En abril de 1977, quince
días después de la muerte del escritor caleño Andrés Caicedo, el periódico El País publicaba una nota de Medardo
Arias sobre el lanzamiento del libro que el autor recibió el mismo día de su
deceso como designio de su último hálito literario. ¡Que Viva la Música! entraba
en el escenario local de la ciudad sin su progenitor, quedaba huérfana la obra
pero con muchos lectores que empezaban a conseguirla en librerías y puntos de
venta que ofertaban la colección del Instituto Colombiano de Cultura.
Del texto nos dice Arias:
[…] Andrés Caicedo,
partiendo de elementos de gran significación popular, como son la música
afro-antillana y sus intérpretes, se convierte en el mensajero de una época a
la que le fue fiel, como protagonista de un medio que comienza a amasarse
particularmente en Cali, desde 1965: Richie´s Jala Jala, la rumba y sus
cantores metiéndose en el alma del pueblo, con percusiones de bongó y mística
de orichas. “Que Viva la Música” es el bembé desenfrenado de una noche en la
Caseta Panamericana, es la idolatría
mestiza que baila con sentimiento Yoruba la salsa de la All Star. De
allí que ésta novela testifique una época, para ubicarse históricamente en la
generación Mr. Trumpet Man; en la mulata cadencia de Araché, de Agallú, del
fenómeno Boogaloo.
En ese acelere escrito que es el texto, la
música, fiel a su título, se acomoda a la vida de María del Carmen Huerta:
rumba va, rumba viene, y en ella Cali nocturna con personajes que entran y
salen al vaivén de un estilo de vida que se adecua a necesidades generacionales,
y ciertos descubrimientos de festividad, aplicable a la reflexión de Fabián
Casas en el prólogo de la edición argentina al afirmar que Caicedo “es una
expresión del cóctel de su tiempo. Vivió los años sesenta con su paz, amor,
violencia y revolución”.
En clave narrativa, tenemos diversos espacios
públicos con una marca establecida que el autor conoció, vivenció y adecuó a su
historia junto a las drogas psicoactivas que nos pone en diversos viajes, los
de “la mona” y sus amigos, y los que imaginamos cuando hacemos ejercicio de
memoria para visualizar la ciudad que conocimos y no existe, plano especial
importante para ubicar el libro como expresión de reconocimiento urbano.
Si el lector examina por primera vez ¡Qué Viva
la Música!, y no se ubica melódicamente con la oferta propuesta por Caicedo -y
la salsa que le gusta es la de las comidas-, él amablemente, al final de su
“reguero de tinta”, pone a disposición su Discografía:
[…] Que la autora ha
necesitado, para su redacción, de las canciones que siguen, tiene que sonar evidente para el lector aguzado. De
todos modos, se ha procurado localizar intérpretes de la versiones preferidas
(de un mismo temilla antiquísimo, africano) y sello de disco (pirata aún). Pero he escuchado casi todo el material que
ella menciona a través de puertas abiertas, radios o en los buses. Así que mi
lista avanzará a medida que escasee la información. Las canciones precedida de
asteriscos son caballerías sin interés alguno”.
El gusto musical que el autor tiene en la salsa
de Richie Ray/Bobby Cruz, y el rock de los Rolling Stones, posicionan la banda
sonora de su novela, sumándole una serie de temas ya comunes en las bailaderos
o discotecas de Cali, los de antes, y los de ahora con la denominada vieja guardia
o viejoteca; así que “el lector aguzado” podrá darse un repaso sonoro caribeño,
neoyorquino, puertorriqueño, y cubano; audición personal o colectiva que podrá
incluir los temillas con asterisco que nuestro autor cree de dudosa reputación,
y denuncia explícitamente al advertir que “El Pueblo de Cali Rechaza”.
