-El artículo se publicó en “Maestro”, revista de los
profesores de la Pontificia Universidad Javeriana Cali, número 14, noviembre
2017-.
Una persona del medio cinematográfico nacional me indicó, no sin antes advertir que tal vez me iba a molestar, que Andrés Caicedo estaba sobrevalorado como escritor, indicándole que estaba en todo su derecho de gustarle o no un literato y su obra, que eso en mi caso no es molestia. Sin embargo, por lo que percibí de su conocimiento y conversación, dicha persona poco o nada había leído de nuestro “angelito empantanado”, ya que no supo distinguir los escenarios de representación y los ejes centrales de sus textos: crítica cinematográfica, cuentos, obras para teatro, novelas, crítica cinematográfica, y recopilaciones biográficas elaboradas con documentos de su intimida que parecen sobrepasar su escasos 25 años de vida.
Este antecedente suma a la polémica suscitada por par de
artículos de opinión[1] publicados durante los periplos
Caicedianos abanderados por Rosario Caicedo en diversas partes del país, tal
vez la guardiana más honesta de su obra que, con su conocimiento familiar e
intelectual, resistió los acuciosos asistentes que llenaron los auditorios para
conocer más de la vida de Andrés: los ya
viejos conocedores de Caicedo que desean repetir y escuchar nuevamente la
historia, y esos jovencitos salidos de “debajo de las piedras” que descubren y
se asombran ante la facha, personalidad, y escritura de uno de los suyos, un
eterno joven.
El pasado 4 de marzo (2017) se celebró en Cali el aniversario
número cuarenta del suicidio del escritor caleño Andrés Caicedo. La Cinemateca
La Tertulia sirvió de escenario para realizar un evento cultural y social que
evocó la trayectoria del escritor en el contexto de una ciudad diferente a la
suya, la que avanzó frenéticamente en cada uno de sus puntos cardinales; la que
ha visto morir sus teatros de barrio de encuentro con el cine, y se acomodó a
los nuevos avatares de la cinefilia; la que reinvento su nombre para
posicionarse mediáticamente ante el escenario cinematográfico y se hizo llamar Caliwood[2], “la sucursal del cine”, la misma que narrara en su cuento Los Mensajeros -1969-, donde pone en circulación todo su
sistema de estrellas en carne y hueso bajo la tutoría de Rudolph P. Houston, el
empresario, y nombres tan sonoros y
mediáticos como Caroly O'connor, Lalita Dos Ríos, Constance Newman, Anthony Tex, y Good Fat Jim; todos metidos en
esta ciudad tan calurosa, atravesada por el río Cali hasta las inmediaciones
del río Pance, y la Av. Sexta que parece en estado decadente, la que tuvo
alguna vez el emporio cinematográfico más grande del mundo: los Studios del
Río, donde se filmaban en promedio cuarenta y dos películas mensuales[3].
La vida de este caleño universal, y lo digo por el número de
traducciones de su obra cumbre ¡Que Viva la Música![4], se repasa cada cuanto para revalorar su proceso creativo y
de impacto, con la marca de nuevas ediciones de sus libros, legajos inéditos, exposiciones,
documentales, la tradición oral familiar y la de “unos pocos buenos amigos”.
Sobrevalorado o no, su creatividad escrita es notoria, hace parte de un
contexto histórico donde Cali es una marca registrada de representación e identificación
cultural, económica, social y urbana. Calle arriba, calle abajo por la quinta,
y la avenida Colombia vía al sur o norte, nuestra vida caleña es narrada bajo
ciertos influjos representativos locales que parecen incomprensibles en su
imagen y lenguaje para otros públicos, pero que el cine mismo, y en unión la
música, posibilitan en este siglo entender al autor con otros parámetros de
análisis vinculantes a su historia de vida, sus amigos, la vida cotidiana, y su
ciudad como objeto de interpretación.
Ejercicio interesante de valoración académica, es con qué
parámetros la figura del escritor ha sido analizada desde su obra a través de
tesis, artículos académicos, y estudios comparados con elementos literarios,
históricos, y sociológicos que entran en conversación y discusión al afrontar
algunos rasgos distintivos de sus escenarios de observación y “puesta en
escena” por medio de esa acción creativa tan vigorosa y rápida que instaura su
vida misma en cuerpo de otros personajes. Vigente o no en los espacios
académicos, Andrés termina siendo una marca registrada exitosa en sus escasos
años de vida, y lo que sobrevino después de su muerte. La reedición de sus
obras es un síntoma irrefutable de que es descubierto y leído de “cuando en
vez”, y el mercado literario no se equivoca en poner entre ojos que texto debe
pasar la línea entre el ofertante y el consumidor. Su registro fotográfico, sobre
todo con el lente, ojo y oportunidad de Eduardo Carvajal, lo posicionó
clásicamente como icono caleño, ajustado a una época que lo dejó “congelado”
para la posteridad: una forma de vestir, de ver el mundo a través de sus
grandes lentes, y ante todo, de sentir en el cine, la música y el teatro, tres
pasiones y una sola forma de ver el mundo.
