17.5.22

Las vías cinéfilas y sus cruces

Desde sus inicios, el proceso creativo en el cine fue creando ciertos hábitos en las formas de ver y apreciar los contenidos resultantes en los espacios de exhibición destinados para este encuentro. Autores, escuelas, obras, movimientos, vanguardias, y, un lago etcétera, fueron nutriendo la “avidez” por configurar la figura de los cinéfilos en la estructura de conocimiento y la marca de unos referentes; ejemplo de esta situación formadora de públicos, es la Historia de un romance exagerado, complemento que Vicente Monroy pone en su libro Contra la Cinefilia.

El texto es un recorrido que posiciona obras críticas del acontecer cinematográfico con referencias a filmes, algunas vivencias del autor, y las posibilidades que van desencadenado manifestaciones escritas en torno al pensamiento de esa pasión por el cine y sus resultados ante las estructuras humanistas que lo vinculan. Sin duda, un cumulo de referentes bibliográficos que pueden ser interpretados como la base que sostiene un discurso paralelo de las formas y los medios de ver cine en diversos momentos de nuestras vidas.

Cada sección esta titulada con una frase resultado de una acción registrada, por ejemplo, Ciudadano Kane no es cine, parte de la reflexión que hacía Jean-Paul Sartre del estreno de la cinta de Orson Wells en parís durante el año 1946; dato certero que se cohesiona con el tema de la censura y las sentencias resultantes de razonamientos dirigidos a una negación del cine como arte y espectáculo, pero ante la pregunta que se hace Monroy ¿Qué significaba ser cinéfilo? Tenemos una de varias respuestas: “El cinéfilo es un espectador que organiza la propia vida alrededor de las películas. No se conforma con amar el cine, sino que lo convierte en su manera de ser” (p.14).

El segundo capítulo, Enfermar de cine, condiciona los augurios mortuorios en la agitada y corta representación del mundo como lo es el cine dentro de su recurrencia como arte; a las experiencias postfílmicas, y las relaciones psicológicas y de salubridad que resultan, ejemplificado con el caso del escritor Phillip Lopate, concluyendo: “No se trataba únicamente de un desencanto derivado de la influencia de las imágenes. La peregrinación, el encierro constante en la sala de cine y la individualidad del acto de observación creaban una separación física entre el mundo y él” (p. 35).

A Gillez Deleuze, se le debe el título de la tercera parte: Cine es el nombre del mundo. Significativo en su desarrollo teórico e histórico en su objetivo de analizar la imagen cinematográfica y su antecedente inmediato, la fotografía; a referentes directos a la imagen en sus “cualidades mecánicas y místicas”; al detalle como pasión de la vista que es descubierto y atesorado en la memoria viva del cinéfilo; al engaño y la pasión por ver en el cine una “máquina del declive de nuestras sociedades”; al debate del carácter nocivo del lenguaje cinematográfico y sus conexiones con el movimiento Me Too del año 2017, esto último con algo de autocrítica del autor con referentes directos al cine clásico y lecturas usadas para la composición de este libro.


Utilizando la anécdota de Plinio el Viejo publicada en su libro “Naturalis historia, entramos al capítulo titulado La trampa de Parrasio, telón que sirve para posicionar dos formas de accionar el dispositivo en los modos de ver o esperar que el cine nos impacte o transforme: quienes están en la onda de la cartelera y  sus constantes formulas discursivas y mediáticas; y aquellos inmersos en la cinefilia que van por más y escogen ciertas obras para dilucidar otros asuntos enfocados con la crítica y la obra de un cineasta en la revista Cahiers du Cinéma. Resaltando este acápite: “Frente a la ligereza de esta visión hegemónica, el cinéfilo se caracteriza por ahondar en la materia y los mecanismos cinematográficos, prestando una atención especial a las cualidades propias del medio y a su influencia a distintas escalas. Entiende el mundo de la pantalla como un sistema complejo donde lo elemental y lo formal aparecen íntimamente entrelazados, afectándose mutuamente. Su centro de atención oscila entre lo profílmico, es decir, lo que capta la cámara (personajes, escenarios, diálogos, detalles inesperados), y lo fílmico (la forma en que se capta)” (p. 67).  

Cuando se refiere a El programa emancipatorio de la cinefilia, el autor pone el acento sobre las formas en que se va posicionando el cine como objeto de estudio ante sí mismo, el arte, y “tal vez” algunas disciplinas en las que se fue reinterpretando como estética, praxis, y lenguaje; con una sentencia algo “lapidaria” que podría ser desmitificada en estos tiempos de ignorancia audiovisual visiblemente observada  en la enseñanza, por ejemplo, de la Historia del Cine, al afirmar que “la cultura cinéfila no le debe mucho a la Academia, e incluso se puede pensar que avanza en su contra” (p. 97).

