Uno de los
hechos representativos de la historia del siglo XX fue la Revolución Rusa. Ocurre
en paralelo a la participación del imperio ruso del zar Nicolás II en la Primera
Guerra Mundial, al deterioro de las relaciones internas entre sus súbditos, y
las brechas sociales acaecidas. El alto número de ciudadanos rusos que
participan del conflicto bélico europeo deja desquebrajada la mano de obra en
las fábricas y espacios campesinos, sufriendo una escases significativa de
productos de consumo básicos, llevando a un descontento generalizado por medio
de protestas y huelgas que buscaban proyectar mejores condiciones laborales;
igualmente ligado a un proceso de largo
aliento donde la opresión y las diferencias establecidas en capas sociales instauradas
por la monarquía, sumaba a las necesidades de buscar otras salidas venidas de
la coyuntura del momento histórico en 1917.
El cine, uno de
los motores culturales del siglo pasado, se afianzó durante la Revolución Rusa
por medio de su uso público, mediático, político, divulgativo e histórico, clara
muestra de aprovechamiento singular para favorecer una ideología en particular.
También, en el sentido intelectual de reflexionar en torno a su lenguaje y
puesta en escena, síntoma distintivo de una época de transformaciones que supo
ver en el séptimo arte, la posibilidad de poner sobre la población algunos elementos
discursivos para incrementar su capital cultural en busca de un afianzamiento sociocultural,
extendido internamente, y expuesto internacionalmente en las posibilidades de
exhibición que abrieron sus espacios.
Con el Realismo Socialista, doctrina estética y
sociopolítica de la Unión Soviética, se pretendió acondicionar la literatura y
el arte a las necesidades acaecidas en el proceso revolucionario; tomada de
algunas posiciones pensadas por Marx en el siglo XIX, y ajustadas por Stalin,
significó un modelo o estructura rígida pasada por censores, y vinculante a un
modo de pensar directo y sin desviaciones del orden político revolucionario.
Parte
de las celebraciones de los 100 años de la Revolución de Octubre, están dedicados
a resaltar el cine de sus primeros años, para eso he transcrito el texto de Javier
Memba de su Historia del Cine Universal,
un momento para regresar y retomar obras del cine universal, y ante todo
revisar sin apasionamientos, los aires de una época convulsionada y con ecos
universales.
El cine soviético
Tal
vez haya sido valorado en demasía por su exaltación del comunismo. Pero basta
con ver cualquiera de las tres cintas en torno a las cuales se articula el
primer cine soviético-El acorazado Potemkin
(Sergei M. Eisenstein, 1925), La madre
(1926) y El Hombre de la cámara
(Dziga Vertov, Vsevold Pudovkin, 1929)- para rendirse ante su grandeza y
comprender la impronta que sus hallazgos hubieran podido tener en el resto del
cine mundial si el cine soviético no hubiese estado silenciado por los enemigos
del comunismo en la mima medida que fue sobrevalorado por los simpatizantes de
esta ideología.
El
país que se encontraron los bolcheviques cuando acabaron con los Romanov era
analfabeto en más de sus dos terceras partes. Por eso, cuando Lenin proclama:
“De todas las artes el cine es para nosotros la más importante” sabe
perfectamente que la imagen silente –abocada a ser más visual incluso que la
hablada- es infinitamente más útil para desarrollar la conciencia comunistas
entre las masas que las célebres mil palabras.
Aun
se libra la guerra civil que sucedió a la revolución, contienda que habría de
prolongarse entre 1918 y 1921, cuando salen de Moscú los primeros tres trenes
cargados con agitki. Eran aquellos cortometrajes
de agitación en los que habría de tener su origen todo el cine soviético
posterior. Los encargados de la exhibición de esos agitki eran camarógrafos además de proyeccionistas. De regreso a
Moscú volvían con filmaciones de las que nacerían nuevos documentales de
agitación, nuevos agitki que habrían
de conseguir que los espectadores soviéticos acabaran prefiriendo el cine
autóctono y concienciado a las cintas de Mary Pickford, Douglas Fairbanks y
Buster Keaton que eran sus favoritas cuando llego el nuevo orden. La labor debió de ser en verdad
ardua si se considera que los países productores de material negativo habían
prohibido su importación a la recién nacida Unión Soviética.
En
aquellos trenes viajaron algunos de los que estaban llamados a sobresalir entre
los primeros cineastas soviéticos. Contaba entre ellos Lev Kulechov (Tambov,
1979; Moscú, 1970), un hombre que habría de calar más hondo con sus teorías que
con sus películas. Aunque en su filmografía se incluyen títulos como Mister West en el país de los bolcheviques
(1924), una de las comedias más aplaudidas de todo el silente soviético, el
Kulechov que la historia recuerda es aquél que concibió la idea de que el cine
tenía una naturaleza específica, totalmente ajena al teatro. Corría 1921 cuando
Kulechov se apeó de esos trenes cargados de agitki
para abrir su propio taller de cine. Aquellos fueron los años en los que la
escasez de materiales más agobió a los cineastas soviéticos. Tanto así que Kulechov
y sus discípulos se vieron obligados a hacer
películas sin llegar a impresionar ningún negativo con las secuencias.
