8.9.24

El cine clásico en medio de una rumba

En algún momento de los sesentas y setentas del siglo pasado, el repertorio del baile caleño y su música, se instauró en otras tonalidades melodiosas que ampliaron la “geografía rumbera” hacia otros pobladores, una evolución constante que nos llevó hasta los noventas, sitios como Juanchito, la calle quinta, el barrio obrero u otros espacios, marcaron a Cali con la bendición de Changó, la Taberna Latina, Convergencia o el Séptimo Cielo, por citar algunas; incorporando palabras como “viejoteca”, “melómanos” y “coleccionistas”, aunadas a una programación radial e institucional conectada con la Feria de Cali. 

Precisamente allí, en esta mezcla de intenciones y realidades de los barrios, sus pobladores, e inclusive la participación novelada, histórica y sociológica de este movimiento cultural como género literario, es que nace una resignificación de temas a través de un circuito juicioso de escogencia que pasa los filtros del oyente hasta la fiesta popular y privada, descubrimiento que tal como sucede en este texto, se dio hace más de diez años con una canción de autoría de Gonzalo Asencio Hernández- conocido en Cuba como el “tío Tom”- y cuya letra título “Mal de yerba”, y nosotros la gozamos como “Mujer de cabaret” en la voz del cantante Papaíto –Mario Muñoz Salazar-, quien  recorrió el siglo XX en diversas agrupaciones y acompañamientos musicales, incluyendo la Sonora Matancera y como solista desde el año 1979.

Con el oído atento, y la invitación que nos hace la letra, se citan películas del período clásico hollywoodense donde el sistema de estudios y el sistema de estrellas, marcan el derrotero de la industria hacia el mercado interno e internacional en la década de los cuarenta; así, las obras entran en función melodiosa al estilo del guaguancó cubano –percusión y relato-, y la composición comercial salsera venida de los setentas. Inicialmente, El cartero siempre llama dos veces -1946- de Tay Garnett con Lana Turner y John Garfield, puesta dramática vinculante al género del cine negro norteamericano que tuvo su versión en el año 1981 bajo la dirección de Bob Rafelson con Jessica Lange y Jack Nicholson. La segunda cinta se titula Mar de hierba -1947- de Elia Kazan, western que suma al repertorio de los porvenires del territorio y sus dificultades, protagonizada por Spencer Tracy y Katharine Hepburn.

El tercer largometraje vuelve al melodrama en conexión con la “trama negra” literaria en sus adaptaciones al cine, titulado El suplicio de una madre -1945-, filme dirigido por Michael Curtis con actuaciones de Joan Crawford y Jack Carson. Una cuarta obra complementa este tarareo, Tener y no tener -1944- de Howard Hawks, historia que se desarrolla en el contexto de la II Guerra Mundial, con la rasgada voz reveladora de Humphrey Bogart y la belleza de Lauren Bacall.

Se cita El gran bar, de la cual es difícil encontrar una referencia del período, y que induce a una traducción para la comunidad hispanohablante de una obra que seguro circulo con ese rotulo. La sexta obra titulada La luz que agoniza -1944- de George Cukor, nos traslada a la Inglaterra victoriana con una intrigante trama llena de sentimientos y ecos misteriosos en una antigua casa, actúan Íngrid Bergman y Charles Boyer. Por último, Murieron con las botas puestas -1941- de Raoul Walsh, retratando el viejo oeste desde la Guerras de Secesión Norteamérica y el posterior conflicto con las comunidades nativas, interpretan Eroll Flynn y Olivia de Havilland.     

Es interesante pensar que la apuesta original de esta canción en la cabeza de Gonzalo Asencio, pone un repertorio cinematográfico en diálogo con una historia de desamor sencilla e inspiradora que escuchada en la versión citada de Papaito, suma otras cantadas al son cubano melodioso y bailable; diferente al tributo realizado por Puntilla y el Conjunto Todo Rumbero -2008- que es pausado, y limpio en su percusión, folclórico y más espiritual con los sonidos del África ancestral y comunitario que llegó a las Antillas.     

Solo queda disfrutar el cine y, revisitar las películas si ya se han visto. Ponerlas en relación constante con nuestro ejercicio cinéfilo e histórico, sumando sus posibilidades narrativas que van más allá de una simple visualización, lo que involucra otros medios de fusionar y poner en discusión una narrativa para su conocimiento, la cual, en este caso, tiene una raíz con la música, las imágenes en movimiento, y esa electrizante sensación de vibrar con el baile, movimiento que en pareja o de forma individual, nos puede poner a pensar sobre el origen de sus letras y su incesante tarareo.

¡Oigan bien, camínalo!

 

                         

 

 

 

17.8.24

¡Los pecados acumulados, parcero!

 Reseña: Víctor Gaviria, El peladito que no duró nada, Editorial Planeta, 1991. 

La portada del libro trae la imagen de Jeyson Gallego desde las alturas de un espacio geográfico divisando la ciudad de Medellín, su mirada se dirige con la perspectiva de una frontera que metafóricamente incide en las diferencias y posibilidades de sobrevivir en los violentos años ochenta del pasado siglo, una vista que no volvería a contemplar ante su historia, la que se narra y resiste su breve vida.  El color negro, rojo y azul, sobresalen en la colorida portada, complementando el sonoro título con “el conflicto social de Rodrigo D No Futuro a través de la dramática historia de sus jóvenes actores”.  

