Una visita a la otrora Librería Atenas en Cali -a la caza de joyas llamadas libros usados o viejos-, puso en mis manos un libro titulado Rendón, cuya portada representa un óleo de Horacio Longas titulado “Luis Tejada, León De Greiff y Ricardo Rendón”, tres representantes de la Revista Panida de Medellín. Publicado en septiembre de 1976, el libro se encarga de recopilar “la parte sustancial de la obra del maestro”, sumándole una serie de textos de “amigos” políticos, junto a una noticia biográfica y testimonios de ensayos ya publicados por lo que llaman “figuras del pensamiento colombiano”. Su creación grafica es expuesta y clasificada en primer orden por dibujos, acuarelas y postales; el álbum de las cajetillas; el jardín zoológico; dibujo comercial con el famoso diseño para la cajetilla del cigarrillo Piel Roja; personajes contemporáneos o famosos; finalmente las caricaturas.
Esta publicación se convierte en objeto de revisión al celebrar los 90 años de la muerte del artista, motivo para releer y escoger un texto para su reproducción con el sentir de alguien que lo conoció y plasmó bajo la escritura de sensaciones que solo nacen de las vivencias y cotidianidad donde el acontecer nacional es pieza clave:
Despedida a Rendón
Por: Jaime Becerra Parra.
Bogotá, 1931.
La muerte de Ricardo Rendón nos impone el deber de ser valerosos. Ahora,
mientras la noche cierra sobre esta casa que fue la suya, el cuerpo del artista
se enfría bajos las sabanas. La muerte serenó su sonrisa, distendió un halo de
bondad sobre los párpados caídos. Frente al cadáver una viejecita solloza. Es
la madre de Ricardo Rendón que nota acierta a entender su tragedia.
No seremos nosotros quienes pretendan explicársela. Ricardo murió de un
acceso de lógica. La mano firme, labrada por una fiebre de veinte años, empuñó
la pistola con la pericia con que esgrimiera el lápiz. Él, el genio satírico
más vigoroso de media América, se defendió a pistoletazos contra la vida,
temeroso de morir en caricatura.
Para comprender el acervo episodio precisa haber
conocido al hombre. Fue un revolucionario en tono menor. Nunca quiso entender
la vida sino como un milagroso espectáculo. En él se recrearon los ojos
picarescos, tendidos como un berbiquí sobre la fraudulenta solemnidad de los
hombres y de las cosas. Esa concepción diagonal del mundo, esa habilidad para
desdeñar el orden burgués, implica un gravamen terrible sobre la fisiología del
artista. Su creación es una autofagia: se nutre de carne.
Estas cosas no las entienden los apacibles ciudadanos
de la República democrática. Generalmente se acepta al genio como una adición
de talento, de equilibrio y de buen sentido. Nada más falso y más inocente.
Meted al artista dentro de un ambiente de égloga y se morirá y se morirá de
disnea. Su labor no podrá realizarse sino a un precio de tortura y de estrago,
en la oxidación paulatina de las nociones y de las sensaciones fundamentales.
Ni en el dinero, ni en la sastrería, ni en la higiene,
reposan los estímulos para el poeta, para el compositor, para el dibujante.
Muchos quisieron para Ricardo Rendón una casa nueva, muebles americanos,
sustanciosos saldos bancarios. Era la forma populachera del homenaje. Entre
tanto, insensible al confort y al sistema métrico, con su corbata indócil y su
exuberante chambergo negro, alimentando su sonrisa con sangre, Rendón paseó su
genio por los penumbrosos rincones donde el hombre se encuentra consigo mismo.
Fue un bohemio en el sentido nihilista de la palabra.
No fue uno de esos gozadores báquicos de la vida que acaparan el goce con
criterio de ganaderos, sino un despilfarrador de centellas, un malversador de
tesoros. Fue león De Greiff quien le dijo su filosofía: “Todo no vale nada y el
resto vale menos…”
Los amigos de Ricardo Rendón tenemos un deber que
cumplir, y es el de no falsear su carácter. No pretendemos santificarlo
mediante la hipócrita letanía, acumulando sobre él las caseras virtudes que
hicieron ilustres a los generales y a los patriarcas. Él fue la excepción
dentro de la regla, la individualidad dentro de lo opaco, la enfermedad dentro
de lo cuerdo.