Esto
de fingir rodar por el afán de aprender a hacer cine, que en una primera
apreciación puede parecer una simple anécdota, llevo a Kulechov a concebir la
idea de que cada uno de los planos de una película tenía un significado
distinto dentro del contexto en que estaba ubicado y en estrecha relación con
el plano precedente y su sucesor. Dicha conclusión, conocida como El efecto
Kulechov, fue la piedra angular de todo el cine soviético.
Amén
de al montaje –o en estrecha relación con él tal vez sea mejor decir- las
teorías de Kulechov se vieron ampliadas a la interpretación. En opinión de este
joven maestro, la interpretación cinematográfica debía estar imbuida de cierto
naturalismo, radicalmente opuesto a la artificialidad teatral. Naturshchik fue a llamar a sus actores
ideales y entre ellos se encontraba Vsevolod Pudovkin (Penza, 1893; Riga,
1953). Quien no dudó en afirmar, puesto a recordar a su maestro: “Nosotros
hacemos películas, Kulechov hacia cine”.
Ya
en su primer largometraje, La madre,
Pudovkin fue a desarrollar ese equilibrio entre montaje e interpretación mucho
mejor que el propio Kulechov. Basada en la novela homónima de Máximo Gorki, La madre narraba la concienciación
política de una mujer siguiendo el ejemplo de su hijo, un pobrero textil que
milita en el partido comunista. “Lo más que uno puede extraer de una obra literaria
es el tema, que hay que transformar luego en el guión”, afirmó refiriéndose al
original de Gorki. “La madre fue mi
primera película independiente. Durante la realización luche con obstinación y
con todas mis fuerzas”.
Tras
su obra maestra, Pudovkin dirigió El
final de San Petersburgo (1927). Realizada por encargo del propio Stalin
para conmemorar el décimo aniversario de la Revolución Soviética –como Octubre (Sergei Eisenstein, 1927)-, su
contenido, básicamente, es el mismo: la exaltación de la toma del Palacio de
Invierno y el resto de los acontecimientos que condujeron al poder a los
bolcheviques. La principal diferencia con Octubre
es que Pudovkin focaliza su drama a través de un obrero envuelto en los sucesos
desde que unos días antes es reventada la huelga en la que participa, en tanto
que Eisenstein basa su propuesta en las consabidas masas y en el montaje.
Parece
ser que, originalmente, El final de San
Petersburgo, pretendía remontarse a dos siglos antes de esos diez días que
en palabras de John Reed –el fundador del partido comunista estadounidense-
conmovieron al mundo. Lo cierto es que todos los planos alaban la revolución
comunista mediante los pequeños detalles que la conformaron. A destacar la
secuencia del soldado, agazapado en su trinchera mientras escribe una carta.
Cumple igualmente dejar constancia de esas estampas de San Petersburgo rielando
en las aguas del rio y de la grandiosidad con que Pudovkin retrata algunas
estatuas de la ciudad. Ello no quita para que la utilización de la bota como
símbolo del poder opresor resulte un recurso harto manido en la pantalla
soviética de aquellos días. En esa misma reiteración de la estética
revolucionaria viene a caer ese montaje ideológico en el que se compara a las
masas obreras y campesinas con el humo de las chimeneas y las olas del mar.
Más
interés despierta Tormenta sobre Asia,
que Pudovkin realiza en 1928. En opinión de algunos comentaristas es una de las
mejores cintas de todo el cine silente. Antaño conocida como El heredero de Gengis Khan y basada en
un argumento de Osip Brik e I. Novokshenov, dos escritores del circulo
Maiakovski, era aquella una historia ambientada en Mongolia de la guerra civil
que sucedió a la revolución de Octubre. Al igual que La madre y El final de San
Petersburgo, Tormenta sobre Asia
versa sobre una toma de conciencia comunista. Para Sadoul –destacado militante
comunista él mismo-, los protagonistas de estas tres películas “son seres
frustrados que llegan lentamente a la clara visión de los deberes de la clase a
que pertenecen. Sociales por su contenido, los filmes de Pudovkin son por su
forma obras psicológicas, cuyo centro es un tipo. Al contrario que Eisenstein y
sobre todo de Vertov, Pudovkin no pudo pasar sin grandes actores. Vera
Baranovskaya fue la madre y Nikolai
Batalov, su hijo. Ivan Chuvelyov fue un campesino, soldado y después
revolucionario en El final de San
Petersburgo, Valéry Inkijinoff encarnó al impresionante hijo de Gengis
Khan. Pudovkin, él mismo interprete de talento, fue un gran director de
actores, a quienes no dejó caer en exageraciones de actuación”.
Fuentes
Javier
Memba, Historia del Cine Universal,
T&b editores, pp. 122-124.
Joaquín
Romaguera I Ramio, homero Alsina Thevenet, Textos
y Manifiestos del cine, Catedra, 1989, pp. 183-191.
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