En el portal Anadolu Ajansi con fecha de noviembre del año 2020, Víctor Gaviria concede una entrevista sobre la reedición de este libro, que parece tan lejano en el tiempo con todos estos muchachos muertos ante el estado sociocultural del pasado de la violencia política, el desplazamiento, y las faltas de oportunidades en lo básico que debe tener una sociedad, y el desarraigo por la vida, todas estas opciones en la apropiación de otros momentos de la historia del país desde la región antioqueña que involucra narcotraficantes, paramilitarismo y el Estado mismo con ciertos políticos de turno. Una frase resuena en la entrevista al director, anunciando que él publicó este libro no como literatura, sino como documento, es decir, como la organización de unas historias de vidas narradas al agite de los recuerdos de Tyron Gallego sobre su hermano, y las diversas rutas de conexión con los amigos, la familia, los barrios aledaños a sus vueltas, sus rumbas, y los muertos, todos cercanos al contexto de Jeyson.

Otro dato, las memorias consignadas de este diálogo fueron pensadas para un guion cinematográfico, parte del entramado de situaciones ya vividas con Rodrigo D que sumaban a ese universo de experiencias desde el entorno privado y público de unos jóvenes desarraigados ante ese presente tan complejo, el cual nos vacila y apropia con un lenguaje tan vital y la vez vigente, cambiante y natural en estos tiempos:

[…] En febrero fue cuando se mató Hugo Arley, ene se mes… En febrero, güevón, quince días antes de que mataran a mi hermanito. Se mató el parcero de Fáber, Hugo Arley, se pegó un changonazo, se suicidó… Fuimos al entierro de Hugo Arley, mi hermanito le tocó los pies y lo miró y le dijo: “¡Uy!, ¡¿quién será el próximo, güevoncito?!”. Mi hermanito lo estimaba. “¿Quién será el próximo, parcerito?”, y le cogió los pies. “Abran la caja”. Y el cucho de Arley, que es una gonorrea, no quería que la abrieran, y mi hermanito: “abran la caja”.  Y ese cucho, “no, no…”. “¡Abranla, gonorrea!”, le dijo así, lo bravió. Ahí mismo la dejó abrir, bajaron los ramos y la abrieron. Ahí mismo le tocó la cara y los pies. “¡Quién serpa el próximo, parcero?” (pág. 119).  

[…] Como si no hubiera pasado nada, charlando con la muerte, tan tan, lo paré a pata… ¡Eso es charlar con la muerte, mijo!, y cagado de la risa… Y lo enterraron. Y llorando. Entonces Fáber cogió la cinta: “¡el próximo nombre, Fáber Idrian Mendoza Ocampo!” … Es que él como que presentía la muerte… ¡Ay, marica! (pág. 120).

La muerte trágica se escenifica como algo normal -con los pecados acumulados, como dice una línea del texto-, va y viene desde las esquinas, las salidas al entorno y el intenso anecdotario que propicia la fuente directa de esos acontecimientos; una normalidad ante los pasos que se van a dar al día siguiente con las acciones y consabidas nostalgias que despierta la ausencia, el desarraigo, los recuerdos y ese vínculo de amistades, traiciones y retornos que parece el destino ya les tiene definido, tal vez vacío y sin títulos, como el índice que nos propone el libro en diez partes, cada una con el trazo incoloro y casi borrado de la imagen de Jeyson  -la de la portada-, un duelo narrado para los lectores que seguramente como dice su hermanito, “quedó en la mente de los más allegados. Solamente queda ahí. Ya murió ahí todo, parcero”.

Digamos que las memorias de un director de cine se compilan de innumerables textos sueltos publicados en revistas, periódicos, y cartas que recogen algunos asuntos de su profunda vocación creativa y relacionamientos con su contexto. Otros casos, como ocurre con este libro, apuntan a la inmediatez del resultado de una obra que crea debates por su directa temática de la realidad de una ciudad conectada con la situación del país, que visto, con la distancia que nos posibilita la historia del cine colombiano, suma como fuente de representación para ir tejiendo las narrativas de un periodo, sus dificultades y desafíos ante las “otras historias”.

Sí, estamos ante un documento sociológico que nos trasporta al pasado para incomodarnos y, ponernos en una posición de comprensión de la realidad con un lenguaje traído desde las entrañas de las relaciones de unos “pelaítos que no duraron nada”, y pasaron al olvido.          

Nota: recomiendo el libro compilado por Augusto Bernal de la Colección Borradores de Cine de la otrora Escuela de Cine Black María titulado Rodrigo D. No Futuro. Historias Recobradas, 2009.       

7.6.24

Los encuentros del cine con los espectáculos públicos en Colombia

Reseña: Angie Rico Agudelo, Las travesías del cine y los espectáculos públicos –Colombia en la transición del siglo diecinueve al veinte-, Cinemateca Distrital, Colección Becas, 2016.

