinematográfica sin acceso a algunas películas, las posibilidades del video y sus variaciones, y el archivo digital junto a la piratería, todas en una misma función de interpretación y encuentro que varía según la experiencia y el gusto por el cine. Por eso, siguiendo la cita de Aumont, nos abrazamos en su idea: “Ya sea que vea un film cinematografiado sobre película, un dibujo animado, un film trucado de una u otra manera, siempre veo una obra de imagen en movimiento, y eso es lo que llamo film. En pocas palabras, a mis ojos el film se define en términos espectatoriales, no creatoriales” (p.17).         

Y por supuesto, ¡el cine está en todas partes!

                 

 

             

1.4.24

Una casona a través de un fotograma

En Buga, a inicios de los años noventa, vivimos en una casa ubicada en la calle quinta, esquinera y con un considerable frente sobre la carrera séptima que acompañaba un andén en el que escasamente podía caminar una persona. En su frente, encontrabas una amplia puerta de entrada, zaguán, y dos ventanas hacia la calle; cinco cuartos, uno con tablillas; baldosas de color vino tinto y mostaza que combinaban con el blanco puro de la cal en las paredes, y los listones café que sostenían el techo en comunión con las ya reconocidas tejas españolas del paisaje bugueño; dos pequeñas salas; un espacio para el comedor; la ducha y el sanitario divididos con una pared en lo que podía ser otro cuarto; una cocina estrecha, teniendo en cuenta las proporciones del espacio; un patio pequeño y otro cuarto destinado a “San Alejo”.

El plus de esta casa era un patio interior central empedrado –seguramente con piedras traídas del rio Guadalajara- y organizado magistralmente por islas que encerraban un jardín de rosas, bifloras, y veraneras; cohesión con las otras matas, las maternas, aquellas que años atrás cuidadosamente la señora María Fanny Cardona traía sembradas con sus manos, las de las pesadas materas con sus ganchos que sumaban al trasteo de un solo camión desde otras casas, igual de “viejas y grandes” como la descrita.

Dicen que allí funcionó por algunos años un centro de enseñanza escolar primaria regentado por dos hermanas, aquellas que al caer la tarde siempre salían con sus sillas al portón a la ya connotada costumbre bugueña de coger la fresca, la que escasamente llegaba de las inmediaciones del río y el paisaje montañoso desde la cordillera central con su famoso “derrumbado”. Y alguien familiar recuerda pasar muchas veces por esa calle, verlas en parloteo, y echarle un vistazo a la casa, asumiendo que algún día le gustaría vivir allí, sueño que a futuro cumpliría. También suma como parte de este cuento nuestra querida vecina de la carrera séptima, Margarita Cruz, eterna figura de la ciudad, reconocida por distribuir el periódico en su bicicleta, siempre con la canasta que acompañaba junto a una placa del periódico El País.

Años atrás identifique en la película La virgen y el fotógrafo -1983- de Luis Alfredo Sánchez, un fotograma de la casa reseñada, todo un trayecto vehicular por la carrera séptima en el carro de “Foto Social”, conducido por el personaje interpretado por Franky Linero mientras conversa con el sacerdote en cuerpo, sotana y voz, del actor Santiago García; allí, recogen a dos amigas del fotógrafo, “no tan santas” para el incómodo padre de la iglesia quien logra alivianar las pasiones mundanas de la carne. Ese momento de la película activa el dispositivo de rememorar el espacio público, y el espacio privado, el último se mantiene en parte, el otro ya no existe, la casa fue destruida, no pasó la revisión como patrimonio arquitectónico de la ciudad, pasando por encima, tal vez, de una reglamentación desde la administración pública, o se desestimó su importancia para darle espacio a un “conjunto de casitas” levantadas a imagen y semejanza de sus dueños. El paisaje cambiante de nuestras ciudades es notorio ante la destrucción del patrimonio: casas, edificios, parques, teatros, calles, etc. Suma el crecimiento poblacional y vehicular, el Plan de Ordenamiento Territorial –POT-, y el resto de decisiones que funcionan al vaivén de las cambiantes formas de pensarse las ciudades, con modelos casi siempre copiados de otras que para bien o mal, pueden funcionar.

Y para seguir en la línea de las imágenes, agregamos que también la película fue filmada en la población de Guacarí, y para los nostálgicos de su parque central, aparece glorificado el bellísimo Samán: verde, luminoso, y muy vivo, homenajeado en la moneda de 500 pesos una vez a sus 75 años falleciera en el año 1989. Todo un lujo desde el cine, ver el retrato de un patrimonio ya inexistente con el lente desde la dirección de fotografía de Jorge Pinto, la foto fija de Nereo López, y la asistencia en dirección de Camila Loboguerrero, el casting de María Mercedes Vásquez junto a la pléyade de actores de la televisión y el cine nacional de la década.

En el caso del ejemplo narrado tenemos una conexión con la representación cinematográfica y la memoria, un mapa mental de recuerdos que ayudan asociar significados, personajes y una narrativa. Otro uso de las películas, lograr que identifiquemos señales del pasado, apropiando para nuestros gustos escenarios afectivos, familiares, y geográficos, así, las imágenes que capturamos en nuestra retina suman a sacar del olvido esa incesante búsqueda por reconfigurar nuestro pasado.