Siendo Andrés un cinéfilo extremo en actividades
como crítico, escritor de guiones, y cineclubista, pone sobre el lienzo de su
escritura algunas referencias fílmicas en ¡Que Viva la Música!, no muchas como
se creería, pero interesantes a la luz de descubrir, desmenuzar, y entender su vida
en el cuerpo de otra persona. En el ejercicio de releer su texto, ponemos en
consideración del lector los apuntes que él teje con la magia del cine en
obras, y elementos técnicos:
-La primera referencia nos lleva a una estrella
del cine silente y sonoro hollywoodense llamada Lillian Gish:
[…] Pero me decían: “Pelada,
voy a ser conciso: ¡es fantástico tu pelo!” Y uno raro, calvo, prematuro:
“Lillian Gish tenía su mismo pelo” y yo: “Quién será ésta”, me preguntaba,
“¿Una cantante famosa?” Recién me he venido a desayunar que era una estrella de
cine mudo (p. 7).
-Como metáfora directa a la película Muerte en Venecia -1971- de Luchino
Visconti, encontramos a nuestra protagonista caleña en pleno despertar al medio
día confundida por su incumplimiento –por primera vez- a las reuniones de
lectura de El Capital con Armando el
Grillo y Antonio Manríquez:
[…] Después de la
cortina tenía allí ante mí la persiana veneciana. ¿Es cierto que trae la
muerte, Venecia? Digo, porque lo he escuchado (ya no) en canciones vieja. He
podido jalar las cuerdillas de la veneciana como el marinero que iza las velas,
y dejar entrar, glorioso, el nuevo día (p.8).
-Para explicar el oficio de su padre, nos
introduce en el lenguaje fotográfico y fílmico, junto a su experiencia con la
mariguana: visiones, y formas de entender el paisaje que tiene enfrente desde
la ventana de su casa –el Parque Versalles, y las montañas-, o forma compleja
de explicarle al lector algunas de sus acciones en las que su amigo sufre:
[…]Sobreexpuse (uso el
termino porque mi papá es fotógrafo) a las montañas, los pelos de la montaña y
el azul del cielo. ¿Azul porque Sobre-exponía o porque de veras mejoraba al
día? No, era la aridez y la congoja más terrible después de un año completo que
no llovía sobre esta tierra buena (p.16).
[…] Me le acerqué y él
requetenotó mi fragancia. “Es que me acabo de jabonar el pelo”, expliqué, y él:
“Yo sé. Se te ve lindo”, y yo le dije gracias, parpadeándole en Close-Up (Comprenderá el lector que el
oficio de mi papá fue extendiéndose hacía una afición por la cinematografía,
así que valga la licencia por el térmico)
(p. 20).
[…] Son puras mentiras
mías, pero qué tal si digo que hubo como una interrupción en el proceso de la
amanecida, o un retroceso, mi papá gustaba de explicarme el procedimiento de
sonorizar una película muda filmada a 16 cuadros: repitiendo fotogramas, de lo
cual resulta como un barrido, esa es
la palabra técnica, eso fue exactamente lo que produjo el aullido de Ricardito
en ese día, a la distancia (p. 62).
-En la visita que realiza Ricardito el Miserable
a los aposentos de María del Carmen, el autor homenajea la película cumbre de
su cine club con respecto a asistencia y taquilla en el Teatro San Fernando,
fue un 24 de febrero de 1973 con 1106 espectadores, en un escenario al que le
cabían 700 personas sentadas:
[…] Se hizo el que no la
miraba, se paró en toda la mitad del cuarto y la luz, que entraba libre, sin la
veneciana, le daba como una facha imponente a su preocupación constante, y yo
pensé: “Cuando mejor se ve es cuando está en mi cuarto. Además, quien no con esa
camisa verde profundo y lila, plenamente psicodélica”.
La palabra me hizo tramar que si bajaba a veneciana le pintaría sombras
horizontales a su cuerpo, que si le quitaba la camisa, él seria una especie de
John Gavin con 30 quilos menos, y que ambos éramos, allí, en ese cuarto de una
casa perdida en una ciudad desolada y ardiente, nada menos que el principio de Psicosis, esa película que no he
querido volverla a ver, para no olvidarla (p.18).
-Con la “velocidad energética” que lleva la protagonista
del relato en su interactuar con la ciudad, los amigos, la rumba, y las drogas,
tenemos esta escena que junto a su “hermano lobo”, pone de manifiesto otro
encuentro:
[…] “Empieza”, me dijo
Ricardito, y, demonios, debí vacilar algo, porque me preguntó, no burlón sino
caritativo: “¿Sabes cómo?” “Claro que sí –respondí-. Si no habré visto Viaje hacía el delirio”. Me armé de
pitillo y aspiré duro dos veces por cada lado y él bajó la cabeza y yo no lo
pude encontrar durante un segundo hasta que bajé los ojos y lo vi allí, todo
agazapado en la cocaína (p. 22).