La autora es historiadora de la Universidad Industrial de Santander –UIS-, dedicando su experticia académica a desentrañar la historia del cine y los espectáculos en la región santandereana y su capital Bucaramanga, publicando el Cinematógrafo: comentarios y crónicas sobre cine en Santander -2012-, y Bucaramanga en la penumbra: la exhibición cinematográfica 1897-1950, -2013-, los dos libros con la editorial de la UIS.   

El texto que reseñamos es una investigación que aborda el final del siglo decimonónico y las primeras décadas del siglo pasado, una mirada desde la historia de Colombia, los espectáculos que nos llegaban y los diálogos que estos tuvieron con el cine hasta que resalta en la cotidianidad de nuestras ciudades. Investigación que apropia diversos documentos para ir tejiendo algunos conceptos extraídos de fuentes secundarias, y entregarle al lector una historia enfocada en empresarios de espectáculos y variedades, espacios de socialización, acciones políticas, encuentros con la censura, y las posibilidades de divertimento de una sociedad envuelta entre el conservadurismo regeneracionista y los aires de la modernidad fílmica.

El primer capítulo, las rutas de los espectáculos públicos, nos pone de manifiesto las dificultades del territorio, sus recorridos y alcances ante los circuitos comerciales del trayecto del río Magdalena con las poblaciones de Barranquilla, Cartagena, Bucaramanga, Medellín y Bogotá, punto de inicio para explicarnos los entornos y posibilidades de mediar con la naturaleza, incluyendo la llegada del ferrocarril. En este punto resalta Angie Rico que “las compañías teatrales procedentes de España, Italia y Francia llegaron principalmente a las ciudades portuarias porque estas les garantizaban escenarios y públicos para sus temporadas” (p. 22). Llegando el momento del año 1897 donde aparece como efecto fundacional la llegada del cine a nuestro país por el puerto de Colón en la región de Panamá, bajo los efectos “mágicos” de dos posibilidades de exhibición: el vitascopio de Edison en manos del señor Balábrega en el mes de abril, y el cinematógrafo de los hermanos Lumière con Gabriel Veyre en el mes de junio (p.23-25).

Compañías teatrales y de ópera, cafés, clubes, salones, teatros municipales y privados, funcionaban acorde a una tradición europea, se cohesionaban con los cambios devenidos de una estructura heredada de la tradición colonial española, y avizoraban las nuevas manifestaciones de espectáculos acondicionados a los espacios de socialización. Allí, aparecen igualmente los primeros escenarios para ver ese invento de la imagen en movimiento con nombres variados, costos y divisiones según la “estratificación”, y variedades de divertimento que acompañaban estas exhibiciones; los títulos de las películas que nos expone el documento, y los cuales se trasladaban de región a región, o país, funcionaban dentro de un circuito de exposición constante, por eso las posibilidades de identificación y de observación podrían ser repetitivas, sumándole lo que llama la autora “nuevos lugares de encuentro”, donde los parques, y espacios públicos, suman a las posibilidades de diversificar la monotonía de un fin de siglo y los comienzos de otro, envuelto en la última guerra civil, y la herencia de una normatividad de buenos comportamientos, hábitos y la injerencia del poder religioso católico y las organizaciones de censura.

En su parte sobre el cine en la vida cotidiana, encontramos los alcances que este nuevo arte va teniendo en el proceso de reingeniería del país ante el caos suscitado por el último conflicto, y cambios trascendentales entre los viejos espectáculos ya reconocidos por los públicos, más ese nuevo foco de lenguaje audiovisual que atraía indistintamente a nuevos aficionados, los cuales, ahora sí, tenían acceso a entender ciertas obras que desde su posición no era permitido conocer, entrando las adaptaciones literarias a la pantalla y algunas series documentales de revisión educativa y pedagógica, o como afirma la autora: “Otras películas de esta época se enfocaron en explorar la magia en la pantalla: sobreposición, desaparición y levitación fueron algunos de los trucos que sirvieron para remplazar a las cintas decimonónicas que apelaban a segundos de atracción…, Además, las películas eran generalmente amenizadas con música en vivo, lo que seguramente contribuyó al enriquecimiento de la cultura musical de los asistentes” (p. 82).

Angie nos expone los empresarios, sus movidas y acciones en el circuito poblacional que se movían, en combinaciones y variedades de espectáculos que versaban sobre las movidas de un letargo cotidiano, lo que podía incluir las linternas mágicas, los números de canto y las funciones de acrobacia (p. 87). Sin embargo, nos explica que poco a poco el cine fue desplazando, por ejemplo, al teatro, estableciéndose desde 1912 la construcción de los grandes salones acondicionados a las funciones del cinematógrafo, entrando en escena la Empresa Nacional de Kinematográfos Universal, y la Sociedad industrial Cinematográfica Latinoamericana, y con esta el gran Salón Olympia en Bogotá; agregando los cambios suscitados en las formas de acercarse al cine, la reorganización de los espectadores, su escala y el papel de la mujer dentro de este escenario de representación cultural: “Con la creación de los nuevos espacios y la popularización de este canal de información empezaron a ocurrir algunas trasformaciones sociales. Los cambios se dieron, entre otros, sobre la posición social de la mujer. Los salones no tenían el aura de distinción de los teatros, ni existían en ellos palcos o galerías de tercer nivel, aunque si había diferenciaciones formales en la ubicación” (p. 92).

