En 1964 Julio Luzardo realizó
su obra más significativa en la historia del cine colombiano titulada El Río de las Tumbas, año en el que el
denominado Frente Nacional desarrollaba su segundo periodo de repartición
gubernamental en pos de apaciguar los ánimos de la llamada violencia partidista
entre conservadores y liberales. Su titulo
sugestivo en medio de una historia sencilla, expone uno de los problemas que
parece -aún en el presente- se instaura como uno de los accionares violentos
ante el problema escabroso de los muertos por la violencia, el río como
escenario de seres humanos irreconocibles bajo el seudónimo de dos letras: NN.
El sitio escogido para
recrear el escenario nacional, desde un pequeño espacio local, rural, polvoriento,
caluroso, y abandonado por la oficialidad estatal, se llama Villavieja y se
encuentra en el Departamento del Huila, sur de Colombia. Los personajes son
ordinarios y representan las facetas más regulares de la idiosincrasia
colombiana: el bobo del pueblo, el cura, el alcalde, el secretario, la policía,
el vagabundo borracho, los comerciantes, y una pareja que parece no encaja en
el movimiento parsimonioso del sitio y que vienen con un pasado violento en
búsqueda de otras posibilidades de subsistencia.
La importancia de Rosa María
-administradora de la Cantina La Tatacoa-, y su relación con el buen puesto
jinete que labora en una de las haciendas de la región, y que incomoda el sueño
del alcalde por su cabalgar tempranero, esta enmarcada en dos hechos que el
director de la cinta nos pone en flash back para ubicarnos en tiempo y espacio
del conflicto que quiere representar: están huyendo de una situación en la que
él pasa de victimario a salvador, y descubrimos por los datos del secretario de
la alcaldía, que dicho hombre hizo parte de las guerrillas liberales del llano,
por lo tanto se intuye que es un desmovilizado del año 1953 en plena dictadura
de Gustavo Rojas Pinilla.
El paso de la noche a un
nuevo día, trae la sorpresa de un occiso ajeno al pueblo, amarrado, encontrado por el aguador regular
de la cantina, Chucho, el bobo del pueblo que corre despavorido a contar a
medias la nueva noticia, dejando al gran río de la Magdalena a sus espaldas
como único testigo del macabro encuentro, aguardando que esos seres lentos y
dejados a las inclemencias del calor, decidan asumir esa diligencia policial de
levantar ese cadáver e iniciar las pesquisas necesarias, dejadas singularmente
a alguien más conocedor de estos menesteres, un “doctor” de la capital al cual
esperan en el itinerario del tren semanal en su estación de paso para que
interrogue a los pobladores y logre desentrañar ese nudo extraño que alteró la
cotidianidad, lo cual en forma “folclórica” pasa al mamagallismo con la dosis
de humor necesaria, concluyendo, “echado al río y maniatado, muerto de otro
lado”.
Con su clásica sotana
negra, el cura aguarda a que su pequeña
iglesia tenga un número suficiente de feligreses y así dar rienda suelta a su
consagración católica que mezcla la realidad del pueblo, las criticas al
alcalde, y los regaños dirigidos:
…El alcalde que teníamos
era malo, como todos los alcaldes, pero ya le conocíamos todos sus resabios y
habíamos aprendido la manera de sobrellevarlo. ¿Qué pasa ahora? Que tenemos
nuevo alcalde, y peor, por culpa de ustedes que se empeñaron en cambiarlo,
recuerden que yo me opuse, de modo que chupen
ahora las consecuencias del nuevo alcalde. Porque saben que ha hecho ese sujeto
bajito y gordito que nos mandaron de la gobernación en los escasos ochos días que lleva entre nosotros, ¡nada! como no
sean barbaridades.
La tensión latente entre
el representante de la iglesia y la alcaldía, denota cierta característica que
podría estar ligada a los partidos políticos y sus afinidades, poderes que son
expuestos en dos escenas significativas, la orden del alcalde a un grupo de
ciudadanos para que lleven al muerto y lo entierren en el cementerio; y la
oposición del sacerdote a que sea en ese sitio porque es un “ahogado sin
sacramento, esos no van al cielo, y tampoco vienen a la tierra bendita del
cementerio”, accediendo a que sea afuera junto a otro que parece fue suicida.
