Cada ciudad o población
tuvo su primera vez con el cinematógrafo, y en ellas sus ciudadanos que sorprendidos
o ansiosos del encuentro, se acercaron a ese invento insólito, sorprendente, peligroso,
oscuro, mágico y soñador. Sin importar clase o condición social, convergían al espectáculo
de feria que exhibía esas sobras luminosas del retrato de un mundo desconocido,
y que se ponía al alcance del ojo y el oído. Así, a lomo de mula, en Colombia
llegó el cine por primera vez a muchas plazas, entrando en una dinámica de
recorrido y riesgo de algunos pequeños empresarios que veían en el negocio del
cine una fuente económica de grandes réditos, tal cual como acontece con el
texto que publicamos a continuación sobre “el cinematógrafo” -por primera vez- en
un sitio cualquiera de nuestra geografía nacional en 1939, acción que involucra
las autoridades civiles del sitio, sus pobladores, y al arriesgado Asdrúbal,
operador y exhibidor fílmico que recorre con ilusiones sitios inesperados para virar
los rollos de historias desconocidas, a públicos ansiosos en el teatro de la
vida cotidiana.
El cinematógrafo
En el corrillo del martes por la tarde, en la
plaza, frente a la casa parroquial, el barbero dio la noticia. El cura, el jefe
civil, el médico, el juez de municipio, el procurador, el bachiller secretario
de la jefatura civil, el boticario, el hacendado, y Anselmo Pérez, que no era nada
pero cuyas opiniones se respetaban como las del que más, hallábanse sentados en
sendas sillas de cuero cuyos espaldares apoyaban en los árboles.
-
¿No lo saben ustedes, señores? Un mozo de la capital, un tal Asdrúbal González,
va a traer la semana que viene un cinematógrafo, y va a dar unas funciones.
-
¡Al fin! –exclamó el bachiller,
secretario de la jefatura civil-. Ya no era posible tolerar más este aislamiento
en que vivimos: es necesario que la civilización llegue a nuestro pueblo, que
nos abramos a las grandes corrientes culturales que circulan por el mundo. Nos
estamos idiotizando.
- Más nos valiera que llegaran perlas de
quinina y vacuna contra la viruela, y no cinematógrafo –replicó el médico.
-
¿Cinematógrafo? ¿Y qué llaman eso? –inquirió
el hacendado.
- Pero, ¿cómo? ¿Es posible que no lo haya
oído mentar? –le preguntó Anselmo Pérez-. El cinematógrafo es un aparato
modernísimo, la última palabra de la ciencia, por medio del cual se ven
muñecos, con sus brazos y sus piernas y todo, tal cual una fotografía, que se mueven sobre una sábana tendida que se
llama pantalla.
- Dicen que sale una vieja embozaleada
que hace morisquetas para quitarse el bozal, lo mismo que si estuviera viva, y
es divertidísimo –informó el boticario.
-
También aseguran que hay una pata que
pasa caminando, con sus siete paticos detrás, y se echa a nadar en una laguna –dijo
el procurador.
-
¿Muñecos moviéndose solos sobre una
sabana?
-
¡Qué va! A otro perro con otro hueso –murmuró
el juez de municipio-. De seguro que detrás de la susodicha sábana se pone
alguno que mueve los muñecos con cordoncitos.
- ¿Y ese tal cinematógrafo no será medio
subversivo? ¡Cuidado pues! –recelo el jefe civil.
- Por lo menos es inmoral –anatematizó el
cura-
Nada edificante debe ser eso de que aparezcan viejas
embozaleadas haciendo morisquetas delante de un público formado por personas
decentes y piadosas.
Su opinión fue compartida por todo el sector
conservador de la población
-
Ese fulano cinematógrafo tiene que ser
invención del demonio –repetían las devotas.
En cambio, entre las muchachas
casaderas, el entusiasmo era grande.
-
Ay, papá: no nos podemos perder del
cinematógrafo nos tienes que llevar.
Alma de
pionero o de conquistador, audacia de navegante por mares inexplorados o de sabio
aventurándose en incógnitas regiones del misterio de la vida, tenía,
ciertamente, Asdrúbal, aquella mañana en que tomó, con sus máquinas, sus
aparatos, sus lámparas y sus reflectores, el plácido sendero de la aldea. Los
cajones que se balanceaban, conteniéndolos, sobre el lomo de sus mulas, eran en
apariencia de sobria y de sencilla madera: pero de ellos dimanaba un prestigio
satánico. Las gentes los veían pasar como si fuesen sarcófagos.