Evoquémoslo por los sitios a menos que arrullaron su
sed irónica, no en los pasillos de las Cámaras ni bajo el alero del Capitolio,
sino en la Bogotá montmartrense, en esa Bogotá turbulenta que no tiene
Baedeker, en el alegre rincón del café, frente a la copa amarga irisada de luz
y de catástrofe.
No es la hora de trazar el balance artístico en la
milagrosa carrera de Ricardo Rendón. Su obra está viva y móvil. Muerde, como
una aldaba, quince años de régimen político, relieva detalles que se fueron de
la memoria, establece la síntesis donde el historiador se desorienta, le da un
sentido humano a nuestro nacional baile de máscaras.
Relator puntual y devoto de nuestras luchas
interiores, en su colección de dibujos le encontramos un pulso a la historia.
Rendón fue ante todo el cronista de la zambra republicana. Por sus cartones
portentosos pasa un látigo enjuto que irisa de color la yerta geometría de los
hechos.
Rendón fue popular sin quererlo. Carente de toda
patética, su arte se tiñó de sarcasmo. Donde el artista sonreía, las gentes
destapaban su risa gorda. Durante mucho tiempo la carcajada fue el comentario
natural a la lucha política, y por eso Rendón hizo editoriales con sus dibujos.
Alguna vez nos dijo Eliseo Arango: Rendón es la única fuerza de oposición de la
cual debe temer algo el gobierno conservador.
Dentro del desbarajuste sentimental, dentro de la
laxitud de su credo, Rendón fue el más probo y el más ortodoxo de los artistas.
Nunca humilló su lápiz con temblores prestados. Su óptica fue tan personal como
su sombrero. Pasarán muchos años, acaso un siglo, antes de que, sobre la
uniforme medianía de la raza, florezcan su espiritualidad y su técnica.
Rendón se sentaba sobre esta copiosa mesa de palo
mientras la tertulia fritaba impresiones. Bogotá ha chispeado siempre en las
charlas nocturnas de “El Tiempo”. El tropical y el europeo reanudan su teté á
teté, todas las noches Juvenal y el señor García-Peña organizan el diálogo.
Pescador de palabras y de ademanes, Rendón tiraba sus oblicuos anzuelos sobre
la sala. Nunca esa pesca le satisfizo. Su silencio calificaba la algarabía. Cuando
la discusión iba in crescendo, Rendón tomaba el camino de la escalera. La calle
le abría nuevos créditos y nuevos programas. En la moratoria total de la noche,
brillaban las luces de los bares…
Y había por allí una dulzarrona música de La Habana. Y
en los aparadores fulgían las botellas. Y había un castizo olor a fritanga. Y
un minucioso ruido de carambolas se tiraba desde los balcones al patio. Bogotá
nocturna, Bogotá bella que amó Ricardo y que calientas tu clima necio con el
oro de las estrellas.
En sus grandes sotto voce del amanecer Rendón entregaba su alma. Mediante un brinco largo sobre el conversador, el caricaturista trotaba. Epigramas lentos y feroces escuchados en esas horas y que eran la combustión de un gran espíritu.
El alba venía, con el pan y la leche. Sobre un río de
silencio la ciudad alzaba sus muros. Edificios y estatuas imponían su mole
abundante. Era la Bogotá capitalina, con sus palacios y sus cuarteles. Tranvías
procelosos, atestados de obreros y de beatas, ahuyentaban las últimas sombras.
La realidad derrotaba al ensueño. Rendón se marchaba a su casa masticando
bondad y fastidio.
Y ahora duermes este sueño de marfil blanco. Cuando
caíste de bruces sobre la muerte, ya ella se había preparado para la cita, como
en una escena italiana de Casanova.
Te veremos tomar el camino del mármol y Bogotá
sonreirá con os ojos llenos de lágrimas. Ya lo ves, hemos aprendido la lección de tu
vida. Al despedirte mezclamos la sonrisa
y el llanto.
Nota
Ricardo
Rendón nació Rionegro Antioquia el 1 de junio de 1894, se suicidó el 28 de octubre
de 1931 en la ciudad de Bogotá, en las instalaciones del café La Gran Vía.
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