-El terror tiene su párrafo, tácita referencia a
Edgar Alan Poe y Roger Corman con la adaptación de La Caída de la Casa Usher -1960-:
[…] Tiempo que nos tomó
caminar en medio de aquel color que avanzaba despacio, con la niebla baja que
expiraba la tierra húmeda, y Leopoldo dijo: “Más bien parece paisaje de entrar
a alguna Casa Usher, no de salir de ella”. A mí me fascinó el comentario
(Pensé: “Cadáveres emparedados en espejos”), aunque no venía con música. “Es
poeta –pensé-, hará Rock fuerte con
buena letra” (p.60).
-El cine como espacio público donde el encuentro
puede ser solitario o acompañado, y convergen muchas historias y géneros, es
traído por Andrés Caicedo en complemento a situaciones, sensaciones, olvidos y
experiencias que él seguramente tuvo en su existencia, y asistencia constante a
las salas oscuras de Cali, lo que acertadamente usa para el cuadro por cuadro
de sus escenas.
Inicialmente sobre los efectos de la cocaína:
[…] Bueno, la probé y
qué. Dura 10 minutos el efecto, que es fantástico. Después el achante y ganas
de no moverse, espeluznante sabor en la boca, ardor en los pliegues de cerebro,
fiebre, uno se pellizca y no se siente, ver cine no se puede porque da angustia
el movimiento, sentimiento de incapacidad, miedo y rechinar de dientes (p.22).
Para planear otra rumba:
[…] “Bien venidos
–dijeron-. Buena música. Coincidimos”.
“Lo que podría indicar
un rumbo común para este día, ¿no? ¿Cuántas rumbas hay?.
“Tres”, me respondieron.
“Una donde Patricia la linda (que era malvada con los hombres), otra donde el
flaco Flores que acaba de llegar de USA y trajo un montón de discos, y la
última sin sitio fijo: la gente se reúne e el parque del viejo Teatro Bolívar y
allí se decide”.
En medio de la inclemente caminata en un día
asoleado:
[…] Ya con sombra,
caminamos más despacio. El lector sabrá
de la prisa demente de aquel que camina al sol, buscando una pared en cuya base
crezca una franjita de 35 milímetros de sombra y pararse allí, con escalofríos
hasta la caída de la tarde (p. 32).
Para infiltrarnos en el norte caleño en un
vaivén de gentes:
[…] Cruzaban unas diez
veces la Sexta, pendientes del menor gesto que les indicara una posibilidad de
nuevo vinculo, de nuevo arranque. Había allí como una revista de flacuchentos
movimientos atléticos, y a mi me gustaba. Cada dos horas descendía por allí la
corriente que salía de cine, y cada quien ocupaba entonces su sitio
estratégico, cada quien sabía cuál conocido estaría en Social, cuál en
vespertina. Y había una actitud, un saludo distinto para cada uno (p.35).
Recordando los veraneos de la burguesía caleña
en el municipio de La Cumbre, ubicado al norte de la ciudad de Cali:
[…] Si es que no nos
deja el tren, quién entonces nos recibirá, en la estación de La Cumbre, las
monjitas que hace mil años esperan el tren de cada cinco de cada tarde, el tren
de madera que ya no es tan verde y está sucio pero sigue siendo a atracción
principal, ni siquiera el cine mexicano, que se fue de allí (p.93).
No podría quedarse por fuera su Cine club de
Cali, el que Andrés fundaría en 1971, y siguiera su estela hasta el año 1979,
albergue fílmico que exhibió 403 cintas, desde Iban por Lana (Bande à Part)
–1964- de Jean Luc Godard proyectada el 10 de abril del 71, hasta La Gran Ilusión -1937- de Jean Renoir
exhibida el 23 de junio del 79. Allí, en ese espacio público de exhibición
sabatina al medio día, se creo una atmósfera importante para la cinefilia
caleña que avanzaría a otras esferas enfocadas en la realización
cinematográfica, la publicación de textos a través de revistas especializadas
como Ojo al Cine, y el ámbito
académico desde la enseñanza del cine en la Escuela de Comunicación de la
Universidad del Valle, lo que con el tiempo reconoceríamos como “el grupo de
Cali”, y algunos más avezados Caliwood:
[…] Pensamientos así
eran los que me hacían ir al Cine Club del San Fercho. Pero si alguien todo
rococó me decía “Mankiewicz”, yo respondía “Che che colé, quién lo tumbe”. Era
difícil entenderse conmigo, no lo niego. Muerta e la risa.