Igualmente el sacerdote
opera como saboteador de las actividades electorales de un político que visita
el sitio en plena fiesta o reinado de la pitahaya, pagando a un grupo de niños
para que arranquen los carteles que invitan al evento, significando otro elemento de análisis
relevante que infiere disputas y desencuentros entre dos autoridades para el
contexto y momento histórico del país, y que particularmente se sentía con
mayor fuerza en este tipo de poblaciones pequeñas y abandonadas.
Con respecto al segundo “doctor”
que se nos presenta en la obra, se caricaturiza de una forma magistral al
mostrarnos el clásico recibimiento que hasta bien entrado el siglo XX era
peculiar que se hiciera a los políticos: pólvora, banda musical, tribuna o
balcón público, discurso con ciertos lugares comunes todavía repetidos:
promesas de mejores condiciones de vida, redención, sacrificio para hacerse
reelegir sin ambiciones personales, y solicitud sincera para que sus votantes
se cedulen rápida y cumplidamente, todo con la anuencia y patrocinio del señor
alcalde.
Después de una acalorada
disputa en La Tatacoa, donde el licor y los celos del jinete son notables, y
resultan en zafarrancho, y detención preventiva; pasamos a otro momento donde
la fiesta y el reinado son uno solo, con la acción tan primitiva y violenta de
cabalgar rápidamente y alcanzar en una levantada de la silla la cabeza de un pobre
gallo para quitarla de su pescuezo, simbólico acto que podríamos relacionar con
las mismas acciones de violencia que se suceden sin sacudir al pueblo de su
tedioso devenir, pero que en medio del bullicio, el licor, y la música denotan
otras consideraciones.
A falta de un muerto que
altere la cotidianidad, dos son demasiados; y el vagabundo descubre una
camioneta extraña en el momento que sus ocupantes deciden retirarse, escuchándolos
decir: -Usted tranquilo que no pasa nada. -Maldito río porque tuvo que sacar
ese muerto a esa orilla. -El hecho que haya venido a parar aquí no significa
que todos sigan llegando, este otro seguramente se lo llevó la corriente bien
abajo”. La misma acción, Chucho en su camino a recoger agua, descubre al
segundo cadáver, llevando al policía al sitio exacto, quien observándolo, fría y
calculadamente, lo empuja con una vara diciendo: “Para el alcalde del otro
pueblo”.
El baile, la aglomeración,
el calor, las reinas, las promesas electorales, y una conversación que deja
entrever que “hay muchos crímenes impunes”, nos lleva al regreso de esos
personajes misteriosos que en plena caravana de muerte regresan y se inmiscuyen
en la noche de esa particular población colombiana, donde finalmente el
desenlace entregara otra victima en medio de los silbidos de pólvora, un solo
sonido, una de muchas historias repetidas.
El 13 de septiembre de 1965, la revista Cromos
publicitaba la cinta de Julio Luzardo, entre los apuntes que se realizan está:
…Con El
Río de las Tumbas el cine colombiano pasa a otra etapa...; El día que la
producción cinematográfica sea masiva en Colombia –el día que produzcan diez o
veinte películas por año (eso sería lo masivo para nosotros)- se puede regresar
a El Río de las Tumbas para cebarse
críticamente sobre su realización. Hoy no puede hacerse, no tenemos material
para compararla, para clasificarla. Ni siquiera podemos decir si es o no “lo
mejor” que se ha hecho…; La más cercana idea que puede darse de El Río de las Tumbas es que, en más de
un sentido, equivale a nuestro Bienvenido
míster Marshall, esa primitiva obra maestra que hizo hace quince años el
español Luis García-Berlanga. Todo el espíritu de Colombia está aquí, como lo
estuvo allá el de España. Este film es la primera anotación al haber de la
contabilidad cinematográfica colombiana.
Ese renacer constante de una inexistente
industria fílmica nacional, se vislumbra con el breve comentario de ser una
cinta solitaria en el panorama de un engranaje productivo, por lo tanto es
evidente su soledad para ser críticamente valorada en el contexto del año 1965
con otras películas nacionales a criterio de
quien escribe la nota, buscando una comparación internacional que se
aleja del tema directo de la violencia como centro de la historia, al de las
esperanzas por la ayuda económica de un plan internacional desde los Estados
Unidos como podemos inferir en la clásica cinta de García-Berlanga.
