El texto que se presenta
hace parte de un artículo en construcción y revisión titulado Realidad y ficción sobre el asesinato de
Rafael Uribe Uribe en la película “El drama del 15 de octubre” en 1915; a
propósito de los cien años del asesinato del político liberal.
Cotidianidad bogotana en 1914
En 1914 el mundo sobrelleva la denominada “gran
guerra” o Primera Guerra Mundial. Mientras tanto el orden político nacional
desde la capital colombiana seguía su curso con nuevo gobierno dentro de la
República Conservadora, esta vez José Vicente Concha (1914-1918), y la
participación escueta de algunos liberales en su gobierno, algo que venía
presentándose desde el tratado de Wisconsin que dio por terminada nuestra
última guerra civil en 1902, escenario público donde Rafael Uribe Uribe se
desempeño como voz militante y relevante dentro del contexto de la practica de
legislar, gobernar, y decidir políticas para el desarrollo económico,
educativo, y social del país, aunque de la letra al hecho haya mucho, y se
tengan en el panorama situaciones geográficas como la perdida de Panamá en
1903.
Interesante la reseña
del año del asesinato de Uribe Uribe, expuesta de manera concreta y particular
por Luis Eduardo Abello en una serie de temas que describe desde el origen de
los partidos políticos en Colombia, hasta lo que él considera exageradamente
“el dialogo con los inmortales”, es decir, la llegada del general a un
escenario cercano al paraíso católico, intelectual, literario, y político, en
dialogo con Moisés, Roseau, Garibaldi, Mirabeau, Martí, Byron, Berbeo, Nariño,
y Don Quijote[1].
Bogotá se muestra como
una ciudad triste donde rodaban unos cuantos carros, y en el cual el tranvía de
mulas había sido desplazado; urbe con pequeños gamines pregonando los
periódicos del momento con el extra y la noticia vieja; capital que los
domingos invitaba a su retreta en el parque de la Independencia; el agua se
traía en múcuras desde el chorro de Padilla, y los paseos al Salto del
Tequendama sumaban a las actividades cotidianas y de ocio que algunos bogotanos
ponían en sus vidas; la chicha se consumía como bebida preferida de cierto
sector vinculado a los artesanos y obreros, junto a la cerveza que tenía sus
indicadores explícitos; los “víveres estaban por las nubes”, “el café no se
podía exportar”, “la monotonía era aplastante, y los días transcurrían tan
iguales uno y otro, que se diría eran el mismo”; mientras tanto “en el Salón
Olimpia, los melindres de la Bertini, las caídas de ojos de la Robine, las
truculentas aventuras de Juanita Hansen y las payasadas de Max Linder el
precursor del humorismo en el cine, satisfacían plenamente los deseos de
divertirse de los bogotanos”[2].
Abello prosigue su
relato con la hora trágica de la una y media de la tarde del día jueves 14 de
octubre, presentando una ciudad monótona, con el usual presagio de ser un día
frío, con ambiente triste, y en vía de convertirse en negro ante el vaticinio
del drama. Los tres personajes de la acción –Uribe, Galarza, Carvajal- son
expuestos como “el león y dos chacales que atacaron a mansalva”, e
inmediatamente la escena del político saliendo de su casa después de almorzar,
caminando a pasos lentos en dirección al capitolio, y la trágica acción sobre
la carrera séptima que derivó en su muerte; lo que sigue, es una serie de
situaciones que mezclan la incertidumbre, el dolor, y los últimos minutos de
Rafael Uribe Uribe[3].
Crónica e
impacto de una muerte lenta
Quince días después del asesinato se publicaron
una serie de reseñas concernientes a presentar la figura del inmolado político,
una de ellas, descarnada en su contenido, corresponde al médico y cirujano Luis
Zea Uribe, testigo directo de las horas desesperantes de la lenta agonía del político,
y de su posterior autopsia. El relato inicia en el momento que Zea se desplaza
a su consultorio de la carrera 6ͣ cerca al Palacio de San Carlos, y nota el
algarabío en uno de los costados hasta escuchar la voz del Sr. Juan
Bautista Moreno que le grita: “corra doctor, que acaban de asesinar al General
Uribe a hachazos y allá lo llevan para la casa”[4].
Meticulosamente Zea nos
lleva por su periplo de atención urgente, inicialmente llegando a la casa del
herido mortal, quien yacía en su aposento desangrándose con “la mano en la
región del cráneo donde se encontraba la herida principal, agitando la cabeza de
derecha a izquierda, como si no pudiera sostenerla”, prosiguiendo a informarnos
desde la verbigracia médica, lo que observó en el paciente, y los apoyos de
otros colegas con los instrumentos de cirugía necesarios para prestar los
primeros auxilios, informándonos sobre los retorcijones, y una acción en la que
Uribe se enderezó sobre el lecho “como buscando algo con las manos” lo que les
supuso que tenía sed, alargándole un vaso con la bebida; más adelante el
diagnostico fatal antes de pedir los elementos necesarios para una trepanación:
… Al caer en el lecho, después del
transitorio desmayo, con los ojos cerrados, estuvo unos pocos instantes
silencioso pero empezó a agitarse nuevamente y a quejarse en alta voz. El Dr.