Además. Cada vez me
producía mayor depresión la salida del cine al sol, tener que maldecir con los
ojos cerrados por el fin de la película. No, me gustan las cosas que me atan
con grilletes a esta dura realidad, no las que me saquen de aquí para meterme
otro hueco (p. 109).
La Feria de Cali decembrina es presentada de
forma ágil a través de una anécdota desarrollada en la Caseta Panamericana, y
en ella los ídolos del jala jala Ricardo Ray y Bobby Cruz, junto a Nelson y sus
Estrellas y “los infames Graduados de Gustavo Quintero”. En medio de tanta
rumba, un 26 de diciembre de 1969, encontramos esta referencia al séptimo arte:
[…] Le gustaban las
tardes de diciembre porque se metía a cualquier cine vacío mientras todo el
mundo estaba en toros, y salía a eso de las 6 con una tristeza sabrosa, un
agobio de estar creciendo, de que tocara entrar al colegio dentro de 10 días
(p. 116).
Trayendo nuevamente a colación uno de sus
personajes, Caicedo pone a consideración un concepto que derivaría en esa
extraña enfermedad de los cinéfilos, expuesta en su texto Pronto: memorias de una
cinesífilis -1976-:
[…] Yo no sé si el
lector recordará a Héctor Piedrahita Lovecraft, ese jovencito de tremenda
precocidad intelectual, que hacía 1969 pudo dedicarse parejo (…) al teatro, las
artes plásticas, la narrativa, los famosos artículos denigrantes del
cinematógrafo, a lo que correspondió de forma tan limpia su conducta personal,
como conductor directo (y con una asiduidad pasmosa) de la “cinesífilis”, tal
como él llamaba a la Enfermedad de Castilla (pp. 169-170).
En sus últimas líneas, cuando la retahíla de “la
Mona” nos da cátedra de vida -según su perspectiva-, nos dice: “sacaré la
teoría de que el libro miente, el cine agota, quémenlos ambos, no dejen sino
música” (p. 185); avanzando finalmente a la conclusión tajante que “adonde
mejor se practica el ritmo de la soledad es en los cines. Aprende a sabotear
los cines” (p. 186).
Las citas intertextuales que he arrancado de la
obra, podrán encontrar su sentido si el lector vuelve al libro para una
relectura, o por el contrario lo lee por primera vez. El ejercicio realizado
posibilita ubicar una vocación única en la forma de escritura de Andrés
Caicedo, llevándonos por una historia netamente caleña que podría ser universal
en los espacios de desencuentro con la ciudad y sus puntos cardinales, entrando
en función de estos la familia, los amigos, el ocio, la violencia, y la
cotidianidad de alguien que se mueve rápidamente por un sinnúmero de anécdotas en
función del desarraigo, las drogas, el sexo, la libertad, y con ella la
inclemencia del clima, factor primordial para aplicar la idea caicediana de jovencitos
tiernos y crueles que se desenvuelven a cualquier hora del día para el disfrute
de la música, la rumba, y tal vez -no sé-, el cine.
Lista la función, ¡Que Viva la Música!, y
recuerda: “Tu enrúmbate y después derrúmbate”.
Nota: Las palabras en negrilla
de las citas, corresponde a la primera edición de la obra en 1977.
Bibliografía
-Arias Medardo, “Que Viva la Música”, Publicada
Novela de Andrés Caicedo, El País, Cali lunes 21 de marzo de 1977.
-Andrés Caicedo, ¡Que Viva la Música!, Instituto Colombiano de Cultura, 1977.
-Fabián Casas, El Punk de Dios, Prólogo de la edición argentina ¡Que Viva la Música!, Editorial Norma,
2008.
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