La experiencia cinéfila en El final del amor, antecede el último capítulo del libro que Vicente Monroy conectó a través de su doble experticia como lector y cinéfilo. El cambio en las formas y los medios en la función de ver las imágenes en movimiento, también es reseñado: “Las películas ya no se contemplan, ahora se consumen. El nuevo estado de las imágenes reduce al cinéfilo a vagar como un fantasma de otra época por un mundo que ya no le pertenece. La sensación de tenerlo todo al alcance de la mano es una trampa. La experiencia cinéfila no se ve estrictamente favorecida por la proximidad de las películas, en la medida en que, al tiempo que fortalece las líneas de estudio y análisis, también dificulta la construcción de una biografía íntima como espectador, que es tan importante o más que las propias películas” (p. 113).

Roland Barthes es el autor escogido para que una de sus frases sea el título de cierre: Salir de cine. Un balance que nos lleva a otras imágenes, posibilidades, y diálogos, a disertaciones postfílmicas “como una desconexión entre los asuntos del cine y los asuntos de mi propia vida” (p.128). Acción en sentido crítico y anecdótico que Monroy propicia con algo de escepticismo y nostalgia en el ejercicio de memoria que como línea narrativa sobresale en algunos apartes.

Para cerrar, estamos ante un libro que nos redescubre ante el tiempo y el espacio en ese juego de palabras tan citadas con otros escenarios de análisis y discusión: “Todos son, o han sido cinéfilos, hasta que se demuestre lo contrario”.     

*Vicente Monroy. Contra la cinefilia. Historia de un romance exagerado. Editorial Clave intelectual. Madrid, 2020.


16.3.22

Cinefilia vaticana desde la mirada de Román Gubern

Relatar una experiencia, desde el ámbito académico, denota en una obligación dentro de los espacios de representación de una actividad como lo es la disciplina histórica; el ejemplo viene de la reseña que exponemos derivada de las anotaciones de Román Gubern ante una actividad encomendada para justificar una serie de películas bajo “el paraguas” de unos temas específicos.   

En su prólogo, Esteve Riambau deja entrever que el libro es una mezcla de satisfacción y decepción sobre las experiencias vividas por el historiador en su encargo académico de potenciar una discusión en torno al cine, sus primeros cien años y, sus connotaciones religiosas en la santa sede. En su preludio habanero del año 1990, durante el congreso de la Federación Internacional de Archivos de Films, Gubern conoce al sacerdote catalán Enrique Planas, director de la Filmoteca Vaticana, principio narrativo que desembocará en las acciones que el autor va ampliando en su secuencia de acontecimientos.

La segunda parte titulada Roma, peligro de caminantes, nos explica su llegada al Instituto Cervantes con sede en la capital italiana, poniéndolo de nuevo con Planas -esta vez ante el teléfono-, informándole sobre la creación de una comisión para celebrar el centenario del cine, y a la cual extendía su invitación:

[…] En nuestro almuerzo Planas me explicó que su Filmoteca se había fundado en 1959 a raíz del hallazgo de un documental en el que aparecía el papa León XIII paseando por los jardines vaticanos. Como este pontífice falleció en 1903, el documento, conservado en el vulnerable nitrato de celulosa utilizado en su época, tenía un indudable valor arqueológico y se procedió a su restauración, de modo que, bajo el pontificado de Juan XXIII, se creó la Filmoteca Vaticana, que pasaría a depender del Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales (p. 19).

Estas conexiones iniciales van posicionando de forma efectiva un discurso cargado de referentes cinematográficos llevados en conjunción con el espacio de una ciudad, sus aconteceres y disputas en el marco de la historia de una sociedad, unos personajes, y sus intríngulis.      

En su tercera parte, Controversias doctrinales, parte de una sentencia: “Las relaciones del cristianismo con la cultura de la imagen padecieron durante siglos complicadas turbulencias”, un acto introductorio que nos deja en las siguientes páginas las posibilidades de reconocer primariamente los encuentros y desencuentros entre el arte, la “visión de un mundo”, y la religión. Sumando a las imágenes en movimiento en sus inicios con lo que titula la emergencia del cine religioso, y la llegada de las denominadas “pasiones escenificadas”, una apuesta por el público católico que fue coaptado por las posibilidades narrativas que traería este nuevo dispositivo de la modernidad:

[…] Las versiones cinematográficas de la Pasión de Cristo, que solían exhibirse con la narración oral de un comentarista en la sala, ofrecían varias ventajas comerciales y sociales. La primera radicaba en la popularidad universal del tema en la cultura occidental; la segunda, en que no exigía el pago de derechos de autor, y la tercera en la existencia de abundantes  modelos iconográficos previos, que servían como referencia para la escenografía, así como para la apariencia física de los personajes, su vestuario, su maquillaje y su gestualidad. La cuarta, derivada de las anteriores, permitía elipsis y versiones abreviadas o de longitud variables perfectamente comprensibles para el público y de precios acomodados a la capacidad económica de cada exhibidor, según fuera la longitud elegida (pp. 37-38).      

