En su momento
esas palomas de la paz pintadas sobre el asfalto de nuestras calles me parecían
meros adornos de un gusto individual o colectivo, que a semejanza de un fin de
año cuando se pintaban imágenes concernientes a la navidad o al equipo campeón del
futbol colombiano, se sumaban al jolgorio especial con mensaje directo. Sin
embargo descubrí siendo todavía un niño en la década de los ochentas, y en
pleno gobierno de un conservador literato, que se trataba de una campaña
gubernamental que insistía por una salida negociada al conflicto, con
intelectuales que se la jugaban en pos de un anhelo nacional sin pensar que la
“mano invisible” y sus extremos políticos, tensionaban para que fuera un
intento fallido, triste paloma de paz que caía ante el corte de sus alas.
Esa primera
experiencia, sumada a las que ocurrieron en la transformación política del país
con la promulgación de la Constitución Política de Colombia en 1991, llenaron
de esperanza la posibilidad de acuerdos para un cese total del conflicto por
medio del dialogo sin importar el color y tendencia política, pero sentimos, descubrimos,
y observamos que los años noventa fue una copia bien hecha de los oscuros
espacios del tira y afloje de dos bandos nacionales en plena oposición bélica,
sumando otros rasgos paralelos que metían candela en conocidos e insospechados
territorios geográficos que apenas distinguíamos.
Mediáticamente
un bogotano raizal conservador busco el proceso de paz para su beneficio
electoral y lo alcanzó, sentado en su silla de la casa de la carrera séptima,
planteo un despeje para conversar y estrechar la mano, pero esa “silla vacía”,
con una bandera tricolor al ir y venir del viento y llena de huecos en una
región desconocida para gran parte de la sociedad colombiana, sería el presagio
definitorio que el norte y sur de las partes era diferente, así la fiesta con
el “entusiasmo” y la “agüita pa mi gente” en plena plaza de la paz, confundiera
los bandos y las personas en plena danza, al igual que los desfiles de
“lagartos” que veían la oportunidad de usufructuar para su beneficio dicho
proceso, y delegaciones variopintas que iban, solicitaban y regresaban sin
nada.
En medio de la
maraña y la crítica constante, un antioqueño con verborrea ascendía
aprovechando la coyuntura política y el error de su adversario psicológico al
no llegar a acuerdos, instaurándose en el país un nuevo período de marcada
huella guerrerista que acentuó el conflicto con uno de los actores, y llegó a
un acuerdo con su antagonista, en medio de “padres de la patria” que quisieron
refundarla, y acciones tristemente paralelas que ubicaban a la población en
acciones “negativamente positivas”. Amangualado con la clase política a través
de prebendas notariales, y ajustes burocráticos, cuatro años más se sumaron a
su trono buscando el año 2019, truncado por la gracia magistral del orden
institucional de un poder tan cercano y tan lejano a sus necesidades.
Llegada la hora
de elegir nuevamente, la capital puso a su hombre con apoyo de la casa de
Nariño, y cuando todo parecía seguir igual, hubo un giro gradual del proceso
que volcó las energías a la búsqueda del empeño de muchos, y hecatombe de pocos,
apareciendo las talanqueras directas y con rostro que posan su mano oscura con
guante blanco, ahí en ese estado social y político estamos, en la coyuntura de
los extremos que se convierte en peligrosa por caminar la delgada línea del
éxito o el fracaso, ¿por cuál línea camina usted?
Para un grupo
las marchas aportan poco al sentido esencial de la causa manifiesta en un
objetivo central, los apoyos varían dependiendo su promotor y énfasis, un
ejemplo reciente es el año 2008 y las dos concentraciones nacionales que se
realizaron: La primera, en febrero con un claro sesgo al “no más FARC”, posicionada por el gobierno de turno en los canales privados
televisivos, y cadenas radiales que enfatizaban sobre “el clamor nacional” ante
el opuesto estatal culpable de todos los males del país; la segunda, en abril
pregonando su realización a favor de las “víctimas del Estado”, menor en
cantidad, vigilada sospechosamente por el Estado, y al final en el caso
bogotano, con una intervención policial ante los desmanes de un grupo
minoritario. Observándolas, fue notoria la diferencia en asistencia, convocatoria,
y homogeneidad temática y mediática, aunque su objetivo final fueran las
victimas del país sin importar el sesgo político, algo que pocos entienden asumiendo
el “cadáver exquisito” de los ciudadanos desconocidos del titular que
distinguimos como muertos ideológicos de la lista diaria del pasado y el
presente.
El 9 de abril de
1948 después de la una de la tarde, la multitud de gente se desbordaba en una
Bogotá apacible y siempre de luto al bogotazo.
La muerte de su líder político, posible salvador nacional de las necesidades
del pueblo en las próximas elecciones presidenciales, caía muerto ante las
balas de un grupo invisible que fraguo su crimen, algunos afirman que en ese
acto se partió la historia del país acentuando la violencia, otros, que
simplemente fue la consecuencia de los enfrentamientos políticos de alta
alcurnia donde el poder disputado quedaba en la vía lineal de las formas
regulares que habían regido al país hasta ese momento.
Sesenta y cinco
años después Bogotá se manifestó a favor de un clamor general, sin su luto
regular ante las incidencias del cambio climático, la ciudad estuvo colorida,
alegre, y humana, en una mezcla de rostros que mostraban diversos colombianos
sin importar las diferencias regionales, olores en mezcla continua que llenaban
el ambiente de un aura especial ante el desborde de una necesidad histórica con
imágenes de paz. Organizaciones sociales se expresaron en el carnaval de la
igualdad: pancartas, denuncias, cantos, pitos, tambores, representaciones
teatrales, ofrendas florales, y actos simbólicos, sumaron al engranaje general
de un comienzo de ruta establecido en la plaza de Bolívar, la cual se rebosaba constantemente ante la marea humana de
caminantes que llegaban a la meta del inicio de sus esperanzas.
Pero obviamente
la marcha no fue ajena al discurso político, y en la tarima dispuesta para
dicho fin, pasaron tres figuras políticas del momento, cada uno (a) con su
estilo dispuso de arengas y posiciones
con vivas de apoyo, y comentarios “bajo cuerda” de desaprobación. El acto
central, afirmaba el emocionado presentador, sería la lectura de la Segunda Oración por la Paz, la primera
se había realizado en esa misma plaza en el contexto de la Manifestación del Silencio pero desde el edificio Lievano el 7 de
febrero de 1948 por Jorge Eliecer Gaitán. Emocionado, esperé que su lectura
fuera ejecutada por el poeta autor de tan necesarias palabras, el “poeta de la
patria” afirmaba el locutor, sin embargo nuestro poeta las cedió a otra boca y
aliento para la multitud, que poco pudo hacer para hacerlas dignas de su
ejercicio locuaz, en conclusión, no me hizo erizar.
La marcha mostró la fuerza de las organizaciones sociales y políticas, la
necesidad de una salida negociada al conflicto, y un ímpetu por apoyar esta
oportunidad única que vivimos sin la ceguera ideológica que obnubila nuestra
realidad social, aquella que directamente reconozco en historias particulares y
familiares en diversos procesos. La paz es de todos, no tiene color político,
lo que resulte será beneficioso en medio de la reparación a las víctimas, un
ajustado acuerdo, y porque no, una idea común del país que soñamos.
1 comentario:
me alegra mucho que hayas vuelto a escribir, ya te estaba extrañando.
gracias por el texto tan interesante, definitivamente, da mucho, mucho en que pensar.
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