El joven
tuvo que explicarle varias veces, y muy prolijamente, al jefe civil, en qué
consistía su propósito, antes de obtener el permiso para la función.
El día
anunciado, la población estaba sobre ascuas. Desde temprano las muchachas
comenzaron a emperifollarse, y las mismas reacias de días antes, dulcificando
sus escrúpulos, buscaban un pretexto para satisfacer su curiosidad.
-
San Jerónimo dice que es bueno
enterarse del peligro para mejor precaverse de sus asechanzas.
La turba
de los chicos mosconeaba alrededor del solar que Asdrúbal había improvisado en
teatro. A la hora fijada, el local estaba repleto, y el señor jefe civil hizo
acto de comparecencia: grave el continente, taimada la expresión, examinó con
suspicacia la casilla donde estaban las máquinas infernales, no quiso sentarse
ni muy cerca ni muy lejos de ellas, e hizo que con cierto disimulo algunos
agentes de policía se colocasen en su jurisdicción.
La tensión
espiritual iba subiendo. Hacía calor, y la gente se revolvía en sus asientos,
mirando con inquietud a Asdrúbal, quien, en mangas de camisa y después de haber
contado las entradas, manipulaba sus artefactos.
Una obertura
por la orquesta no hizo sino caldear aún más los nervios, poniéndolos al rojo
vivo. Cuando la música terminó era el silencio tan profundo como una
catalepsia. Ni los perros ni los lejanos gallos se atrevían a aullar en las
calles o a cacarear en la burguesa holgura de sus corrales. Asdrúbal ultimó sus
preparativos: todo el mundo se dio cuenta de ello, y todo el mundo palideció. Entonces
metió algo en una máquina, giró sobre sus talones y apagó la luz.
El público
quedo anheloso. Pasó un instante, un segundo instante: apenas un par de milésimas
de instante. Entonces comenzó un ligero murmullo, que subió de tono con
vertiginosa rapidez. Alguien se paraba de sus asientos. Varias sillas caían.
- ¡Eso sí que no! ¡Aquí no me viene usted
con vagabunderías! ¡Préndame esa luz, porque hay familias!
-
Gritó de repente, con su poderosa,
tonante voz, el señor jefe civil. Sacó su revolver:
-
¡Pam! ¡Pam! ¡Pam!
Lo
descargó tres veces al aire. Los policías que estaban en su turno también produjeron
los suyos, y comenzaron a disparar. Había
otras varias armas en el local: se supo porque todos se dejaron oír. Los que
todavía no se habían puesto de pies, lo hicieron. Las sillas que no habían caído
al suelo, cayeron. Una mujer principió a chillar:
- ¡Socorro! ¡Socorro!
Otra le
contestó enseguida:
- ¡Ave María Purísima!
Los
hombres se arremolinaban. Los chicos corrían.
Las madres
agarraban a sus hijos. Las novias se abrazaban de sus novios. Las esposas
buscaban a sus maridos:
- ¡Sinforoso! ¡Sinforosito Mío! ¿qué te
has hecho?
Los
cuerpos se tropezaban en la sombra. La gente se desbandaba hacia la entrada del
solar. Algunos tropezaron con la casilla y al derribaron:
- ¡Cuidado, que va a estallar! –gritó
alguien.
Un señor
obeso, que corría a cuatro patas, sintió que un pesado zapato de gruesos clavos
se le asentaba con toda fuerza sobre la mano: dando un berrido de dolor se
enderezó de golpe, y lanzó un puñetazo al frente. Sin decir palabra el vecino
se revolvió contra él, le contestó con el mismo entusiasmo, y ambos se liaron a
trompicones. Algunos que estaban cerca, alcanzados por los puñetazos, terciaron
en la refriega. Varias señoras de edad fueron pisoteadas. Muchas muchachas sufrían
magullones y sentían contactos nada delicados en diferentes localidades de sus
cuerpos. Varios niños plañían a punto de perecer sofocados. De este modo ardían
en el solar, hasta hace un minuto pacifico, numerosas guazábaras singulares, a la
sombra del negro firmamento donde sonreían benévolamente las estrellas.
Fuente: Revista de las
Indias, El Cinematógrafo, Época 2ª, N° 9, Septiembre de 1939.
Imagen: Película Cinema Splendor, de Ettore Scola, 1988.