Junto a otros ejemplos, momentos, y ciudades, podemos identificar las posibilidades que desde el cine se presentaban en las sociabilidades y sus encuentros con los espectáculos, con un agregado, la censura, la cual comienza su labor con juntas, grupos de presión, “prohombres” conservadores, los designios religiosos, la prensa y algunas columnas de opinión, cortes de contenidos, razones de inmoralidad y cierre de espacios, lo cual significaba que se juntaban fuerzas de control ante lo que la pantalla proyectaba en los salones, y el resultante en las mentalidades de los espectadores. Finalmente, como agregado informativo, tenemos una cronología de las temporadas de cine entre los años 1897-1912 con los ítems: ciudad, mes, agente o empresa, y lugar.

El valor de esta investigación histórica es mostrar algunas características de apropiación de los espectáculos en algunas ciudades colombianas, sus propuestas, acciones y problemas, en recorridos singulares que indirectamente nos hace pensar en las necesidades de integrar a nuestras cotidianidades -del periodo estudiado-, un encuentro cultural, variado y tal vez monótono, con elementos extranjerizantes ya vinculantes en una geografía universal. El hilo que teje esta investigación es significativo con fuentes que posicionan una narrativa, y cumplen su objetivo, dándonos información de la transición de un siglo a otro en el foco de las travesías del cine, y con estos algunos vacíos de inserción, caso el occidente y sur de nuestro país que quedan sin un desarrollo atinado.   

 

 

 

 


26.4.24

¿El cine está en todas partes?

Reseña: Jacques Aumont, Lo que queda del cine, la marca editora, Buenos Aires, 2020.

El autor francés, Jacques Aumont, ha sido crítico de cine de la revista Cahiers Du Cinema, además de teorizar sobre la imagen, el montaje, la estética y el análisis cinematográfico, siendo autor de diversos ensayos sobre estas materias, así como de un recomendable Diccionario teórico y crítico de cine –junto a Michel Marie (2006)- publicado por la marca editora, empresa editorial Argentina que ha posicionado diversos temas del ámbito académico del arte y el cine para aquellos investigadores y profesores que buscamos en el panorama de la disertación intelectual espacios y referencias de la imagen y sus posibilidades de representación.

El libro que reseñamos cumple como estudio teórico desde la experiencia de identificar el cine como acción cultural y global, revisado con la lupa de las formas y medios de su visualización con la tradicional forma “clásica” de encuentro con la sala, sus cambios aplicados en la tecnología, el espacio privado, las otras pantallas y como discurso curatorial.      

En su nota introductoria, el autor afirma a propósito de los espacios de reivindicación de los territorios del cine, lo siguiente: “Mi punto de vista en este ensayo es imple: pienso que el cine dista de haber desaparecido en su forma más habitual, y que, entre las nuevas maneras de aparecer de la imagen en movimiento, sigue distinguiéndose como portador de una combinación de ciertos valores, de los que tiene la exclusividad” (p. 11). La respuesta a este planteamiento tiene un desarrollo que vincula el vocabulario de este siglo, las fronteras, el pasado y las permanecías del cine bajo criterios que entrelazan referentes teóricos, obras, y la experticia de la mirada de Aumont ante la facultad de ir dilucidando y entrelazando las trasformaciones de un dispositivo social, siempre con las disposiciones de un discurso teórico en el entramado de la creación, y sus disputas.

Un punto de partida de las dificultades del vocabulario en el siglo XXI, es la película El arca rusa -2002- de Alexander Sokúrov y, el uso de la técnica digital con algunas manifestaciones críticas sobre el paso de un escenario analógico a una certeza tecnológica desde la realización, un punto hegemónico que explica el autor con proporciones enfocadas a un concepto que ha hecho “carrera” notoria en los ámbitos educativos y del discurso, paralelo con otras manifestaciones, instalaciones y “formas de ver”, en concreto la definición de “imagen en movimiento”, que por sí sola viene con el fulgor histórico del desarrollo de la fotografía y sus encuentros con el cine: “Definir en extensión no es definir. Lo que me preocupa en la empresa Sí-es-cine (y teniendo en cuenta su tono perentorio, me pone los pelos de punta) es que no le encuentro respuesta a esta cuestión sin embargo esencial: ¿qué significa, en comprensión, la idea de que el cine es toda imagen en movimiento, cualquiera que fuese su origen, cualquiera que fuese su objetivo, cualquiera que fuesen sus espectadores? (p. 22).

El segundo capítulo, ¿Hasta dónde va el cine? Fronteras, tiene una pregunta resonante y otra que la complementa en su dispersión: ¿Qué es el cine? ¿Dónde está el cine? Un significativo gesto que va a la deriva de la crítica, y porque no de la cinefilia en debatir y considerar lo “que es y no era cine” en el camino textual, oral y de observación festivalera en ciertos estereotipos repetidos; sumando las relaciones con otras artes: : “Del mismo modo, el arte visual no está reservado al cine; tiene su lugar, ya designado, en el Museo, donde terminó por encontrarlo, y para empezar en la forma del “arte video” (p.35);  finalizando su connotada reflexión en torno al libro de Gene Youngblood en su aparte titulado “expanded y otras ensoñaciones”.

