1.11.17

El primer cine soviético

Uno de los hechos representativos de la historia del siglo XX fue la Revolución Rusa. Ocurre en paralelo a la participación del imperio ruso del zar Nicolás II en la Primera Guerra Mundial, al deterioro de las relaciones internas entre sus súbditos, y las brechas sociales acaecidas. El alto número de ciudadanos rusos que participan del conflicto bélico europeo deja desquebrajada la mano de obra en las fábricas y espacios campesinos, sufriendo una escases significativa de productos de consumo básicos, llevando a un descontento generalizado por medio de protestas y huelgas que buscaban proyectar mejores condiciones laborales; igualmente ligado a un proceso de  largo aliento donde la opresión y las diferencias establecidas en capas sociales instauradas por la monarquía, sumaba a las necesidades de buscar otras salidas venidas de la coyuntura del momento histórico en 1917.

El cine, uno de los motores culturales del siglo pasado, se afianzó durante la Revolución Rusa por medio de su uso público, mediático, político, divulgativo e histórico, clara muestra de aprovechamiento singular para favorecer una ideología en particular. También, en el sentido intelectual de reflexionar en torno a su lenguaje y puesta en escena, síntoma distintivo de una época de transformaciones que supo ver en el séptimo arte, la posibilidad de poner sobre la población algunos elementos discursivos para incrementar su capital cultural en busca de un afianzamiento sociocultural, extendido internamente, y expuesto internacionalmente en las posibilidades de exhibición que abrieron sus espacios.


Con el Realismo Socialista, doctrina estética y sociopolítica de la Unión Soviética, se pretendió acondicionar la literatura y el arte a las necesidades acaecidas en el proceso revolucionario; tomada de algunas posiciones pensadas por Marx en el siglo XIX, y ajustadas por Stalin, significó un modelo o estructura rígida pasada por censores, y vinculante a un modo de pensar directo y sin desviaciones del orden político revolucionario.
Parte de las celebraciones de los 100 años de la Revolución de Octubre, están dedicados a resaltar el cine de sus primeros años, para eso he transcrito el texto de Javier Memba de su Historia del Cine Universal, un momento para regresar y retomar obras del cine universal, y ante todo revisar sin apasionamientos, los aires de una época convulsionada y con ecos universales.     
     
El cine soviético
Tal vez haya sido valorado en demasía por su exaltación del comunismo. Pero basta con ver cualquiera de las tres cintas en torno a las cuales se articula el primer cine soviético-El acorazado Potemkin (Sergei M. Eisenstein, 1925), La madre (1926) y El Hombre de la cámara (Dziga Vertov, Vsevold Pudovkin, 1929)- para rendirse ante su grandeza y comprender la impronta que sus hallazgos hubieran podido tener en el resto del cine mundial si el cine soviético no hubiese estado silenciado por los enemigos del comunismo en la mima medida que fue sobrevalorado por los simpatizantes de esta ideología.

El país que se encontraron los bolcheviques cuando acabaron con los Romanov era analfabeto en más de sus dos terceras partes. Por eso, cuando Lenin proclama: “De todas las artes el cine es para nosotros la más importante” sabe perfectamente que la imagen silente –abocada a ser más visual incluso que la hablada- es infinitamente más útil para desarrollar la conciencia comunistas entre las masas que las célebres mil palabras.

Aun se libra la guerra civil que sucedió a la revolución, contienda que habría de prolongarse entre 1918 y 1921, cuando salen de Moscú los primeros tres trenes cargados con agitki. Eran aquellos cortometrajes de agitación en los que habría de tener su origen todo el cine soviético posterior. Los encargados de la exhibición de esos agitki eran camarógrafos además de proyeccionistas. De regreso a Moscú volvían con filmaciones de las que nacerían nuevos documentales de agitación, nuevos agitki que habrían de conseguir que los espectadores soviéticos acabaran prefiriendo el cine autóctono y concienciado a las cintas de Mary Pickford, Douglas Fairbanks y Buster Keaton que eran sus favoritas cuando llego el  nuevo orden. La labor debió de ser en verdad ardua si se considera que los países productores de material negativo habían prohibido su importación a la recién nacida Unión Soviética.


En aquellos trenes viajaron algunos de los que estaban llamados a sobresalir entre los primeros cineastas soviéticos. Contaba entre ellos Lev Kulechov (Tambov, 1979; Moscú, 1970), un hombre que habría de calar más hondo con sus teorías que con sus películas. Aunque en su filmografía se incluyen títulos como Mister West en el país de los bolcheviques (1924), una de las comedias más aplaudidas de todo el silente soviético, el Kulechov que la historia recuerda es aquél que concibió la idea de que el cine tenía una naturaleza específica, totalmente ajena al teatro. Corría 1921 cuando Kulechov se apeó de esos trenes cargados de agitki para abrir su propio taller de cine. Aquellos fueron los años en los que la escasez de materiales más agobió a los cineastas soviéticos. Tanto así que Kulechov y sus discípulos se vieron obligados a hacer películas sin llegar a impresionar ningún negativo con las secuencias.