Gubern nos expone algunas versiones, sus productoras, directores, y las posibilidades que aparecían en el entramado del exhibidor y el consumidor, incluyendo la reflexión de Noël Burch quien afirmó que este género en su estado primitivo, fundó el principio de linealidad narrativa del cine. Pero otro momento llegaría en la forma de asumir el cine desde sus valores pedagógicos, el caso del papa Pío X en su pontificado (1903-1914), quien no gustaba del cine, prohibiendo en 1913 el uso de este arte en la enseñanza religiosa, y la frivolidad, según él, de los temas sagrados ante el lienzo:

[…] La aversión de Pío X hacía el cine –que se  completó con su descalificación del lujuriosos baile del tango, cuya moda se expandía velozmente en aquellos años- se basaba en varios razonamientos que se encuadran perfectamente en su radical neofobia. Por una parte, las películas solían exhibir sugestivas escenas pasionales que excitaban  a los espectadores, víctimas de impactos emocionales que se imponían a su razonamiento, desarmando su sentido crítico y sus defensas morales. Y, además, ese espectáculo visual congregaba en una sala oscura a hombres y mujeres mezclados y rozando sus cuerpos (p. 42).

Otra conexión hace el autor dirigido a la censura latente en el campo de la representación de la historia sagrada y en esta las pasiones o el génesis dentro del protestantismo que derivaron en “que los pretextos bíblicos sirven para dar cobertura a un erotismo legitimado, que tendrá su apogeo en la filmografía de Cecil B. DeMille” (p.43), en este caso con su obra Rey de reyes del año 1927. Película ampliamente explicada por Gubern junto a otro estudio de caso, el Christus -1916- del conde Giulio Cesare Antamoro.


En el acápite La comisión pontificia organizadora del cine, presenta los pormenores de la entrada de “un cinéfilo en el vaticano”, su encuentro con el arzobispo John P. Foley, y demás personajes que discutirían sobre las obras a resignificar como valiosas en el entramado de los códigos religiosos de la institución romana; reafirmando que “en 1995 el cine seguía siendo, sobre todo, además de un vehículo de entretenimiento y de cultura, un arma de persuasión, a veces con sutileza subliminal, y esto tampoco había cambiado mucho desde los días del cine mudo” (p. 71). Ante esta afirmación, Gubern expone el documento encomendado guiado a las relaciones entre el cine y la universidad, especificando de entrada su extensión y heterogeneidad como disciplina académica o como instrumento didáctico, industria cultural e influjo interdisciplinar en función de una valoración ética y humanística, valor agregado que seguramente era el que buscaba la comisión centenaria del cine desde los ojos vigilantes de su oficina de comunicaciones:

[…] las variaciones en la representación en la pantalla de sujetos de diversas etnias (el indio, el negro), clases sociales (esclavos, obreros burgueses) o instituciones (militares, sacerdotes), por no mencionar a individuos célebres (Napoleón, Jesucristo, Espartaco, Dreyfus, Gerónimo), evidencian las mutaciones ideológicas y de valores dominantes en cada contexto social y en cada época, de gran productividad para los estudiosos de historia, de psicología y de las mentalidades. Pues cuando se afirma que el cine es un reflejo de la realidad (basado en sistemas de reproducción de tanto prestigio autentificador como la fotografía en movimiento y la grabación del sonido) debe añadirse que la realidad ofrecida a la cámara es una realidad construida, elaborada, manipulada o estilizada por los guionistas, los realizadores y todos los técnicos que generan la pseudorrealidad ofrecida al objetivo y a la emulsión fotográfica (p. 75).    

Sobre el punto de “figuras celebres” -relata el historiador-, va recibir del prelado Foley una crítica socarrona y directa a la inclusión de Jesucristo; tema espinoso junto a la elaboración del listado de “películas ejemplares” dirigidas a la población mundial católica y sus espacios de visualización, que de entrada era criticada por su clara mirada eurocentrista. Ante la aclaración, expone su listado de obras fílmicas bajo el amparo de tener “valores espirituales”, explicación que brevemente entrega partiendo de las creencias que los autores de esas películas habían expresado durante sus vidas; agregando que, ante el listado preliminar consensuado, hacían falta cineastas protestantes como Bergman y Dreyer, budistas o sintoístas como Mizoguchi u Ozu, e inclusive islamistas, lo que llevó a una decisión de redefinir en dos categorías la cinefilia universal resultante de tan egregia comisión: películas del orden católico, y cine con valores espirituales o morales genéricos. Derivando finalmente en su presentación en octubre de 1995 -durante un acto público en los Ángeles- en tres criterios dirigidos a los valores religiosos, valores sociales, y valores artísticos (pp. 80-84).

La quinta parte de este revelador libro, destaca los tres listados entregados por el Vaticano en 1995 ante la celebración del “tragaluz del infinito” representado en el cine, explicados brevemente, y con la certera conclusión que nos anuncia: “Y, en el conjunto de las tres listas, debo admitir que solo aparece un título de la relación que presenté a la comisión en diciembre de 1994: La strada, de Federico Fellini” (p.107).       

El último capítulo refleja el momento de adultez intelectual del autor en función de hilar ciertos recuerdos una vez pasado el periplo fílmico del Vaticano, y su llegada a otros espacios, otras formas, y otros medios, siempre en función de la recordación, los referentes, y los amigos.

 *Román Gubern, Un cinéfilo en el Vaticano, Editorial Anagrama, Barcelona, 2020