Un caso personal viene de haber convertido el Cine club de Cali en objeto de pesquisa
académica, lo hice como tesis de pregrado en Licenciatura en Historia en la
Universidad del Valle, y hablar de este cine club es entrar en la vida de una
generación vinculada a muchos cambios
disputados con el giro cultural de los años sesenta, donde la capital vallecaucana
no es ajena, y Andrés Caicedo, Ramiro Arbeláez, Patricia Restrepo, Hernando
Guerrero, Luis Ospina, Carlos Mayolo, Oscar Campo y Rodrigo Vidal, entre otros,
emergen como representantes de uno de los espacios más significativos en la
vida cultural de Cali. El cine club de Andrés, como algunos mencionan,
sobrevivió entre los años 1971-1979, e influyo en el cineclubismo colombiano
por su posición especial de representar tal cual como debía ser, la acción de
exhibición fílmica, educativa, y de divulgación del cine de autor
contemporáneo, con 403 películas proyectadas en la sala del Teatro San
Fernando, la publicación de reseñas en los boletines del sábado al mediodía,
tarjetas de programación estilo postal, y la publicación de la Revista de Crítica Cinematográfica Ojo al
Cine.
La referencia presentada en el párrafo anterior fue posible
por los documentos resguardados de este cineclub en las instalaciones de la
Cinemateca La Tertulia[5], lo que implicó una organización de dichos archivos, y su
montaje escrito junto a otros textos que dieron como resultado la coherencia de
un contenido que refiriera y examinara algunos momentos claves del Cine club de Cali, y allí, la figura de
Andrés Caicedo, eje y motor inicial de esta entidad. Simplemente se trata de
indicar como un tema de estudio puede marcar un investigador en el campo
científico que le es de su interés, y en coherencia su especialidad termina
atravesándose en su vida profesional; en consecuencia, esta celebración escrita
que expongo ha sido constante en diversos escenarios institucionales y
académicos, vinculante a la historia del cine colombiano, y con la certeza de
seguir su camino en nuevas celebraciones y encuentros Caicedianos.
También una novedad de “los papeles ocultos” de Andrés
complementa este escrito, de puño y letra de nuestro cinéfilo tenemos un
listado de autores y sus películas que este hiciera para regalarle a Germán
Cuervo, amigo de infancia y de trotes teatreros y cineclubistas, bella
exposición de títulos que solo alguien con esa bellísima enfermedad llamada Cinesífilis,
podía elaborar, novedad que llegó a manos de Rosario Caicedo como obsequio de
Cuervo, y que ella facilito para su lectura y reconocimiento.
Por último, traigo a colación las palabras del recién
fallecido poeta colombiano Nicolás Suescún, quien escribiera sobre Andrés una
loable referencia a su obra, tildándola de “fresco increíblemente cómico y al
mismo tiempo exacto sobre los jóvenes, la ciudad de Cali y el trópico
multicolor. Porque esta es una novela de verdad, la primera que se escribe en
Colombia desde “La María”, un libro en que bulle la vida, escrito en el idioma
fenomenalmente recursivo y gracioso, que hablan los jóvenes, y casi se podría
decir cantada. La integración de las letras de las canciones en la narración
solo la pudo hacer el artista maduro que era Andrés, el caso más impresionante
de precocidad literaria que ha dado el país”[6].
Póngale ¡Ojo al Cine!, y no olvide que festejando a Caicedo,
se festeja a Cali.
[1]El
primero publicado en Vice por Felipe
Sánchez Villareal titulado “Lo sentimos: somos la generación que se mamó de Andrés
Caicedo”; y el segundo de Jaír Villano en El
Espectador titulado “La culpa no es del muerto”, de este tema hubo algunas
respuestas en las redes sociales y en algunos medios de opinión, de lo cual no
enfatizaré y dejaré al lector para su búsqueda.
[2]Este
eufemismo termina siendo complicado porque la ciudad no es una meca de la
industria cinematográfica, y en contexto, cuando sale esta expresión en los
años ochenta del siglo pasado, tenemos en el ambiente regional y nacional la
calificación de “El Grupo de Cali”, frase más acertada y vinculante a la
historia de una generación de artistas que traía su estela de creación desde
los años setentas.
[3]Andrés
Caicedo, Los Mensajeros, En Cuentos
Completos, Alfaguara, Colombia, 2014, pp. 135-140
[4]Traducida
al francés, inglés, portugués, italiano, finlandés. Además de reediciones en
castellano en Argentina, Colombia, y México, sumando las ediciones “Pirata de
Calidad” que se asoman en algunos de nuestros territorios
latinoamericanos.
[5]Archivo
dejado en los años ochenta del siglo pasado por Luis Ospina cuando este fue
director de la Cinemateca, las carpetas fueron ubicadas en un viejo armario que
fueron soportando con el tiempo otros elementos diferentes al entorno
documental.
[6]Nicolás
Suescún, Andrés Caicedo el caso más
impresionante precocidad literaria, Lecturas Dominicales, Periódico El
Tiempo, 24 de abril de 1977, p. 12.
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