En 1979 Álvaro Salom
Becerra escribió Al pueblo nunca le toca,
sátira política que recrea la vida de dos personajes antagonistas en las mieles
políticas y partidistas durante gran parte del siglo XX. Asalariados de clase
media, el uno, Baltazar Riveros, “era alto, magro, moreno, narigón, nervioso,
extrovertido, optimista, franco y ateo”, liberal nacido en Une, Provincia de
Cáqueza; el otro, Casiano Pardo, “era pequeño, obeso, blanco, chato,
calculador, hipócrita, desconfiado, malicioso, enamorado y beato”, conservador
engendrado en Choachí.
Para distinguir el
talante de nuestros personajes, el autor expone las características típicas de
sus personalidades, aquellas que con detenimiento podemos asumir como
ordinarias en el sentir de algunos colombianos que se movían al vaivén de sus
gustos políticos, mediados por la cotidianidad en la que vivían con referencias
directas a la herencia familiar, sus propias dificultades personales y
colectivas, y en ellas el contexto del país con sus idas y venidas cada cuatro
años cuando a la hora de votar por el candidato predilecto, entendían que poco
o nada les correspondía ese voto de confianza.
El Cachiporro:
…Baltazar, como buen liberal, era
intolerante, dogmático y arbitrario. Defendía la libertad, pero la que tenían,
según él, sus copartidarios para apelar a los godos, y a estos les negaba el
derecho al pan y al agua. La justicia, en su concepto, había sido hecha para
favorecer a sus correligionarios y perseguir a sus enemigos políticos.
Proclamaba la igualdad entre los hombres si los hombres eran liberales, porque
los conservadores, en su opinión, pertenecían al reino animal. La fraternidad
sólo podía existir, a su juicio, entre los miembros de su partido, porque los
del contrario debían ser tratados como bestias feroces. Y en materia social
consideraba que el gobierno estaba obligado a suministrarles pan, techo,
educación, salud, vestuario y diversiones a los liberales –y sólo a ellos-, a
cambio de sus votos. Solía decir que todos los males del país se remediarían y
se solucionarían todos los problemas el
día en que el pueblo llegara al poder. Y vivía aferrado a esa esperanza. El
ejercicio del sufragio era para él un rito sagrado; se henchía de orgullo y
sentía un placer voluptuoso cuando depositaba su voto, porque creía
invariablemente que éste significaba una contribución decisiva a la salvación
de la República, o sea a la ascensión de las clases populares al gobierno.
Conservaba en su casa una bandera roja y asistía, llevándola consigo, a todas
las manifestaciones liberales. Y llegaba al orgasmo en el momento en que,
haciéndola tremolar, gritaba con todas sus fuerzas: “¡Viva el gran partido
liberal!”. “¡Abajo los godos!”.
El Godo:
…Casiano,
como buen conservador, amaba el orden aunque era profundamente desordenado y la
tradición aunque nunca pudo saber exactamente en que consistía. Era un celoso
defensor del sacrosanto derecho de propiedad (de la ajena porque él jamás tuvo
ninguna) y un entusiasta partidario del principio de autoridad, pero aplicado
por regímenes conservadores para sostenerse en el poder y alejar de este a los
liberales. Su filosofía política estaba resumida en dos fórmulas: “El poder es
para poder” y “Cada Alcalde manda en su año”. Abominaba la libertad y la
democracia, porque la primera –según decía- degeneraba en el libertinaje y la
segunda era una farsa. Calificaba de demagogos y rabacholistas a los políticos
de izquierda que le prometían al pueblo mejorar sus condiciones. Votaba rutinariamente
en todas las elecciones, pero contrariamente a su amigo Baltazar no se hacia
ninguna ilusión de que las cosas cambaran favorablemente con el triunfo de uno,
u otro partido. “Gane quien ganare, esto seguirá igual o peor” –decía cada vez
que se realzaba un debate electoral-. Y se burlaba de la optimista fe que su
amigo personal y enemigo político mantenía en la llegada del pueblo al poder.
“Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja” –aseguraba con la
orgullosa suficiencia de haber pronunciado una frase original-. Escéptico en
política, era u creyente convencido en materia religiosa. Cuantas veces sentía
hambre y no la podía satisfacer, se consolaba diciendo: “No sólo de pan vive el
hombre” y esperaba encontrar en el cielo todos los que el sistema capitalista
le había negado en la tierra. Cumplía, a su manera, el precepto de: “Amaos los
unos a los otros”, ya que amaba a los unos (que eran los conservadores) como a
sí mismo y odiaba a los otros (que, naturalmente, eran los liberales) como el
diablo a la cruz. Añoraba las hogueras de la Inquisición para “los rojos
descreídos y masones” y su acendrado catolicismo no el impedía violar los
Mandamientos de la Ley de Dios, con excepción del 5º y el 7º, ni cometer –con
religiosa regularidad- los siete pecados capitales. Eso sí se arrepentía
periódicamente de ellos, pues se confesaba y comulgaba todos los primeros
viernes. Obviamente los primeros sábados reanudaba sus actividades pecaminosas
con renovado entusiasmo, pues pensaba –como la inmensa mayoría de sus
copartidarios- que: “El que reza y peca, empata”.
Los personajes centrales
de esta historia se encontraran en diversos espacios de la capital bogotana,
registrando ciertos sitios representativos –Botella de Oro, El Faisán Dorado,
Windsor, Jockey Club, El Automático- y personajes de la vida cultural que en
mesas contrarias al calor de un tinto o trago de aguardiente, escuchaban el
palique irreconciliable de dos amigos extremos en sus gustos políticos, pero al
final de cuentas amigos en sus necesidades básicas. La historia de Colombia se
cruza como telón de fondo desde el año 1917, en momentos donde terminaba el
gobierno de José Vicente Concha, y la llegada al poder de Marco Fidel Suárez,
“teólogo inminente, a quien la circunstancia de no ser hijo legitimo, le había
impedido consagrarse exclusivamente al servicio de Dios”.
En cada etapa de la vida
nacional representada por los candidatos de turno, y el presidente elegido, el
libro nos lleva por algunos acontecimientos que mezclan realidad y ficción con
el dato anecdótico del “animal político” que nos administraba. Por ejemplo,
para el presidente Miguel Abadía Méndez (1926-1930), “era mucho más importante
cazar 100 patos en la laguna de “La Herrera” o hacer una serie de 50
carambolas, que los problemas y las necesidades de sus compatriotas”. El caso
del ascenso de los liberales en 1930, y la puya directa al nuevo líder Enrique
Olaya Herrera (1930-1934): “Un burócrata de tiempo completo, que no ha soltado
la teta del presupuesto en los últimos 20 años, un perrito de todas bodas que,
aún desobedeciendo las órdenes del General Herrera y de la Convención de
Ibagué, aceptó la Legación de Washington y permaneció en ella durante ocho
años, un lacayo servil del imperialismo yanqui que –hace dos años- en la
Conferencia de la Habana, defendió la intervención americana en Cuba y Centro
América y un campesino boyacense, convertido en aristócrata bogotano, que
siente por el pueblo de que tanto hablas un profundo desprecio”.
El Bogotazo se nos
presenta con el afán enfermizo de un liberal desconcertado que entra en el
escenario capitalino de la carrera séptima, y su ingreso a la Clínica Central
para ver al líder inmolado y empañar su pañuelo con sangre; además los
posteriores acontecimientos al convertirse en reo por sospechas de ser uno de
los instigadores del desastre urbano, y su desenvolvimiento judicial con ayuda
de su patrono banquero.