Después de dos semanas de estar en cartelera, la
misma revista publica algunas notas con respecto a lo que se reprocha de la
obra sin explicitar la autoría:
… Los cargos contra Luzardo son, en orden a su
frecuencia: el film está frenado: parece que a los autores los acometiera, en
medio, de la acción, una inesperada y profunda incertidumbre; el film está
frenado: el mismo director, en casi todas las veces, da la impresión de seguir
en el punto final –y muerto- de una situación, porque vacila con qué ha de
continuar, y corta, y da orden de proseguir, cuando en realidad arranca para
otro punto muerto. Dicen también que desperdició el pueblo, que Villavieja
es un escenario que da pero que Luzardo es alérgico a los escenarios naturales.
Que carece de energía para hacerse obedecer de los actores, que ellos lo saben,
y que cuando no son de la talla de Santiago García, el cura; de Rafael Murillo,
el secretario del alcalde, y de Carlos Perozzo el chulavita, la disciplina se
desbanda. Que le faltó “éxtasis”, (así dicen) a ciertas escenas, y que nuevamente
el culpable es Luzardo quien, enamorado de la muchachita, no permitió que
luciera más que los mulliditos hombros, cuando en clima cálido…
Nos dicen también que Julio Luzardo ha debido
confiar más en los actores no profesionales, en los habitantes del lugar, como
la anciana del “pucho”. Que incluso a los amigos debe el director decirles que
no, como era el caso con Carlos José Reyes, excelente dentro del teatro, pero
frío –congelado- para el medio del cine, donde la gente debe estar sobrecargada
de energía (Cromos, Nov., 22, 1965).
La segunda referencia de Cromos parece salida de
ciertos vínculos cercanos con el trabajo de producción que tuvo la película,
los cuales rayan en el ámbito privado. En contexto, las dos notas periodísticas
posibilitan echar una mirada al pasado de un momento particular ofrecido por la
cinta de Luzardo, los cuales involucran el sentido de la producción cinematográfica
colombiana, y pormenores que parecen venidos de alguien que es crítico de cine.
Para un acervo documental de la crítica, los contenidos entran el repertorio de
las formas y posicionamientos del abordaje de una cinta nacional después de su
estreno.
Julio Luzardo hace parte de “los maestros”, directores que se reconocen durante la década de los sesentas por sus nuevas expresiones estéticas y discursivas con ciertos rasgos distintivos de una cinematografía internacional como el neorrealismo italiano. Antecedido por su trabajo Tres Cuentos Colombianos en 1963, el director nos indica lo que significó El Río de las Tumbas en el Capítulo 8 de la Historia del Cine Colombiano, anunciándonos:
… Una historia de un pueblo colombiano, que era
como si fuera Colombia en chiquita, entonces todos los personajes son simbólicos,
son más allá de los que son el personaje del pueblo y representaban lo que
podría ser toda Colombia, y ese era el mensaje que yo quería mostrar. También utilice
algo que siempre me ha gustado, y no había utilizado en mis otras películas que
era la parte del humor, siempre me ha gustado el humor, y yo dije, de pronto uno
llega más con la comedia que con la parte dramática, y así funcionó. Es una de
las pocas películas en el mundo donde se
fabricó una reveladora para hacer la película, para revelarla; nosotros no
vimos un solo pie de película en dos meses de rodaje, Elio Silva todas las
noches sacaba pedacitos de los rollos que filmábamos, el pedacito final, lo
revelaba, para ver si teníamos imágenes.
Así es, vemos la representación de un país en
una minúscula estructura dramática que se mezcla con humor, identificando
sectores, acciones y simbolismos característicos de nuestra idiosincrasia;
mezclando silencios con imágenes que exhiben cierta parsimonia del espacio
geográfico, de los personajes y del contexto general de la obra. Película de la
violencia colombiana de mediados del siglo pasado que en su forma y contenido
temático, no se aleja de realidades contemporáneas como el caso del Río Cauca y
los muertos de Trujillo en el Valle del Cauca durante los años noventas.
