17.8.11

Tiempos de la memoria

La humanidad se debate en la lucha constante del recuerdo para no olvidar. Es víctima de sus propias tragedias vinculadas a un sinnúmero acciones, y por ende a las desigualdades e injusticias que estas traen a quienes involucra. En algunos espacios del orbe, la estrategia es invadir, atacar y masacrar, para aprovechar recursos íntimamente ligados a los intereses económicos, bajo preceptos de libertad y democracia; en otros, se ve el enemigo en las propias entrañas, y se elaboran estrategias para acabarlo sin miramientos de consecuencias éticamente reprochables. En una y otra, los seres humanos resultan perdedores bajo los signos de palabras tan comunes en nuestro acontecer noticioso expresado en la radio, prensa escrita, televisiva, y virtual: desplazados, asesinados, violentados, ajusticiados, capturados, enjuiciados, etc., son algunas de las expresiones que digerimos en el transcurso del día, la crónica roja hace su entrada sin miramientos de horario, y sin “ruborizarse”, se nos convirtió en algo normal que asumimos en el acontecer individual y grupal.

¿Qué hacer en un país donde el conflicto es algo cotidiano? ¿Cómo valorar las informaciones que nos llegan de los diversos medios? ¿Es la memoria el recurso más valioso para guardar las imágenes que nos llegan de nuestra propia tragedia? A la primera pregunta, muy jocosamente respondo “sobrevivir sin morir en el intento”, ya que lo cotidiano del conflicto involucra nuestras ciudades, punto de partida donde muchos nos movilizamos, sintiendo esa pequeña adrenalina que significa vivir en nuestras capitales bajo el imperio del miedo que nosotros mismos hemos ayudado a construir bajo el juego, y fuego constante de nuestros entornos sociales, tanto de la calle para afuera, como de la calle para adentro. Ahora, para saber valorar las informaciones que nos llegan de los diversos medios, la mejor estrategia es dudar, analizar, y digerir sin “tragar entero”, tres principios básicos para no caer en la trampa de lo medios, y así descubrir errores, virtudes y aciertos, ya que nosotros mismos nos encargamos de difundir lo que escuchamos y observamos, por lo tanto somos actores directos del entramado comunicativo. Lo que vivimos en este país de noticias donde una opaca la otra, sacude la mente con una ráfaga informativa que debemos estar evacuando constantemente o por el contrario guardando en nuestras “carpetas mentales” para aquellos momentos donde el flashback se vuelve recurrente.

Siendo Colombia una nación abatida por el conflicto interno, con victimas diversas, y victimarios heterogéneos, ¿qué se ha hecho para que esos tiempos de la memoria no se diluyan?, algunos dirían que nada, otros dirán que mucho, pero en una y otra posición, existe uniformidad: el recuerdo como principio básico del detalle en su historia de vida, sin importar la posición en la que estuvo, posibilitando la reconstrucción veraz o ficcionada de un hecho, en este caso violento de una acción única pero con puntos similares en otros casos. Por lo tanto la oralidad juega un papel preponderante para la reconstrucción histórica, en dirección de salvaguardar los recuerdos: para la victima, asuntos básicos como son el sitio de la acción, quiénes estaban, cuántos cayeron, qué se abandonó, quién los auxilió; para el victimario, quién los mandó, qué frente los apoyo, qué armas usaron, cómo los asesinaron, etc. Allí, en la interrogación de los actores del conflicto –en la mayoría de los casos con actores que fueron obligados-, se construye bajo la memoria una historia que aliviana el peso de la tragedia, pero que no cura como institucionalmente se espera al que lo padeció, porque como apunta Ileana Diéguez a propósito de las Erinias de la memoria –México y Argentina-, también es legítimo el “no olvido, no perdono, no me reconcilio”, en aras de una verdad sobre nuestros abundantes cadáveres insepultos.


Estando el daño hecho, y habiendo recorrido más de medio siglo entre “idas y venidas, vueltas y revueltas”, nuestra violencia con sus representantes ha caído en lo que se ha denominado “trauma social”, que ha definido el profesor Francisco Ortega como “los procesos y los recursos socio-culturales por medio de los cuales las comunidades encaran la construcción, elaboración y respuesta a las experiencias de graves fracturas sociales que se perciben como moralmente injustas y que se elaboran en términos colectivos y no individuales”, con tres dimensiones diferentes: “el acontecimiento violento, la herida o el daño sufrido, y las consecuencias a mediano y largo plazo que afectan el sistema”. Esos recursos anotados en la cita, son notoriamente importantes en la solución apropiada de nuestros problemas públicos enmarcados en el conflicto armado violento, con respecto a lo que hemos vivido en nuestro tejido social urbano y rural, los cuales se dan bajo diversas manifestaciones que podemos aprobar o desaprobar a partir de nuestras expectativas e intereses, representados en informes de la verdad, obras literarias, teatrales, plásticas, cinematográficas, etc.

Ahí está el detalle, vivimos tiempos de reconciliación en medio de la maraña, se construyen espacios diversos que apuntan a verdades relativas dependiendo el individuo y los intereses que se labran. En medio de las expectativas y las noticias de guerra, nos posicionamos ante lo que escuchamos, vemos, investigamos y sentimos; sin querer, nos involucramos, y en la mayoría de los casos con la particularidad de tener en nuestras entornos familiares una historia que contar donde la violencia “toca la puerta”, ya sea la de mediados del Siglo XX con sesgos políticos, o por el contrario la que vincula el narcotráfico desde los años ochentas con otras características, la una tan oprobiosa como la otra, sin creer aquella frase manida y falsa que “los colombianos somos violentos por naturaleza”.

Textos
-Francisco Ortega, El trauma social como campo de estudios, en Trauma, Cultura e Historia, Colección Lecturas CES, Universidad nacional de Colombia, Sede Bogotá, 2011.
-Ilena Diéguez, La Erinias de la memoria (México y Argentina), en Ciudadanías en Escena, Colección Cátedra Manuel Ancizar, Universidad nacional de Colombia, Sede Bogotá, 2009.

Imagen
Del libro “La Guerra que no hemos visto”, pintura de la Fundación Puntos de Encuentro, un proyecto de Juan Manuel Echavarría.

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