Pasan los años: “Las de
Lleras y Gómez, en España, habían sido las de que el Frente Nacional se
prolongara por espacio de dieciséis años y por ese lapso se prolongó, ya que
cuatro millones de ciudadanos entre los que se contaban muchos que ya no lo
eran por haber muerto o no lo eran aun por ser menores de edad, refrendaron lo
resuelto ya omnímodamente por los dos propietarios del país”. Y entre esos años
burocráticos de repartición partidista, tenía que llegar uno al que se le
adeudaba el solio de Nariño, Guillermo León Valencia (1962-1966), quien tuvo su
“paloma” y “no se tomó jamás la molestia de leer un libro y así lo confesó
paladinamente; no poseyó ningún título universitario pero sí numerosos trofeos,
escopetas y perros de cacería…; tiene todos nuestros defectos: perezoso,
bohemio, mujeriego, irresponsable, fanfarrón”.
En 1970 Misael Pastrana
llega para culminar el injerto de los jefes, y con dudas de fraude se
posesiona; luego, divididos y enfrentados nuevamente como en otrora, en 1974
“tres casas reales reclamaron sus derechos a la corona: la Casa López, la Casa
Gómez y la Casa Rojas, equivalentes a la de Borbón, la de Braganza y la de
Habsburgo”; y coronó “el pollo”, quien simbólicamente despellejaron en 1982
cuando quiso repetir ante el candidato que ofreció “casa carro, y beca”.
Finalmente el autor nos
despide con un nuevo representante de la vida pública liberal, Julio Cesar
Turbay Ayala, “doctor honoris causa de varias universidades, poseedor
indiscutible pero discutible de 7.000 libros, Coronel Honorario de las Fuerzas
Armadas; experto en convenciones, manifestaciones, elecciones, transacciones,
contemporizaciones y manipulaciones; padrino de 50.000 niños heredo-liberales y
compadre –por ende- de sus 100.000 progenitores; dispensador de becas a
aquellos y de empleos a éstos; astuto, ladino, habilidoso. Y había llegado
resuelto a destruir su fama de hombre débil con actos de autoridad, a “reducir
la inmoralidad a sus justas proporciones” y a apuntalar el sistema con fusiles
y ametralladoras. Y decidido también a apurar hasta las heces la copa del honor
y del placer. Para lograr lo primero, había dictado el Estatuto de Seguridad. Y
para conseguir lo segundo, poseído por la “libido imperandi” y por una
verdadera locura locomotriz, había viajado desaforadamente dentro y fuera del
país, con una copa de champaña en la mano, oyendo himnos y salvas de
artillería, dando y recibiendo condecoraciones, profiriendo y escuchando
discursos lisonjeros. Y mientras el rey se divertía, habían crecido el hambre,
el desempleo, la delincuencia, la mortalidad infantil, el tráfico de drogas
heroicas, la inseguridad”.
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Decoración de interiores, serigrafía, 1981. Beatriz González. |
Más de sesenta años de
vida política son expuestos de forma crítica, divertida, y sarcástica,
denotando un acertado conocimiento de la historia del país, lo que posibilita a
través de las figuras de Baltazar y Casiano, entender que “al pueblo nuca le
toca”, sugestivo título que indica dos momentos especiales de la acción
electoral en proporción a un grupo de ciudadanos: los que convencidos en épocas
preelectorales confían en que “ahora sí”, vendrán los cambios esperados; y los
que decepcionados descubren que “todo sigue igual” sin importar el color
político y el personaje de turno.
Tenemos
un libro interesante que sirve de ejemplo para el presente que vivimos con la
actual contienda electoral: lleno de políticos, lagartos, ciudadanos del común,
delincuentes, violencia, y familias colombianas que parecen invisibles pero se
notan en los intríngulis de diversos mensajes que el escritor inteligentemente
pone para ser descubiertos, y analizarlos en los entornos de nuestro
presente.
*Álvaro Salom Becerra
(1922-1987, Bogotá). Magistrado, diplomático, Periodista, y escritor. Otros
títulos: Un tal Bernabé Bernal, Don Simeón Torrente ha dejado de... deber;
El delfín, y Un ocaso en el cenit: Álzate Avendaño.