Las mutaciones que ha tenido el pasado en el cine, es decir, su realidad histórica en ciertos referentes que se encargan de definirnos en el presente que su argumento y representación fueron parte de un momento de cambios en las narrativas y acercamientos a otras imágenes y formas, sumando las comparaciones que “saltaron a la vista” ante los espectadores con la experiencia que cuenta el autor sobre el Congreso de la Federación de Archivos Fílmicos celebrada en Sao Paulo en el año 2006 donde se comparó la técnica analógica y la técnica digital. Además, posiciona una idea crítica ante lo que vemos y asumimos como cine: “Preguntarse qué es “lo que queda” del cine es también preguntarse qué ha desaparecido. Y esto no dejé de machacarlo: el cine en cuanto tal no ha desaparecido; es una práctica social extendida, una manera corriente de ocupar el tiempo y la cabeza” (p. 45); una idea para bifurcarse en dos situaciones: aquella que nos indica que el cine ya no tiene la exclusividad de las imágenes en movimiento, y la que nos lleva a que el cine ha vuelto al modo Méliès, dice Aumont.

Sobre el concepto de historicidad, parte de una referencia –David Rodowick-, y una frase lapidaria –“El cine no es más un medio moderno; es completamente parte de la historia” (p. 54)-, enfocando su reflexión en poner brevemente de manifiesto que la historia del cine es movible en su trasegar coyuntural como idea y espejo de otras historias en discusión, como la historia del arte, afirmando: “Ciertamente no son historias autónomas (ni el arte ni el cine se desarrollan independientemente de las sociedades que los producen), pero durante largo tiempo se  las narró como si, por el contrario, hubiesen tenido lugar en un cielo de valores sin otras coerciones que las de la técnica, en un modo que repetía ad infinitum el mito de la inspiración del artista atado por la crueldad del productor (o la inversa)” (p.56).      

Podemos agregar que esto define –ya viene sucediendo desde décadas atrás- otras escrituras de la historia del cine: ampliando fronteras, revisitando fuentes, y accediendo a la información “oculta” que era imposible explorar por acceso y visualización, una reconstrucción de nuestro pasado en el que inclusive obras recientes –imágenes en movimiento-, posicionan el archivo fílmico con lecturas desde el dispositivo digital, y la pericia del montaje, es decir, nuevas narrativas que desde el presente configuran el pasado.

El cuarto y último capítulo, titulado Permanencias, se sustenta en las premisas: Primero: ¿Qué queda de la experiencia de la visión? Sala oscura, proyección, y soporte material de la imagen, forman parte de una evolución de la mirada, y el quehacer del espectador, desde lo público a lo privado y partiendo de connotados referentes del cine, hasta las nuevas formas vinculantes al espacio museístico, un valor agregado que puede servirnos de ejemplo sobre esa frontera problemática en las que se ha posicionado el cine con “otros” espacios de intervención y exhibición.   Segundo: ¿Qué queda de la relación de inmediatez? El tiempo, el espacio, y los nuevos medios en función de la tradición de unas formas de acercarse al cine desde el connotado referente ficcional y el “documental web”, como analiza Aumont con la ambigüedad de estos tiempos entre internet, cine, y formas de acercarse a ciertas narrativas desde un abanico de pantallas. Por eso el tiempo fílmico, desde la teoría del cine, se torna clave para entender las disertaciones del autor: Pasolini, Tarkovski, Godard, Bresson, entre otros, son referente y punto de inflexión, los cuales entran en diálogo con el acento que propone en tres momentos: el tiempo de la sesión –cinematográfico; el tiempo representado –diegético-; el tiempo esculpido –flujo, fluido, o entrecortado- (p. 79).

El “encuentro”, un concepto aplicado en la parte final de este libro, inicia con Sartre y su reflexión sobre el relato, su conexión con el cine y sus “maneras de entender” la película Ciudadano Kane. Lo que queda del programa estético es una cuestión de análisis derivados de autores y sus connotadas apuestas por obras y formas de representación fílmica, donde intervienen las primeras imágenes de los pioneros, las vanguardias, los planos largos, el montaje, entre otros: “Este tema del “encuentro” está en el corazón de una estética del cine, una estética particular pero que tuvo una enorme repercusión. La idea de que el cine está consagrado a encontrar la realidad (en ocasiones lo real) nació, grosso modo, después de la Segunda Guerra Mundial, en la crítica europea y sobre todo francesa” (p.84).

Ante las formas tradicionales de encontrarnos con el cine –salas alternas, cinematecas, multiplex-, y las que han aparecido en otro espacios y tecnologías, incluyendo el aparato televisivo y sus pulgadas junto a las plataformas vía internet; el cine sigue su recorrido, lo que queda en su encuentro se define desde nuestras afujías y recuerdos con las identificaciones que hacemos con la memoria: el cine por primera vez, las clases de apreciación cinematográfica sin acceso a algunas películas, las posibilidades del video y sus variaciones, y el archivo digital junto a la piratería, todas en una misma función de interpretación y encuentro que varía según la experiencia y el gusto por el cine. Por eso, siguiendo la cita de Aumont, nos abrazamos en su idea: “Ya sea que vea un film cinematografiado sobre película, un dibujo animado, un film trucado de una u otra manera, siempre veo una obra de imagen en movimiento, y eso es lo que llamo film. En pocas palabras, a mis ojos el film se define en términos espectatoriales, no creatoriales” (p.17).         

