En Buga, a inicios de los años noventa, vivimos en una
casa ubicada en la calle quinta, esquinera y con un considerable frente sobre
la carrera séptima que acompañaba un andén en el que escasamente podía caminar
una persona. En su frente, encontrabas una amplia puerta de entrada, zaguán, y dos
ventanas hacia la calle; cinco cuartos, uno con tablillas; baldosas de color
vino tinto y mostaza que combinaban con el blanco puro de la cal en las paredes,
y los listones café que sostenían el techo en comunión con las ya reconocidas
tejas españolas del paisaje bugueño; dos pequeñas salas; un espacio para el
comedor; la ducha y el sanitario divididos con una pared en lo que podía ser
otro cuarto; una cocina estrecha, teniendo en cuenta las proporciones del
espacio; un patio pequeño y otro cuarto destinado a “San Alejo”.
El plus de esta casa era un patio interior central
empedrado –seguramente con piedras traídas del rio Guadalajara- y organizado
magistralmente por islas que encerraban un jardín de rosas, bifloras, y veraneras;
cohesión con las otras matas, las maternas, aquellas que años atrás cuidadosamente
la señora María Fanny Cardona traía sembradas con sus manos, las de las pesadas
materas con sus ganchos que sumaban al trasteo de un solo camión desde otras
casas, igual de “viejas y grandes” como la descrita.
Dicen que allí funcionó por algunos años un centro de enseñanza
escolar primaria regentado por dos hermanas, aquellas que al caer la tarde
siempre salían con sus sillas al portón a la ya connotada costumbre bugueña de
coger la fresca, la que escasamente llegaba de las inmediaciones del río y el
paisaje montañoso desde la cordillera central con su famoso “derrumbado”. Y
alguien familiar recuerda pasar muchas veces por esa calle, verlas en parloteo,
y echarle un vistazo a la casa, asumiendo que algún día le gustaría vivir allí,
sueño que a futuro cumpliría. También suma como parte de este cuento nuestra
querida vecina de la carrera séptima, Margarita Cruz, eterna figura de la
ciudad, reconocida por distribuir el periódico en su bicicleta, siempre con la
canasta que acompañaba junto a una placa del periódico El País.
Años atrás identifique en la película La virgen y el fotógrafo -1983- de Luis Alfredo Sánchez, un fotograma de la casa reseñada, todo un trayecto vehicular por la carrera séptima en el carro de “Foto Social”, conducido por el personaje interpretado por Franky Linero mientras conversa con el sacerdote en cuerpo, sotana y voz, del actor Santiago García; allí, recogen a dos amigas del fotógrafo, “no tan santas” para el incómodo padre de la iglesia quien logra alivianar las pasiones mundanas de la carne. Ese momento de la película activa el dispositivo de rememorar el espacio público, y el espacio privado, el último se mantiene en parte, el otro ya no existe, la casa fue destruida, no pasó la revisión como patrimonio arquitectónico de la ciudad, pasando por encima, tal vez, de una reglamentación desde la administración pública, o se desestimó su importancia para darle espacio a un “conjunto de casitas” levantadas a imagen y semejanza de sus dueños. El paisaje cambiante de nuestras ciudades es notorio ante la destrucción del patrimonio: casas, edificios, parques, teatros, calles, etc. Suma el crecimiento poblacional y vehicular, el Plan de Ordenamiento Territorial –POT-, y el resto de decisiones que funcionan al vaivén de las cambiantes formas de pensarse las ciudades, con modelos casi siempre copiados de otras que para bien o mal, pueden funcionar.
Y para seguir en la línea de las imágenes, agregamos
que también la película fue filmada en la población de Guacarí, y para los
nostálgicos de su parque central, aparece glorificado el bellísimo Samán:
verde, luminoso, y muy vivo, homenajeado en la moneda de 500 pesos una vez a
sus 75 años falleciera en el año 1989. Todo un lujo desde el cine, ver el
retrato de un patrimonio ya inexistente con el lente desde la dirección de
fotografía de Jorge Pinto, la foto fija de Nereo López, y la asistencia en
dirección de Camila Loboguerrero, el casting de María Mercedes Vásquez junto a la
pléyade de actores de la televisión y el cine nacional de la década.
En el caso del ejemplo narrado tenemos una conexión
con la representación cinematográfica y la memoria, un mapa mental de recuerdos
que ayudan asociar significados, personajes y una narrativa. Otro uso de las
películas, lograr que identifiquemos señales del pasado, apropiando para
nuestros gustos escenarios afectivos, familiares, y geográficos, así, las
imágenes que capturamos en nuestra retina suman a sacar del olvido esa
incesante búsqueda por reconfigurar nuestro pasado.
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