Desde sus inicios, el proceso creativo en el cine fue creando ciertos
hábitos en las formas de ver y apreciar los contenidos resultantes en los
espacios de exhibición destinados para este encuentro. Autores, escuelas, obras,
movimientos, vanguardias, y, un lago etcétera, fueron nutriendo la “avidez” por
configurar la figura de los cinéfilos en la estructura de conocimiento y la
marca de unos referentes; ejemplo de esta situación formadora de públicos, es la Historia de un romance exagerado,
complemento que Vicente Monroy pone en su libro Contra la Cinefilia.
El texto es un recorrido que posiciona obras críticas del acontecer cinematográfico
con referencias a filmes, algunas vivencias del autor, y las posibilidades que
van desencadenado manifestaciones escritas en torno al pensamiento de esa pasión
por el cine y sus resultados ante las estructuras humanistas que lo vinculan.
Sin duda, un cumulo de referentes bibliográficos que pueden ser interpretados
como la base que sostiene un discurso paralelo de las formas y los medios de
ver cine en diversos momentos de nuestras vidas.
Cada sección esta titulada con una frase resultado de una acción registrada,
por ejemplo, Ciudadano Kane no es cine,
parte de la reflexión que hacía Jean-Paul Sartre del estreno de la cinta de
Orson Wells en parís durante el año 1946; dato certero que se cohesiona con el
tema de la censura y las sentencias resultantes de razonamientos dirigidos a una
negación del cine como arte y espectáculo, pero ante la pregunta que se hace
Monroy ¿Qué significaba ser cinéfilo? Tenemos una de varias respuestas: “El cinéfilo
es un espectador que organiza la propia vida alrededor de las películas. No se
conforma con amar el cine, sino que lo convierte en su manera de ser” (p.14).
El segundo capítulo, Enfermar de
cine, condiciona los augurios mortuorios en la agitada y corta representación
del mundo como lo es el cine dentro de su recurrencia como arte; a las
experiencias postfílmicas, y las relaciones psicológicas y de salubridad que
resultan, ejemplificado con el caso del escritor Phillip Lopate, concluyendo: “No
se trataba únicamente de un desencanto derivado de la influencia de las
imágenes. La peregrinación, el encierro constante en la sala de cine y la
individualidad del acto de observación creaban una separación física entre el
mundo y él” (p. 35).
A Gillez Deleuze, se le debe el título de la tercera parte: Cine es el nombre del mundo.
Significativo en su desarrollo teórico e histórico en su objetivo de analizar
la imagen cinematográfica y su antecedente inmediato, la fotografía; a
referentes directos a la imagen en sus “cualidades mecánicas y místicas”; al
detalle como pasión de la vista que es descubierto y atesorado en la memoria
viva del cinéfilo; al engaño y la pasión por ver en el cine una “máquina del
declive de nuestras sociedades”; al debate del carácter nocivo del lenguaje cinematográfico
y sus conexiones con el movimiento Me Too del año 2017, esto último con algo de
autocrítica del autor con referentes directos al cine clásico y lecturas usadas
para la composición de este libro.
Cuando se refiere a El programa emancipatorio
de la cinefilia, el autor pone el acento sobre las formas en que se va posicionando
el cine como objeto de estudio ante sí mismo, el arte, y “tal vez” algunas
disciplinas en las que se fue reinterpretando como estética, praxis, y lenguaje;
con una sentencia algo “lapidaria” que podría ser desmitificada en estos tiempos
de ignorancia audiovisual visiblemente observada en la enseñanza, por ejemplo, de la Historia
del Cine, al afirmar que “la cultura cinéfila no le debe mucho a la Academia, e
incluso se puede pensar que avanza en su contra” (p. 97).
La experiencia cinéfila en El
final del amor, antecede el último capítulo del libro que Vicente Monroy conectó
a través de su doble experticia como lector y cinéfilo. El cambio en las formas
y los medios en la función de ver las imágenes en movimiento, también es reseñado:
“Las películas ya no se contemplan, ahora se consumen. El nuevo estado de las
imágenes reduce al cinéfilo a vagar como un fantasma de otra época por un mundo
que ya no le pertenece. La sensación de tenerlo todo al alcance de la mano es
una trampa. La experiencia cinéfila no se ve estrictamente favorecida por la
proximidad de las películas, en la medida en que, al tiempo que fortalece las líneas
de estudio y análisis, también dificulta la construcción de una biografía
íntima como espectador, que es tan importante o más que las propias películas”
(p. 113).
Roland Barthes es el autor escogido para que una de sus frases sea el título
de cierre: Salir de cine. Un balance
que nos lleva a otras imágenes, posibilidades, y diálogos, a disertaciones postfílmicas
“como una desconexión entre los asuntos del cine y los asuntos de mi propia
vida” (p.128). Acción en sentido crítico y anecdótico que Monroy propicia con algo
de escepticismo y nostalgia en el ejercicio de memoria que como línea narrativa
sobresale en algunos apartes.
Para cerrar, estamos ante un libro que nos redescubre ante el tiempo y
el espacio en ese juego de palabras tan citadas con otros escenarios de
análisis y discusión: “Todos son, o han sido cinéfilos, hasta que se demuestre
lo contrario”.
*Vicente Monroy. Contra la cinefilia. Historia de un romance
exagerado. Editorial Clave intelectual. Madrid, 2020.