Reseña: Víctor Gaviria, El peladito que no duró nada, Editorial Planeta, 1991.
La portada del
libro trae la imagen de Jeyson Gallego desde las alturas de un espacio geográfico
divisando la ciudad de Medellín, su mirada se dirige con la perspectiva de una frontera
que metafóricamente incide en las diferencias y posibilidades de sobrevivir en
los violentos años ochenta del pasado siglo, una vista que no volvería a contemplar
ante su historia, la que se narra y resiste su breve vida. El color negro, rojo y azul, sobresalen en la
colorida portada, complementando el sonoro título con “el conflicto social de Rodrigo D No Futuro a través de la dramática
historia de sus jóvenes actores”.
En el portal Anadolu
Ajansi con fecha de noviembre del año 2020, Víctor Gaviria concede una entrevista
sobre la reedición de este libro, que parece tan lejano en el tiempo con todos
estos muchachos muertos ante el estado sociocultural del pasado de la violencia
política, el desplazamiento, y las faltas de oportunidades en lo básico que debe
tener una sociedad, y el desarraigo por la vida, todas estas opciones en la
apropiación de otros momentos de la historia del país desde la región
antioqueña que involucra narcotraficantes, paramilitarismo y el Estado mismo con
ciertos políticos de turno. Una frase resuena en la entrevista al director, anunciando
que él publicó este libro no como literatura, sino como documento, es decir,
como la organización de unas historias de vidas narradas al agite de los
recuerdos de Tyron Gallego sobre su hermano, y las diversas rutas de conexión con
los amigos, la familia, los barrios aledaños a sus vueltas, sus rumbas, y los
muertos, todos cercanos al contexto de Jeyson.
Otro dato, las memorias consignadas de este diálogo fueron pensadas para un guion cinematográfico, parte del entramado de situaciones ya vividas con Rodrigo D que sumaban a ese universo de experiencias desde el entorno privado y público de unos jóvenes desarraigados ante ese presente tan complejo, el cual nos vacila y apropia con un lenguaje tan vital y la vez vigente, cambiante y natural en estos tiempos:
[…]
En febrero fue cuando se mató Hugo Arley, ene se mes… En febrero, güevón,
quince días antes de que mataran a mi hermanito. Se mató el parcero de Fáber,
Hugo Arley, se pegó un changonazo, se suicidó… Fuimos al entierro de Hugo
Arley, mi hermanito le tocó los pies y lo miró y le dijo: “¡Uy!, ¡¿quién será
el próximo, güevoncito?!”. Mi hermanito lo estimaba. “¿Quién será el próximo,
parcerito?”, y le cogió los pies. “Abran la caja”. Y el cucho de Arley, que es
una gonorrea, no quería que la abrieran, y mi hermanito: “abran la caja”. Y ese cucho, “no, no…”. “¡Abranla, gonorrea!”,
le dijo así, lo bravió. Ahí mismo la dejó abrir, bajaron los ramos y la
abrieron. Ahí mismo le tocó la cara y los pies. “¡Quién serpa el próximo,
parcero?” (pág. 119).
[…]
Como si no hubiera pasado nada, charlando con la muerte, tan tan, lo paré a
pata… ¡Eso es charlar con la muerte, mijo!, y cagado de la risa… Y lo
enterraron. Y llorando. Entonces Fáber cogió la cinta: “¡el próximo nombre, Fáber
Idrian Mendoza Ocampo!” … Es que él como que presentía la muerte… ¡Ay, marica!
(pág. 120).
La muerte trágica
se escenifica como algo normal -con los pecados acumulados, como dice una línea
del texto-, va y viene desde las esquinas, las salidas al entorno y el intenso
anecdotario que propicia la fuente directa de esos acontecimientos; una
normalidad ante los pasos que se van a dar al día siguiente con las acciones y
consabidas nostalgias que despierta la ausencia, el desarraigo, los recuerdos y
ese vínculo de amistades, traiciones y retornos que parece el destino ya les tiene
definido, tal vez vacío y sin títulos, como el índice que nos propone el libro
en diez partes, cada una con el trazo incoloro y casi borrado de la imagen de Jeyson
-la de la portada-, un duelo narrado
para los lectores que seguramente como dice su hermanito, “quedó en la mente de
los más allegados. Solamente queda ahí. Ya murió ahí todo, parcero”.
Digamos que las
memorias de un director de cine se compilan de innumerables textos sueltos
publicados en revistas, periódicos, y cartas que recogen algunos asuntos
de su profunda vocación creativa y relacionamientos con su contexto. Otros casos,
como ocurre con este libro, apuntan a la inmediatez del resultado de una obra
que crea debates por su directa temática de la realidad de una ciudad conectada
con la situación del país, que visto, con la distancia que nos posibilita la
historia del cine colombiano, suma como fuente de representación para ir tejiendo
las narrativas de un periodo, sus dificultades y desafíos ante las “otras
historias”.
Sí, estamos
ante un documento sociológico que nos trasporta al pasado para incomodarnos y,
ponernos en una posición de comprensión de la realidad con un lenguaje traído
desde las entrañas de las relaciones de unos “pelaítos que no duraron nada”, y pasaron
al olvido.