Y por supuesto, ¡el cine está en todas partes!

                 

 

             

1.4.24

Una casona a través de un fotograma

En Buga, a inicios de los años noventa, vivimos en una casa ubicada en la calle quinta, esquinera y con un considerable frente sobre la carrera séptima que acompañaba un andén en el que escasamente podía caminar una persona. En su frente, encontrabas una amplia puerta de entrada, zaguán, y dos ventanas hacia la calle; cinco cuartos, uno con tablillas; baldosas de color vino tinto y mostaza que combinaban con el blanco puro de la cal en las paredes, y los listones café que sostenían el techo en comunión con las ya reconocidas tejas españolas del paisaje bugueño; dos pequeñas salas; un espacio para el comedor; la ducha y el sanitario divididos con una pared en lo que podía ser otro cuarto; una cocina estrecha, teniendo en cuenta las proporciones del espacio; un patio pequeño y otro cuarto destinado a “San Alejo”.

El plus de esta casa era un patio interior central empedrado –seguramente con piedras traídas del rio Guadalajara- y organizado magistralmente por islas que encerraban un jardín de rosas, bifloras, y veraneras; cohesión con las otras matas, las maternas, aquellas que años atrás cuidadosamente la señora María Fanny Cardona traía sembradas con sus manos, las de las pesadas materas con sus ganchos que sumaban al trasteo de un solo camión desde otras casas, igual de “viejas y grandes” como la descrita.

Dicen que allí funcionó por algunos años un centro de enseñanza escolar primaria regentado por dos hermanas, aquellas que al caer la tarde siempre salían con sus sillas al portón a la ya connotada costumbre bugueña de coger la fresca, la que escasamente llegaba de las inmediaciones del río y el paisaje montañoso desde la cordillera central con su famoso “derrumbado”. Y alguien familiar recuerda pasar muchas veces por esa calle, verlas en parloteo, y echarle un vistazo a la casa, asumiendo que algún día le gustaría vivir allí, sueño que a futuro cumpliría. También suma como parte de este cuento nuestra querida vecina de la carrera séptima, Margarita Cruz, eterna figura de la ciudad, reconocida por distribuir el periódico en su bicicleta, siempre con la canasta que acompañaba junto a una placa del periódico El País.

Años atrás identifique en la película La virgen y el fotógrafo -1983- de Luis Alfredo Sánchez, un fotograma de la casa reseñada, todo un trayecto vehicular por la carrera séptima en el carro de “Foto Social”, conducido por el personaje interpretado por Franky Linero mientras conversa con el sacerdote en cuerpo, sotana y voz, del actor Santiago García; allí, recogen a dos amigas del fotógrafo, “no tan santas” para el incómodo padre de la iglesia quien logra alivianar las pasiones mundanas de la carne. Ese momento de la película activa el dispositivo de rememorar el espacio público, y el espacio privado, el último se mantiene en parte, el otro ya no existe, la casa fue destruida, no pasó la revisión como patrimonio arquitectónico de la ciudad, pasando por encima, tal vez, de una reglamentación desde la administración pública, o se desestimó su importancia para darle espacio a un “conjunto de casitas” levantadas a imagen y semejanza de sus dueños. El paisaje cambiante de nuestras ciudades es notorio ante la destrucción del patrimonio: casas, edificios, parques, teatros, calles, etc. Suma el crecimiento poblacional y vehicular, el Plan de Ordenamiento Territorial –POT-, y el resto de decisiones que funcionan al vaivén de las cambiantes formas de pensarse las ciudades, con modelos casi siempre copiados de otras que para bien o mal, pueden funcionar.

Y para seguir en la línea de las imágenes, agregamos que también la película fue filmada en la población de Guacarí, y para los nostálgicos de su parque central, aparece glorificado el bellísimo Samán: verde, luminoso, y muy vivo, homenajeado en la moneda de 500 pesos una vez a sus 75 años falleciera en el año 1989. Todo un lujo desde el cine, ver el retrato de un patrimonio ya inexistente con el lente desde la dirección de fotografía de Jorge Pinto, la foto fija de Nereo López, y la asistencia en dirección de Camila Loboguerrero, el casting de María Mercedes Vásquez junto a la pléyade de actores de la televisión y el cine nacional de la década.

En el caso del ejemplo narrado tenemos una conexión con la representación cinematográfica y la memoria, un mapa mental de recuerdos que ayudan asociar significados, personajes y una narrativa. Otro uso de las películas, lograr que identifiquemos señales del pasado, apropiando para nuestros gustos escenarios afectivos, familiares, y geográficos, así, las imágenes que capturamos en nuestra retina suman a sacar del olvido esa incesante búsqueda por reconfigurar nuestro pasado.    