Esto de fingir rodar por el afán de aprender a hacer cine, que en una primera apreciación puede parecer una simple anécdota, llevo a Kulechov a concebir la idea de que cada uno de los planos de una película tenía un significado distinto dentro del contexto en que estaba ubicado y en estrecha relación con el plano precedente y su sucesor. Dicha conclusión, conocida como El efecto Kulechov, fue la piedra angular de todo el cine soviético.

Amén de al montaje –o en estrecha relación con él tal vez sea mejor decir- las teorías de Kulechov se vieron ampliadas a la interpretación. En opinión de este joven maestro, la interpretación cinematográfica debía estar imbuida de cierto naturalismo, radicalmente opuesto a la artificialidad teatral. Naturshchik fue a llamar a sus actores ideales y entre ellos se encontraba Vsevolod Pudovkin (Penza, 1893; Riga, 1953). Quien no dudó en afirmar, puesto a recordar a su maestro: “Nosotros hacemos películas, Kulechov hacia cine”.

Ya en su primer largometraje, La madre, Pudovkin fue a desarrollar ese equilibrio entre montaje e interpretación mucho mejor que el propio Kulechov. Basada en la novela homónima de Máximo Gorki, La madre narraba la concienciación política de una mujer siguiendo el ejemplo de su hijo, un pobrero textil que milita en el partido comunista. “Lo más que uno puede extraer de una obra literaria es el tema, que hay que transformar luego en el guión”, afirmó refiriéndose al original de Gorki. “La madre fue mi primera película independiente. Durante la realización luche con obstinación y con todas mis fuerzas”.

Tras su obra maestra, Pudovkin dirigió El final de San Petersburgo (1927). Realizada por encargo del propio Stalin para conmemorar el décimo aniversario de la Revolución Soviética –como Octubre (Sergei Eisenstein, 1927)-, su contenido, básicamente, es el mismo: la exaltación de la toma del Palacio de Invierno y el resto de los acontecimientos que condujeron al poder a los bolcheviques. La principal diferencia con Octubre es que Pudovkin focaliza su drama a través de un obrero envuelto en los sucesos desde que unos días antes es reventada la huelga en la que participa, en tanto que Eisenstein basa su propuesta en las consabidas masas y en el montaje.

Parece ser que, originalmente, El final de San Petersburgo, pretendía remontarse a dos siglos antes de esos diez días que en palabras de John Reed –el fundador del partido comunista estadounidense- conmovieron al mundo. Lo cierto es que todos los planos alaban la revolución comunista mediante los pequeños detalles que la conformaron. A destacar la secuencia del soldado, agazapado en su trinchera mientras escribe una carta. Cumple igualmente dejar constancia de esas estampas de San Petersburgo rielando en las aguas del rio y de la grandiosidad con que Pudovkin retrata algunas estatuas de la ciudad. Ello no quita para que la utilización de la bota como símbolo del poder opresor resulte un recurso harto manido en la pantalla soviética de aquellos días. En esa misma reiteración de la estética revolucionaria viene a caer ese montaje ideológico en el que se compara a las masas obreras y campesinas con el humo de las chimeneas y las olas del mar.


Más interés despierta Tormenta sobre Asia, que Pudovkin realiza en 1928. En opinión de algunos comentaristas es una de las mejores cintas de todo el cine silente. Antaño conocida como El heredero de Gengis Khan y basada en un argumento de Osip Brik e I. Novokshenov, dos escritores del circulo Maiakovski, era aquella una historia ambientada en Mongolia de la guerra civil que sucedió a la revolución de Octubre. Al igual que La madre y El final de San Petersburgo, Tormenta sobre Asia versa sobre una toma de conciencia comunista. Para Sadoul –destacado militante comunista él mismo-, los protagonistas de estas tres películas “son seres frustrados que llegan lentamente a la clara visión de los deberes de la clase a que pertenecen. Sociales por su contenido, los filmes de Pudovkin son por su forma obras psicológicas, cuyo centro es un tipo. Al contrario que Eisenstein y sobre todo de Vertov, Pudovkin no pudo pasar sin grandes actores. Vera Baranovskaya fue la madre  y Nikolai Batalov, su hijo. Ivan Chuvelyov fue un campesino, soldado y después revolucionario en El final de San Petersburgo, Valéry Inkijinoff encarnó al impresionante hijo de Gengis Khan. Pudovkin, él mismo interprete de talento, fue un gran director de actores, a quienes no dejó caer en exageraciones de actuación”.

Fuentes
Javier Memba, Historia del Cine Universal, T&b editores, pp. 122-124.
Joaquín Romaguera I Ramio, homero Alsina Thevenet, Textos y Manifiestos del cine, Catedra, 1989, pp. 183-191.


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