Posteriores a los textos de Cromos, presentaos dos referencias críticas de la obra, dejando a los lectores posicionamientos de un momento particular donde la
cinefilia pura era connotada y daba pasos interesantes hacía las necesidades y
definiciones de qué tipo de cine se había realizado y se hacía en el país, para
el caso de la película reseñada Carlos Mayolo y Ramiro Arbeláez advierten que El Río de las Tumbas “realiza
una obra de distinguible ambiente “macondiano” sobre la vida de un pueblo, pero
que resulta una comedia intrascendente, cuyos momentos de humor, poco
corrosivos, se pierden por su débil estructura narrativa” (Revista Ojo al Cine,
No. 1, 1974, p.20). Por su parte, Hernando
Martínez Pardo va más allá de los cineclubistas caleños y anota:
…Pero aquí volvemos a encontrar la ruptura entre
la concepción de la narración como crónica –para describir atmosfera y
costumbre-, y el tratamiento racionalizado y calculado que le quita vida. Los
fragmentos, con intenciones de collage, se quedan en fragmentos sin articular,
estirados en un tiempo inútil completamente cronológico y no dramático…., “En El
Río de las Tumbas quise hacer una comedia –afirma Luzardo- porque no me gusta
la crítica directa sino la crítica con la sátira. Pero no salió ni comedia ni
sátira”. La causa del fracaso está en que la frialdad del tratamiento relieva
hasta la exageración la caricatura de los personajes. De ahí que el público –como
contaba Luzardo- se hubiera reído de a película, no por la película,
perdiéndose así toda la carga crítica (Historia del Cine Colombiano, 1978, p.
282)
Sin lugar a dudas las críticas son descarnadas ante
la factura narrativa, su fragmentación, y exagerada caricaturización de los
personajes, alejando la idea final del director de representar una historia cargada
de sátira pero con humor; lo que nos lleva a concluir como hipótesis que la falta
de identificar con nombres propios cierta acciones distintivas del orden social
y político en el que se instaura la historia, aleja al espectador -años sesentas-
de ubicarse en su país y reflejarse en un tema que conocía en parte y tal vez
era víctima: la violencia entre liberales y conservadores, sus alianzas, sus
engaños electorales, y el uso fluvial de los ríos para desechar sus muertos,
aquellos que viniendo de cualquiera de los bandos, reflejaba la barbarie de
desacuerdos alimentados desde la capital colombiana con respuestas desde la
región, sus localidades y en ellas sus entornos rurales.
Cincuenta años de una película colombiana que
marca un periodo importante en nuestra cinematografía, la cual debemos ver con
los ojos del presente, contextualizando su contenido, y ante todo valorándola como
obra significativa que entrega algunos elementos
de análisis aún vigentes. Queda servida.
Ficha
El Río de
las Tumbas
Año: 1964
Duración: 90 min.
Director: Julio Luzardo
Guión: Gustavo Andrade Rivera, Julio Luzardo
(Historia: Carlos José Reyes, Pepe Sánchez)
Música: Jorge Villamil
Fotografía: Helio Silva
Reparto: Carlos Duplat, Santiago
García, Carlos José
Reyes, Eduardo Vidal, Milena Fierro,
Jorge Andrade
Rivera
Productora: Cine Colombia / Cine-TV Films /
Panamerican Films
Género: Drama | Vida rural
Estrenada el 21 de septiembre de 1965, Teatros
El Cid, Comedia, y Arlequín en Bogotá.
Fuentes
Fílmica
-Colección
40/25 Joyas del Cine Colombiano, Cinemateca Distrital y Fundación
patrimonio Fílmico Colombiano.
-Historia
del Cine Colombiano, Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano y Proimágenes Colombia.
Bibliografía
-La
madurez del cine colombiano comienza con El Río de las Tumbas, Revista
Cromos, Septiembre 13 de 1965.
-El Río de
las Tumbas, de Julio Luzardo, Revista Cromos, Noviembre 22 de 1965.
-Carlos Mayolo, Ramiro Arbeláez, Secuencia Crítica del Cine Colombiano, Revista
Ojo al Cine, publicación del Cine club de Cali, No. 1, 1974.
-Hernando Martínez Pardo, Historia del Cine
Colombiano, librería y Editorial América Latina, Bogotá, 1978.