 


23.3.24

La historia social y el cine

Reseña: Fabio Nigra, El cine y la historia de la sociedad. Memoria, narración y representación. Ediciones Imago Mundi, Buenos Aíres: 2016.

El profesor Fabio Nigra es un académico experto en la historia de los Estados Unidos, vínculo directo a una serie de interpretaciones sobre el “poder de la imagen” y su producción, adaptación y forma a través del cine. El libro que reseñamos está dividido en cinco capítulos con una marca de fuentes significativas que el autor va hilando desde la teoría de la historia social y, el cine bajo los códigos de ciertos detalles que el lector experto debe identificar en sus disertaciones y el complemento de las notas.  

Los majors de Hollywood o la forma del absolutismo cultural, podríamos definirlo en un concepto que atraviesa el capítulo: “imperialismo cultural”, mención que nos arropa en extensión desde diversos ámbitos del consumo mediático, y por supuesto el cine como una máquina de producir sueños in-conclusos por medio de diversas estrategias de promoción e intervención económica, planificada desde la industria hollywoodense y su expansión mundial. Seducción positivista en el modelo clásico de Hollywood, va de la mano con la relación cine e historia, y los cruces cercanos a esa relación ya clásica de pensarse la historia en proporción con el contexto, casi que las formas y hechos como “sucedió” en el pasado con las respectivas dificultades de representación –ejemplificando sobre un caso de estudio en la película El patriota, de Roland Enmerich- que conllevan, por eso la línea que asume el autor al sentenciar que “el gran descubrimiento de la narración, para el caso de las películas históricas,  en el sistema de Hollywood, es la elipsis”. (p. 50).

La memoria en construcción, o cómo los medios hegemónicos inciden en tu pasado, esboza el concepto de memoria en consenso con la definición de que “los recuerdos son reconstrucciones del pasado, pero con la ayuda de datos incorporados por el presente” (p. 57). La memoria como narración, espacio social y sus vínculos con los medios masivos de comunicación, son puestos en diálogo con diversas premisas de interpretación que resaltamos en la construcción del relato histórico a través del cine; los imaginarios mediáticos globalizados; las visiones sesgadas de la realidad; y los lineamientos ideológicos del poder:

¿Qué son entonces las películas históricas de Hollywood? Todo hace suponer que dentro de una lógica comercial el dispositivo ideológico tiene un componente central, máxime si se considera el proceso de concentración económica que se viene produciendo en los medios de comunicación masivos desde la década de 1990 (problema que si bien se encuentra fuertemente vinculado, amerita otro estudio) (p. 74).  

Por supuesto que ese dispositivo ideológico es una “marca registrada” de los gustos y obligaciones de una producción cinematográfica pensada para los espectadores norteamericanos y, directamente, para el mercado de la exhibición internacional, algunas en función de escenificar las perspectivas del sueño americano, o los simbolismos de ser la mejor “democracia del mundo” por medio de la posible destrucción del planeta y ser salvados por superhéroes; o las adaptaciones de conflictos y guerras en defensa de las libertades que junto a los biopics ejemplifican a cabalidad el sentido práctico y funcional de mostrar, según el mundo de los norteamericanos, un estado ideal de las cosas.

El concepto de transposición y el cine histórico, pone de manifiesto la noción de adaptación, con referencias teóricas del paso del texto literario al film: “Una transposición es una versión de otra cosa, es decir, una mirada posible como muchas otras posibles” (p. 86). Desde esa perspectiva la clasificación que nos presenta Negri está definida por la “lectura adecuada”; la “finalidad insignificante”; la “lectura inadecuada”; la “intersección de universos: el escritor y el director como autores”; la “relectura: el texto reinventado”; por último, “la trasposición encubierta: las versiones no declaradas”. La clasificación sirve de conexión para entender las formas en que se afronta, adapta y media una obra que establece un momento de la historia en el cine contemporáneo donde la condensación, y los anacronismos como facilitadores, son constantes en función de adaptar y reconfigurar el pasado, lo anterior, llevado a casos concretos de análisis en la serie televisiva Band of brothers -2001- y La lista de Schindler -1994-, las dos desde el contexto de la II Guerra Mundial.   

El último capítulo se titula El cine y la historia social, posiciona el desarrollo historiográfico de esta perspectiva de análisis y su entronque con el cine desde algunos autores, caso Robert Rosenstone, Marc Ferro, y sumo a David Bordwell, quienes revitalizaron el cine como fuente para la historia, y el análisis desde su representación formal desde su función de adaptación y posicionamiento del pasado o el presente, añadiendo como referente la revisión de una fuente audiovisual titulada 13 días -2000-, la cual relata la crisis de los misiles en plena guerra fría.

Este libro cruza los caminos de la historiografía social y la relación cine e historia, teóricamente es un plus valioso de referentes, citas textuales y acciones concernientes a entender las funciones socioculturales de la representación cinematográfica de la historia, un valor significativo para identificar elementos narrativos y aplicarlos a las posibilidades de interpretación que podemos tener al usar las imágenes en movimiento como fuente para la historia y entender con sus puestas en escena que el pasado es adaptable en algunas de sus características, y que cada obra es “hija” y resultado de su época, es decir, una fuente.   