Henao y yo exploramos la grande herida. Con el índice se recorrió toda la
extensión de la diéresis en los tejidos blandos; se recorrió el hueso y hallóse
que el cráneo había sido roto, en sección neta, de dirección horizontal, lo que
demostraba que el agresor no había tirado el hacha verticalmente, sino que
había buscado uno de los lados de la víctima, para herirla con mayor acierto y
comodidad. Los bordes de la sección ósea estaban a diferente nivel, y parecía
que el segmento superior era más saliente que el inferior, sin poderse precisar
cuál de los dos era el móvil[5].
Tal es el detalle que el
lector susceptible podrá obviar la lectura para no encontrarse con la
posibilidad de imaginarse el dolor y la angustia de la víctima, más la azarosa
experiencia de los galenos ante el servicio prestado en medio del gentío que
deseaba saber la suerte del General y su infortunio, y ante todo la morbosidad
de buscar con sus blancuzcos pañuelos la gota de “sangre patriótica” derramada
por el guerrero de muchas guerras civiles y políticas. Evento particular y
constante de nuestra historia que llevó al extremo del atentado, y el
asesinato, sus diferencias doctrinarias durante el siglo XX en ejemplos de
revisión histórica ampliamente conocidos e investigados, incluyendo el de los
ciudadanos anónimos caídos en los enfrentamientos partidistas, la denominada Violencia, y el conflicto incesante que
vivimos en la actualidad con visos de una salida negociada con la paz anhelada.
La parte final de las
memorias está dedicada a la autopsia, lo que permitió según el Dr. Zea,
apreciar mejor el carácter y gravedad de las heridas, subsiguiente al acto
artístico de tomar la mascarilla[6]
en yeso del cadáver insepulto. Los
puntos expuestos se dirigen a la extensión de la herida –boquete- de 8 ½
centímetros de largo por 4 ½ de ancho, y la observación de los daños
colaterales en el cerebro, pasando a la abertura de la cavidad esplácnica,
resaltando las vísceras de un hombre sano, “casi las de un adolescente”,
augurándole, a no ser por su muerte, seis lustros más de vida:
… Con suma habilidad se cosió nuevamente
el cuerpo; retiráronse los linos ensangrentados y se tornó a colocar en el ataúd. La expresión del rostro no era la de una
blancura sonreída, sino más bien la expresión adusta, severa, un tanto
cejijunta que se le observaba en sus momentos de réplica, en lo más recio de
las batallas parlamentarias. Al verlo extendido, descubierta la faz, un poco
escorzada la cabeza entre la negra caja, era evidente el parecido con el cuadro
de Orlando muerto, que se admira en
una de las galerías del Museo Británico[7].
El último párrafo del
informe personal y apasionado del Dr. Zea, exalta melifluamente al general
Uribe como “paladín colombiano”; integrado con imágenes del personaje en la ya
reconocida foto que hemos visto en diversos libros con su cabeza dirigida a
medio perfil hacía la izquierda, una de sus escasos 21 años, un retrato
familiar junto a su esposa y sus dos primeras nietas, además de la pose del
autor a cuerpo entero, mirando la cámara y con un libro en sus manos. Se resalta
que el documento es un aporte relevante para entender un momento crucial del
atentado y sus noticias posteriores desde el ámbito privado de la atención
médica, y las sensaciones que eso trajo en el contexto de catorce horas entre
el medio día del 15 de octubre y la madrugada del 16 en lo que fue la crónica e
impacto de una muerte lenta.
Imagen tomada de: Enrique Santos Molano,
Jaime Zarate Valero, Enciclopedia
ilustrada de las Grandes Noticias Colombianas 1483-1983, Universidad
Central, 1983, p. 141.
[1]Luis
Eduardo Abello, Espadas y corazones,
biografía de Rafael Uribe Uribe, (Bogotá: Editorial Peñalosa, 1959)
70-78.
[2]Abello,
72-73.
[3]Abello,
Espadas, 75-77.
[4]Luis
Zea Uribe, Los últimos momentos del
General Uribe Uribe, El Liberal Ilustrado, Tomo III-Número 1.148-19,
(Bogotá, octubre 31 de 1914) 291.
[5]Zea,
292.
[6]Expuesta
en el museo de la Universidad Libre donde quedaba la residencia del político
liberal al momento de su muerte: “En la pieza, aún reposa la cortina vino tinto
que Uribe Uribe corría para ver la calle y el piso de madera de aquélla. En el
sitio donde se hallaba la cabecera de su cama, bien una placa blanca recuerda
que ahí murió uno de los colombianos más ilustres. Galindo se devuelve en el
tiempo. Saca del bolsillo de su saco de paño importado una pequeña llave que
abre una biblioteca que guarda importantes señales de vida del personaje
histórico, como la mascarilla de yeso del político, con la mueca de su muerte”,
tomado de: Fabián Forero, El Tiempo,
29 de noviembre de 2010.
[7]Zea,
Los últimos, 298.
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