17.8.24

¡Los pecados acumulados, parcero!

 Reseña: Víctor Gaviria, El peladito que no duró nada, Editorial Planeta, 1991. 

La portada del libro trae la imagen de Jeyson Gallego desde las alturas de un espacio geográfico divisando la ciudad de Medellín, su mirada se dirige con la perspectiva de una frontera que metafóricamente incide en las diferencias y posibilidades de sobrevivir en los violentos años ochenta del pasado siglo, una vista que no volvería a contemplar ante su historia, la que se narra y resiste su breve vida.  El color negro, rojo y azul, sobresalen en la colorida portada, complementando el sonoro título con “el conflicto social de Rodrigo D No Futuro a través de la dramática historia de sus jóvenes actores”.  

En el portal Anadolu Ajansi con fecha de noviembre del año 2020, Víctor Gaviria concede una entrevista sobre la reedición de este libro, que parece tan lejano en el tiempo con todos estos muchachos muertos ante el estado sociocultural del pasado de la violencia política, el desplazamiento, y las faltas de oportunidades en lo básico que debe tener una sociedad, y el desarraigo por la vida, todas estas opciones en la apropiación de otros momentos de la historia del país desde la región antioqueña que involucra narcotraficantes, paramilitarismo y el Estado mismo con ciertos políticos de turno. Una frase resuena en la entrevista al director, anunciando que él publicó este libro no como literatura, sino como documento, es decir, como la organización de unas historias de vidas narradas al agite de los recuerdos de Tyron Gallego sobre su hermano, y las diversas rutas de conexión con los amigos, la familia, los barrios aledaños a sus vueltas, sus rumbas, y los muertos, todos cercanos al contexto de Jeyson.

Otro dato, las memorias consignadas de este diálogo fueron pensadas para un guion cinematográfico, parte del entramado de situaciones ya vividas con Rodrigo D que sumaban a ese universo de experiencias desde el entorno privado y público de unos jóvenes desarraigados ante ese presente tan complejo, el cual nos vacila y apropia con un lenguaje tan vital y la vez vigente, cambiante y natural en estos tiempos:

[…] En febrero fue cuando se mató Hugo Arley, ene se mes… En febrero, güevón, quince días antes de que mataran a mi hermanito. Se mató el parcero de Fáber, Hugo Arley, se pegó un changonazo, se suicidó… Fuimos al entierro de Hugo Arley, mi hermanito le tocó los pies y lo miró y le dijo: “¡Uy!, ¡¿quién será el próximo, güevoncito?!”. Mi hermanito lo estimaba. “¿Quién será el próximo, parcerito?”, y le cogió los pies. “Abran la caja”. Y el cucho de Arley, que es una gonorrea, no quería que la abrieran, y mi hermanito: “abran la caja”.  Y ese cucho, “no, no…”. “¡Abranla, gonorrea!”, le dijo así, lo bravió. Ahí mismo la dejó abrir, bajaron los ramos y la abrieron. Ahí mismo le tocó la cara y los pies. “¡Quién serpa el próximo, parcero?” (pág. 119).  

[…] Como si no hubiera pasado nada, charlando con la muerte, tan tan, lo paré a pata… ¡Eso es charlar con la muerte, mijo!, y cagado de la risa… Y lo enterraron. Y llorando. Entonces Fáber cogió la cinta: “¡el próximo nombre, Fáber Idrian Mendoza Ocampo!” … Es que él como que presentía la muerte… ¡Ay, marica! (pág. 120).

La muerte trágica se escenifica como algo normal -con los pecados acumulados, como dice una línea del texto-, va y viene desde las esquinas, las salidas al entorno y el intenso anecdotario que propicia la fuente directa de esos acontecimientos; una normalidad ante los pasos que se van a dar al día siguiente con las acciones y consabidas nostalgias que despierta la ausencia, el desarraigo, los recuerdos y ese vínculo de amistades, traiciones y retornos que parece el destino ya les tiene definido, tal vez vacío y sin títulos, como el índice que nos propone el libro en diez partes, cada una con el trazo incoloro y casi borrado de la imagen de Jeyson  -la de la portada-, un duelo narrado para los lectores que seguramente como dice su hermanito, “quedó en la mente de los más allegados. Solamente queda ahí. Ya murió ahí todo, parcero”.

Digamos que las memorias de un director de cine se compilan de innumerables textos sueltos publicados en revistas, periódicos, y cartas que recogen algunos asuntos de su profunda vocación creativa y relacionamientos con su contexto. Otros casos, como ocurre con este libro, apuntan a la inmediatez del resultado de una obra que crea debates por su directa temática de la realidad de una ciudad conectada con la situación del país, que visto, con la distancia que nos posibilita la historia del cine colombiano, suma como fuente de representación para ir tejiendo las narrativas de un periodo, sus dificultades y desafíos ante las “otras historias”.

Sí, estamos ante un documento sociológico que nos trasporta al pasado para incomodarnos y, ponernos en una posición de comprensión de la realidad con un lenguaje traído desde las entrañas de las relaciones de unos “pelaítos que no duraron nada”, y pasaron al olvido.          

Nota: recomiendo el libro compilado por Augusto Bernal de la Colección Borradores de Cine de la otrora Escuela de Cine Black María titulado Rodrigo D. No Futuro. Historias Recobradas, 2009.