24.1.24

Eugenio en la memoria

Un año sin Eugenio Jaramillo, director y programador de la Cinemateca La Tertulia durante muchos años. Tuvimos encuentros al vaivén de los programas semanales, los cambios en la distribución cinematográfica, y por supuesto los formatos. En el inicio de un Cine club, aprovechando el boom del DVD y los coleccionistas caleños de la época. En la mañana, en la tarde o la noche, en calles aledañas al barrio El Peñón, y San Antonio; en fiestas ocasionales y anuales en la plazoleta del Museo la Tertulia, casi siempre un lunes; o en casas convertidas en jolgorios de amistad.    

Asomado a la entrada de la Cinemateca, y saltando el torniquete con la prisa de escapar hacía la cabina de proyección, o sentado de pierna cruzada mientras leía algún documento en su oficina con la mirada atenta de cuerpo completo de Marilyn Monroe en pleno cartel. De los distantes saludos al inicio de nuestra relación laboral, a los efusivos abrazos de los últimos tiempos con el camino marcado de nuestros destinos. Lo vi rozagante y risueño, pero también aquejado y con mirada triste.   

Lo recuerdo muy comprometido con el cine, pero también muy despreocupado con su trabajo, una crisis general que se movía en “aguas turbulentas” y decadentes que logró a medias resarcir en cambios trascendentales para la sala, junto a otras gestiones administrativas importantes. Lo recuerdo organizado en comunidad con la fallida Red Caimán de salas alternas, la que organizó otro conocido ido, Jorge Mario Duran. Lo recuerdo gratamente a imagen mental viva, sentado en una silla mientras leía los subtítulos en español de algunas películas de Buster Keaton en un ciclo exhibido en el año 1997, a oscuras y con una pequeña lámpara dando los acentos acertados ante los disparates escénicos complementados con los intertítulos silentes, y en su cabeza un pequeño sombrero como el actor norteamericano acostumbraba a presentarse. 


Lo leí en un libro del Museo La Tertulia, analizando la función de la Cinemateca en el contexto de su función como exhibidora y preservadora de la cinematografía mundial. En tarjetas de fichas bibliográficas cuando quiso emprender esa ardua tarea de archivar y clasificar los afiches, libros y revistas del centro de documentación, con su letra cálida, en cursiva y a lápiz, a veces con su firma; dicen que esta tarea la hacía desde los ochentas, como “ratón de biblioteca”, internado sin mediar palabra y llevado de la mano por Julián Tenorio, otro que ya no está con nosotros, y que preguntaba con risa extendida por “el cura”. Lo leí en “papelitos” pegados en la cartelera-corcho al lado de postales y fotos, y en un libro de poesía titulado Cuando esta noche termine, en el catálogo de la editorial de la Universidad del Valle del año 2006, reeditado nuevamente con otros textos póstumos.

Cuando se lo propuso fue crítico de cine, en programas de mano de la Cinemateca, o en el canal regional Telepacífico presentando la película de la parrilla de los sábados. Fue autor de un ensayo titulado Caliwood, publicado para el VII Festival de Cine de Bogotá en el año 1990, con fotos de Eduardo Carvajal, carátula de Ever Astudillo y una “Fe de ratas” de Sandro Romero Rey. Allí, Jaramillo nos lleva por un recorrido en la máquina del tiempo del cine caleño y vallecaucano, desde su sugestivo “abre en negro” con las cintas silentes, hasta un “fundido a verde” a partir de 1986, concluyendo:

[…] Cuando se habla de Caliwood, o cuando se invoca al “grupo de Cali”, debe pensarse no en un movimiento estético con un manifiesto determinado, sino más bien, en un grupo. Son sólo un grupo con una acusada explotación de símbolos caleños y argumentos caicedianos en los que coincide; un grupo que se distingue por su desbordada pasión por la capital y por el paisaje del Valle; además de su tendencia a los temas marginales (locos, ancianos, atarvanes, paidofílicos…) y su gusto draculiano por la sangre. En síntesis, un grupo que ofrece visualmente más un estilo que una estética. Y aquí están esta noche para que los confronten” (pág. 15).   

Y la historia sigue, pasará del papel a la pared en una casona de la calle primera con carrera 10 del barrio San Antonio, donde uno de los “garbimba club”, Andrés Velásquez, intervino para fusionar su rostro con el rollo fílmico de su exposición caliwoodense, exposición que le hace homenaje al lado de la actriz Stella López Pomareda, figura de la película María -1922-.    

Finalmente recordé una de mis visitas a la Cinemateca en el año 2014, descubriendo en el salón de trabajo de Eugenio un dibujo a lápiz sobre la pared desquebrajada que se unía con el planchón o techo grisáceo casi tragado por la humedad, alguien lo dibujó y escribió: “a mi director Eugenio, con el afecto, 2013”. Esa imagen, ya perdida y borrada por los arreglos al edificio, sirve metafóricamente para conectar esas sombras y refugios en los que los encuentros, las voces y distancias de nuestros sentidos, pudieron ser parte de los gustos y disgustos por algo que nos unía de martes a domingo en la Tertulia, un viejo amor a la vida trasformado por el cine, y su voz y letra con la frase: ¡Que la sigas pasando de película, y un abrazo cinematográfico!